Si algo puede definir a José Coll, entre otras muchas cosas, eran las suelas de los zapatos que calzaban sus criaturas, la dignidad de estas suelas. Una de ellas hacia arriba y la otra hacia abajo indicaban que sus personajes se movían. Que avanzaban. Por el contrario, la suela oculta, los pies sobre el suelo, casi planos, a veces exageradamente abiertos, eran síntoma de inactividad. La acción, seguro, tenía lugar en otro nivel: manos, brazos, rostros...
¿Cómo olvidar las historietas en el TBO de este dibujante? Imposible. El rey de los tipos comunes y de los pretenciosos, a los que castigaba satíricamente con chascos morrocotudos. ¿A cuántos buscadores habrá hurtado sus cestas repletas de setas? ¿Cuántos cazadores habrán marrado sus disparos, ¡PAM!, a los conejos en sus viñetas? ¿Cuántos futbolistas han hecho barbaridades con el balón en el supremo instante de lanzar un penalty? ¿Cuántos exploradores han sudado sus últimos minutos de vida en ollas enormes, atentamente vigilados por negros-negros, de morros rojos y armados con puntiagudas lanzas? Por cierto, cuando los indígenas, cabreados, pinchaban algún trasero, además de la hilaridad propia del momento, provocaban un desesperado gesto de dolor en el lanceado: ojos cerrados, boca abierta, brazos en alto, manos abiertas, piernas al aire. Y cómo olvidar sus soldados medievales, siempre persiguiendo malandrines, o esa extraña complicidad que estableció el dibujante entre los encantadores y sus serpientes.
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Coll, salvo en sus primeros tiempos, dibujaba individuos alargados, muy estirados, espaguettis. Su código gestual era personal e inagotable, uno de los más expresivos que conocí jamás. Vean, sino, el dibujo que antecede estas líneas: el padre con las piernas abiertas y las rodillas prietas, en claro signo de ¡madre mía! El niño, dedo índice en alto, señalando qué globo prefiere (la farola, claro, faltaría más, lo imposible, lo que piden todos los retoños). Y el globero, alucinado entre padre e hijo. El nexo de unión de toda la escena viene dado por otro recurso visual que se gastaba el ilustrador barcelonés: los ojos. Esta escena, esta viñeta no sería nada sin los ojos: el globero mira al niño, el niño al padre y el padre, desesperado, a la farola. Ahí está dicho todo. Y sin palabras.
Nunca tuvo un personaje fijo. No fue el padre de Carpanta, de Mortadelo, de Josechu, de Melitón Pérez, de Ulises o de Carioco, no. Sus personajes eran (éramos) todos los tipos comunes que pululaban (pululábamos) por las calles de cualquier ciudad (próximos a la tapia de algún solar, por la que asomaban las ramas de algún arbusto salvaje) o los náufragos de diminutos archipiélagos (siempre con el consuelo de la palmera) o balsas miseriosas. Tampoco se olvidó de los automóviles: los frenazos de los coches dibujados por Coll eran de espanto, crujientes, de acordeón, capaces de cortar de cuajo el hipo y algo más a sus conductores, normalmente tocados con un gracioso sombrerito.
José Coll y Coll nació en Barcelona en 1923. Antes de ingresar en TBO (1948) había estado en otras revistas: Pocholo, Chispa, Mundo Infantil, PBT, Nicolás, KKO y La Risa. Por increíble que parezca, en 1961 dejó de dibujar historietas y pasó a trabajar de albañil hasta el año 1984. La razón era triste y sencilla: ganaba más dinero juntando ladrillos que como dibujante y su familia tampoco entendía demasiado bien su ilusión por vivir de sus historietas. La revista Cairo, en los años 80 recuperó su obra y llegó a editar una antología de sus dibujos ("De Coll a Coll", 1984). Sin embargo, ese mismo año, sumido en una fuerte depresión, se suicidó. La pregunta es: ¿con qué ojos le recibiría San Pedro? Lo ignoro, pero con una sonrisa y unas suelas de zapato bien dignas. Seguro.
Herme Cerezo