Comienzo con la reproducción textual de un fragmento de la contraportada de la última obra de Juan José Millás, editada por Seix Barral, y titulada ‘Lo que sé de los hombrecillos’: “La rutina diaria de un profesor universitario se ve perturbada por la irrupción de perfectas réplicas humanas en miniatura que se mueven con soltura por el mundo de los hombres. Un día, uno de estos hombrecillos, creado a su imagen y semejanza, establece una conexión especial con él y convierte en realidad sus deseos más inconfesables mientras pone a prueba su paciencia”. Al transcribir fielmente gano tiempo, evito la pérdida de detalles relevantes del argumento y puedo pasar a escribir sobre esta novela sin más preámbulos.
Sigo. ‘Lo que sé de los hombrecillos’ se inserta dentro de los parámetros habituales de su producción literaria: extensión no excesiva y, sobre todo, adscripción al particular universo del escritor nacido en Valencia y arraigado en Madrid desde hace muchos años. Si ya en ‘El Mundo’ Millás nos hablaba de su vida, de las peripecias de su niñez y de los traumas que conllevó el traslado familiar a una oscura planta baja madrileña desde una luminosa, por mediterránea, casa valenciana, en la nueva novela regresa otra vez a su territorio. Y es que la existencia de un escritor, lo que le rodea, lo que ve y lo que imagina da para mucho. Ella sola ya constituye motivo suficiente para que se ponga a rellenar cuartillas a mano o con ordenador, o sea, a mano también.
El flash inicial que actuó de disparadero, según ha confesado el propio Millás, para escribir esta novela es el miedo que tenía de pequeño a que se introdujese alguna cucaracha dentro de sus zapatos mientras dormía. Después, por algún proceso mental inaccesible para nosotros y, probablemente, conocido para él, sustituyó esas cucarachas por hombrecillos. Los mismos seres minúsculos que le han visitado varias veces a lo largo de su vida, llámenlos enanos, gnomos, liliputienses u hombrecillos como propone el escritor, constituyen materia literaria de primer orden.
Conozco personas que, cuando ven a alguien caminando por la calle con un piercing en la ceja o en la nariz o en la oreja o en el labio, y no digamos en otras zonas más pudendas, sienten un dolor, serio y punzante, en la misma parte de su propio cuerpo que otros han perforado con esos adminículos sorprendentemente decorativos. Esas personas, hipersensibles, somatizan sensaciones, mayoritariamente dolorosas, que los demás no perciben, o tal vez sí pero no transmiten. Pues el hombrecillo que visita al profesor jubilado es algo de eso. Creado de una diminuta porción de la propia anatomía del protagonista, se convierte en una extensión de su cuerpo, separados físicamente pero unidos por un vínculo invisible que hace que ambos sientan lo mismo, sudoraciones, orgasmos, vomitonas, palpitaciones, aunque con diferente intensidad, debido a sus envergaduras dispares.
No sé si son exactamente éstas las sensaciones que percibe o no el protagonista, pero lo que resulta innegable es la gran capacidad de Juan José Millás para buscar el lado positivo de las cosas, transformando el dolor en placer, aunque a medida que avance la novela, el hombrecillo, que busca situaciones excitantes a las que sucumbirá el profesor, producirá en este un innegable desasosiego. Y es que la irrupción del hombrecillo en el quehacer diario del jubilado, con el que se comunica unas veces de viva voz y otras telepáticamente, le obligará a llevar una vida más intensa, casi delincuencial y promiscua, bien alejada de su existencia rutinaria en el domicilio conyugal, donde se ocupa de las tareas domésticas y donde ni siquiera experimenta los “excesos” del sexo ya que, cuando contrajo matrimonio con su actual mujer, muy vinculada con el mundo universitario, estableció el pacto de no mantener relaciones sexuales.
Esa cualidad de desdoblamiento, fisiológico y físico, establecida entre el profesor y su réplica en miniatura, le permite a aquél disponer de un “tercer” ojo, que le faculta para ver las escenas de la vida desde otro ángulo, con otra perspectiva, así como para conocer los secretos más recónditos de todo y todos los que le rodean. Un nuevo placer, por tanto, aparece en escena: el oficio del “voyeur”.
El complejo de culpa también se haya presente en ‘Lo que sé de los hombrecillos’. Cuando el profesor retirado más se inclina al vicio, entiéndase por vicio beber vino y fumar, más obligado se siente a ocultar estas actividades a su mujer, capaz de detectar una persona fumadora a más de treinta metros de distancia. Por ello, cuando su vecina le sorprende fumando, asomado a la ventana del patio de vecindad, trata de esconder el cigarrillo, sin éxito por cierto. El oficio de fumador se dibuja aquí con una innegable connotación de clandestinidad, de marginación, de predelincuencia.
Quizá el único pero de estos hombrecillos resida en que Millás finaliza la novela de un modo algo brusco. Mejor que brusco, rápido. Y el entramado que ha ido tejiendo a lo largo del libro se acaba precipitadamente y casi sin estrépito. Quizá también, por eso, el escritor incluye un Epílogo en el que resuelve todos aquellos cabos que pudieran haber quedado sueltos, si es que había alguno.
En resumen, otro aspecto de su propio territorio personal explorado por Millás, que poco a poco, a través de sus novelas, de sus intervenciones en el programa ‘La Ventana’ en la Cadena Ser, dirigido por Gemma Nierga, y, en menor medida de sus artículos, nos va enseñando su mundo interior. No sé si voluntaria o involuntariamente, pero lo hace y, además, con un cierto, innegable humor. E ironía. Freud no anda muy lejos de todo esto.
‘Lo que sé de los hombrecillos’ de Juan José Millás. Editorial Seix Barral, colección Biblioteca Breve, 185 páginas, 17,50 euros.