Sobre el fango negro de Auschwitz que todo lo
engulle, Fredy Hirsch ha construido en secreto una escuela. En un lugar donde
los libros están prohibidos, la joven Dita esconde bajo su vestido los frágiles
volúmenes de la biblioteca pública más pequeña, recóndita y clandestina que
haya existido nunca. Ella, una niña de catorce años que jamás se rinde y que no
pierde las ganas de vivir, es la responsable de que estos ejemplares duerman
cada noche lejos de las miradas inquisitoriales de sus guardianes nazis y de
que cada mañana lleguen a sus lectores, porque “abrir un libro es como subirte a un tren que te lleva de vacaciones”.
Con estos mimbres como punto de partida, Antonio G. Iturbe ha construido su
última novela, ‘La bibliotecaria de Auschwitz’, editada por Planeta, sobre la que
pude conversar con el escritor zaragozano hace unos días, aprovechando su
visita promocional a Valencia.
Antonio, diriges
una revista de libros e imagino que pasan por tus manos montones de títulos que
has de hojear cuando no leer, ¿de dónde sacas tiempo para escribir?
Pues de donde no debiera, de las horas de
sueño, de ese tiempo en el que la gente hace cosas decentes y normales como ir
al cine o ver series de moda en la televisión y que yo paso dándole a la tecla.
¿No se han escrito ya muchas novelas sobre Auschwitz?
Hay muchas, muchísimas, pero yo quisiera que
esta no fuera una novela sobre Auschwitz sino sobre libros y sobre lo que
sucedió con ellos en aquel campo de exterminio, porque esta historia es real.
Me hubiera interesado igualmente cualquier otro lugar en el que los libros estuvieran
prohibidos y la lectura se hubiese convertido en una ventana por la que entra
un poco de aire fresco.
¿Cómo te
tropezaste con la historia de Dita, la escuela y los libros?
Fue leyendo un libro titulado ‘La biblioteca
de noche’ de Alberto Manguel donde, de pasada, el autor argentino después de
citar muchas bibliotecas famosas comentaba que también en un barracón de Auschwitz
consiguieron reunir ocho libros y armar una pequeña biblioteca clandestina.
Este fue el hilo del que fui estirando hasta escribir la novela.
‘La bibliotecaria
de Auschwitz’, ¿qué fue antes el título o la novela?
Si quieres que te diga la verdad el título lo
puso la editorial. Nunca conseguí encontrar un título que reuniese todo lo que
yo quería expresar con él. Creo que si no lo pones al principio luego cuesta más y ante mi
actitud, mis dudas y mi incapacidad para titular ¾ llegué a presentarles en un
solo día más de treinta propuestas¾ fue la propia editorial quien
lo eligió. A mí me hubiera gustado que no apareciese la palabra Auschwitz en la
portada, para no hacerlo tan directo, y hubiera optado por un título más
poético. Pero tanta poesía he inyectado a mis títulos que al final no se
entendía nada.
No sé si eres
consciente de que has utilizado una escritura suave, casi dulce, para narrar
los momentos duros que esconde la novela, es algo parecido a lo que ocurre con
la película ‘La vida es bella’ de Roberto Benigni.
Bueno, no me lo había planteado así, pero esa
es una película que me gusta mucho y, aunque llego a este mundo terrible de
Auschwitz a través de los libros, quizá de alguna manera me haya contaminado mi
escritura. Desde luego yo he tratado de no regodearme con el terror y lo
macabro, a pesar de que hay escenas duras, y de trascenderlo, de dar un paso
más allá y deambular por el terreno de lo simbólico y de la reflexión.
Todos los
colectivos tienen su propia ética, ¿en tu novela hasta el nazi más perverso
observa su propio código de conducta?
Es una pregunta compleja. Realmente todo el
mundo cree que hace lo que tiene que hacer. Mientras me documentaba para escribir
la novela, me dejó perplejo leer esa especie de diario que Rudolf Hess escribió
antes de ser ejecutado, en el que
justificaba su comportamiento y donde afirmaba que no se reprochaba nada
de lo que había hecho, porque se había limitado a cumplir órdenes. Josef
Mengele, el médico terrible, durante su exilio en América del Sur al finalizar
la guerra, mantuvo correspondencia con su familia, que seguía viviendo en
Alemania. Cuando su hijo, al que no conocía, se hizo mayor, cruzó el charco y visitó
a su padre. En la entrevista que mantuvieron le preguntó si todas las
atrocidades que se le atribuían eran ciertas. Mengele, de forma muy convencida,
le explicó que no sólo él no era ningún criminal sino que, además, había
salvado a bastante gente, porque aunque había enviado a muchos judíos a la
cámara de gas, a otros tantos los había librado de morir gaseados. Como se
puede ver, la ética es una especie de plastilina que cada uno amolda a su propio
caldero.
¿La guerra
modifica a las personas?
El gran drama es que los nazis eran humanos,
eran personas como nosotros. Creo que lo que nos asusta es que el horror surgió
precisamente de la Europa más sensata y más leída. Es algo que causa la mayor
de las estupefacciones. Tenemos el caso, por ejemplo, de Elisabeth Volkenrath
que cito en la novela, una peluquera que se afilió al partido nazi y se
convirtió en un personaje terrible de las SS femeninas. Si no hubiera existido
Hitler, ella no se habría alistado, no se hubiera apuntado a ese horror y
habría continuado en su pueblo haciendo permanentes y rizando pestañas. La
guerra lo altera todo y, además, es una forma de disculpar actitudes
injustificables. Ella escogió el bando equivocado, el lado oscuro.
En ‘La
bibliotecaria de Auschwitz’ hay un intento de demostrar que los campos de
concentración tenían una cierta vida cotidiana.
Sí, esto lo encontramos en el peor de los
vertederos donde vemos crecer florecillas. La vida se agarra a cualquier grieta
y en Auschwitz había vida subterránea. El hecho de ser víctima no te convierte
automáticamente en santo. Allí había judíos que eran execrables, que robaban el
mendrugo de pan a su compañero, que delataban o que aceptaban ser jefes de
barracón y que eran tan crueles o más que los propios nazis. Estos detalles son
ciertos y no podemos ocultarlos. Las personas, víctimas o no, no pueden ser
mezquinas. Creo que esto todavía le añade más valor al hecho de que hubiera un
pequeño grupo de personas dispuesto a ayudar, a organizarse para montar una
escuela o una pequeña biblioteca dentro del campo de concentración.
Asistir a la
escuela de un campo de concentración no parecía tener mucho futuro, porque lo
más probable es que nadie saliese con vida de allí, ¿qué significó la escuela
para los prisioneros de Auschwitz?
Bueno, para empezar el futuro es algo tan
incierto que se impone vivir el presente. Y mientras los prisioneros estaban
vivos tenían esperanzas de sobrevivir. Eran personas a las que habían sacado de
sus casas por la fuerza, las habían marcado con fuego y las trataban como a
reses listas para el matadero. Aquella escuela les conectaba a la vida normal y
les recordaba que eran seres humanos.
La risa siempre es
saludable, pero en un campo de concentración es un arma de doble filo que puede
llevar aparejada la muerte.
Bueno, yo soy un fan de la novela de humor y
este es uno de los riesgos. Creo que el humor es signo de rebeldía y la risa
una necesidad, una espita en un mundo con tanta presión como aquel. Reírse es
algo muy humano porque nos demuestra que no nos hemos convertido en ganado
adocenado. Es una forma de rebelión, de decir que, a pesar de toda la mierda
que me tiras encima, todavía tengo ganas de reírme.
Dita, la protagonista,
establece una relación especial con los libros. ¿Hay personas que saben tratar
a los libros de un modo especial, acariciándolos, mimándolos…?
Yo creo que sí. La lectura es muchas cosas a
la vez. Puede ser entretenimiento y fuente de conocimientos, pero creo que
también es una especie de club no reglado en el que los lectores se reconocen mutuamente.
Los libros nos vinculan a personas desconocidas, una comunidad invisible, con
las que podemos compartir historias comunes. Leer es como irse de viaje.
Entre los ocho
títulos que conforman la biblioteca de Auschwitz figura un atlas, un libro muy
simbólico.
Sí, pero es real, el atlas estaba allí. De
los ocho libros reconstruí con certeza los títulos de cinco: la gramática rusa,
el tratado de geometría, ‘La historia del mundo’ de H.G. Wells, uno sobre el
psicoanálisis de Freud y el atlas. Hubo tres más, probablemente dos de ellos
eran ‘El Conde de Montecristo’ de Alejandro Dumas y ‘Las aventuras del soldado
Svejk’ de Jaroslav Hasek, que precisamente enlaza con mi afición por el humor y
que además para la literatura checa representa lo mismo que el Lazarillo para
nosotros.
Decía lo de
simbólico, porque un atlas invita a volar y hablamos de prisioneros en un campo
de concentración.
Sí, efectivamente, estar encerrado en un pozo
negro con sus alambradas electrificadas como Auschwitz y de golpe abrir ese
atlas y contemplar los mapas de Nueva Zelanda, Australia o Madagascar sin duda
creo que sería mucho más emocionante que conectar hoy en día el Google Earth.
Resucitas también
en la novela el asunto de los hombres-libro, algo que ya tocó Bradbury en su ‘Fahrenheit
451’.
El tema de los hombres-libro es también real.
No tengo yo capacidad ni inteligencia suficiente para inventarme esas cosas.
Cuando los prisioneros montaron aquella biblioteca clandestina no tenían nada y
al director del barracón se le ocurrió preguntar quién conocía historias.
Algunos prisioneros recordaban algunas y de este modo se convirtieron en
hombres-libro. Esto sucedió en la vida real diez años antes de que Bradbury
publicara su ‘Farenheit 451’
‘La bibliotecaria
de Auschwitz’ es un libro muy visual, partiendo de las películas ya filmadas
sobre este tema, ¿con qué estética te gustaría que fuese llevada al cine si se terciase?
Hombre, a mí me gusta mucho ‘La lista de
Schindler’. Me atrae enormemente el punto de vista que tiene y el juego que
establece entre la contraposición del color y del blanco y negro. Quiero pensar
que ese pequeño barracón, esa biblioteca clandestina, sería el toque de color,
el camino hacia la luz, de la posible película.
La última: dice la novela que a Dita le
robaron la infancia. Dita vive hoy, ¿cómo es su vejez?
Sí, Dita vive todavía. Su marido murió hace
doce años. A lo largo de su existencia ha pasado por muchas penalidades y no
solo en el campo de Auschwitz. Tiene un hijo en Israel y otro en Estados
Unidos. La vida no ha sido generosa con ella, pero conserva una vitalidad
tremenda y no se ha venido abajo nunca. Actualmente participa en una coral,
juega al bridge, sigue leyendo, se maneja por Internet, está muy informada y se
interesa por los temas de política. Es una persona que tiene tanta energía y
tanta fuerza que a mí me deja estupefacto.
Antonio G. Iturbe (Zaragoza, 1967) es un especialista del periodismo cultural. Ha sido coordinador del suplemento de televisión de ‘El Periódico’, redactor de la revista de cine ‘Fantastic Magazine’ y, actualmente, es director de la revista ‘Qué Leer’. Ha colaborado también en las secciones de libros de ‘Protagonistas’, Ona Catalana, ICat FM y la Cope, y en suplementos de cultura de diarios como ‘La Vanguardia’ o‘Avui’. Como escritor es autor de las novelas ‘Rectos torcidos’ y ‘Días de sal’, así como de la serie de libros infantiles ‘Los casos del inspector Cito’, traducida a cinco lenguas.