Hoy llega la mala nueva del
fallecimiento de Esther Tusquets. La traen todos los diarios. En papel y
virtuales. La prensa, de modo especial en los últimos tiempos, parece haberse
convertido en heraldo de tristes noticias y peores augurios. A pesar de que no
le gustaba demasiado su oficio de editora, Esther Tusquets, nacida en Barcelona
en el año 1936, fue capaz de colocar en primera línea la editorial que llevó (y
lleva) su propio apellido. A pesar también de que enfrente tuvo a rivales tan
potentes en la República de las Letras como Planeta o Seix Barral. La empresa
fue fundada por Magín, su padre que, a su vez, la compró a un hermano suyo,
Carlos, que era sacerdote al terminar la Guerra Civil. El sello de Tusquets es
enorme y alberga un montón de escritores de primera fila. No hace falta
citarlos. Otra editorial, Lumen, igualmente emanada del tronco familiar y
dirigida por Milena Tusquets, hija de Esther,
fue la introductora en España de uno de los personajes del mundo del cómic
sudamericano más conocido de todos los tiempos: Mafalda. Sin olvidar al
polifacético escritor, ensayista y semiólogo Umberto Eco. Pero no voy a levantar
aquí relación de las obras publicadas por la escritora barcelonesa, ni los
libros que editó, ni sus relaciones familiares, creo que difíciles, ni siquiera
su afición al bingo. No. Solo quiero hablar de mi experiencia personal con
ella.
Tuve la enorme suerte de conocer a Esther Tusquets ya retirada de su labor editorial, entregada plenamente a su faceta creadora. Fue con motivo de la publicación de ‘Confesiones de una vieja dama indigna’. Corría el año 2009. Vino a Valencia a promocionar el libro. Estuvimos conversando un buen rato en la antigua cafetería del Hotel Astoria. De ahí salió la entrevista que publiqué en su día en SIGLO XXI. A pesar de que el otoño ya estaba muy avanzado, recuerdo que Esther bebió un enorme vaso de horchata. “Cuando vengo por Valencia me entran unas ganas enormes de tomar horchata. La que venden por ahí no es igual”, me dijo. Desde luego disfrutó con la bebida. Doy fe. Durante la entrevista, hablamos de muchas cosas, unas relacionadas con el libro y otras no. Recuerdo que había terminado de leer el primero de los volúmenes de la trilogía de Stieg Larson. Y, cómo no, salió a relucir Lisbeth Salander, la protagonista femenina. Le comenté que era una mujer que me fascinaba y ella me respondió que no lo entendía muy bien, porque no debía ser fácil vivir a su lado. Le respondí que con una mujer como Lisbeth, uno no se aburre nunca. Y ella concluyó: “En eso tiene usted toda la razón”. Anduvimos algunos minutos más de charla, con la grabadora apagada. Recuerdo que hablamos también del psicoanálisis y del valor que era necesario tener para afrontarlo: “A mí no me ha servido para nada”, me advirtió antes de partir hacia la Estación del Norte para regresar a la ciudad condal. Aún tuvo tiempo para, con letra diminuta, dedicarme su libro. “Para Herme que ha dicho en una entrevista cosas más interesantes que yo… Esther Tusquets”. Nunca leo las dedicatorias de los escritores hasta que llego a casa. Y eso hice esa vez también. Y me sentí avergonzado al concluir que el entrevistador, o sea el que suscribe, había faltado a una de las reglas de oro del arte de la entrevista: hablar menos que el entrevistado. Ella era la protagonista, no yo.
Un año más tarde volvió por Valencia. Otra vez el mismo escenario, pero sin horchata. “Hoy no me he acordado”, me dijo al despedirse. Esther Tusquets presentaba la que creo que es su última obra en solitario, ‘Pequeños delitos abominables’, una suerte de breve, e irreverente, catálogo, como la misma portada del libro indica, de buenas maneras. En él doña Esther contaba cosas que, a lo largo de su vida, le habían molestado y le molestaban aún, costumbres y comportamientos habituales del ser humano, muchos de ellos absurdos. Como ella misma decía, a aquellas alturas de la vida “todo me da igual y se algo no me gusta o me fastidia lo cuento”. Recuerdo que la entrevista fue muy divertida, plagada de ocurrencias, y que todavía tuvo tiempo de contar alguna anécdota, como la que le había ocurrido aquel mismo día durante el viaje, al escuchar por obligación la conversación telefónica, vía móvil, entre un padre de familia caldoso y su mujer. “Me he enterado hasta de lo que iba a hacer para comer su señora y las veces que le ha cambiado el paquete al niño. Ya me dirá usted qué nos importaba eso al resto de viajeros”.
En fin, señora Tusquets, doña
Esther, que no habrá suerte, que no habrá próxima vez y no podré aprovechar
ninguna nueva entrega suya para conversar con usted durante unos minutos acerca de
esas pequeñas cosas que tanto llamaban su atención y de sus observaciones, que ni eran
irreverentes ni indignas, sino reales y humanas como la vida misma. Descanse en
paz.