Javier,
¿cuál es el motivo por el que te has fijado en el Museo del Prado como
escenario para tu novela?
Bueno, lo he escogido por un
triple motivo: porque es el depósito de la colección de pinturas reales desde
Felipe II hasta nuestros días; porque me ofrecía el abanico de obras más
interesantes para mis propósitos; y, sobre todo, porque contenía dos cuadros,
‘El jardín de las delicias’ del Bosco y ‘La Gloria’ de Tiziano, ante los cuales
Felipe II y Carlos I, su padre, respectivamente, decidieron morir ya que
pensaban que meditando ante esos lienzos preparaban mejor su alma para el viaje
hacia el más allá.
Has
elegido cuadros renacentistas.
Sí, he elegido cuadros
renacentistas porque son los herederos de lo que yo llamo el arte primordial,
que es el que nació en Altamira y que no poseía la connotación artística
actual, sino un carácter mágico y trascendental. Los hombres primitivos
pensaban que el arte era el vehículo de comunicación entre este mundo y el otro
y yo buscaba saber si ese concepto tenía eco en los grandes maestros de la
pintura de los siglos XV, XVI y XVII. Y lo cierto es que he visto que sí que lo
tiene, no en todos sus cuadros, pero sí en algunos.
’El
maestro del Prado’ habla mucho de ti, ¿es la novela en la que el personaje
Javier Sierra alcanza su mayor protagonismo?
Sin duda es el libro en el
que adquiero más protagonismo como el personaje Javier Sierra. ‘La Dama Azul’ la
protagonizaba un periodista al que le cambié el nombre. Pero ahora me he
quitado la máscara y soy yo. Todo se debe a que en la narración parto de un suceso
real, porque en 1990, apenas iniciados mis estudios universitarios, me encontré
a un señor, que he llamado Fovel, que
estaba en Museo del Prado y me explicó cosas sobre los cuadros. A la hora de
escribir me he sentido más cómodo aludiendo a todo lo que yo viví en aquella
época. El libro, por tanto, es una mezcla de novela, biografía y ensayo.
¿La novela es una obra
dirigida a iniciados?
Este es un libro para
iniciarse, no para iniciados. Al iniciado no le defraudará porque encontrará
muchas cosas que ya conoce. Pero en realidad, la obra está más bien dirigida a
ese lector que, como yo entonces, tiene ahora veinte años, no se ha atrevido a
adentrarse en el mundo del arte y, de repente, se encuentra con un guía que le
explica que los cuadros realmente importantes no solo reflejan una escena, sino
que cuentan historias.
¿Todo
lo que cuentas en ‘El Maestro del Prado’ está contrastado documentalmente?
Me importa que los
argumentos sean justificables, por eso he incluido más de cien notas explicativas
al final del libro que sé que no leerá el común de los mortales. Como tengo
cómplices que convierten mis obras en auténticas guías de viaje, les he proporcionado
este material extra. Todo lo que explico en estas páginas está muy estudiado.
Otra cosa es que las fuentes puedan ser más o menos subjetivas.
¿Los
cuadros que aparecen en la novela los analizas con los ojos del Renacimiento o
con los del hombre del siglo XXI?
Siempre miro las obras
intentando situarme en aquel momento. El arte solo se comprende si reflexionas
y piensas que la pintura es hija de su tiempo y que nunca fue concebida para estar
en un museo. Si sabes que el Bosco vivió su siglo pensando en la llegada del
fin del mundo, preocupado porque la gente tuviese tiempo suficiente para
purificarse antes de que llegase ese momento, comprendes mucho mejor el cuadro
de ‘El jardín de las delicias’. Si no tienes presente ese terror milenarista no
lo entiendes. Ahora, a los ojos del siglo XXI, pensamos que se trata de locos,
pero entonces a estas personas se les llamaba santos, guías o místicos.
¿La
magia de los pintores de Altamira, que citabas antes, sigue presente en las
obras de los pintores actuales?
Con las vanguardias
artísticas estuvimos a un paso de perderla, porque estos artistas se fijaban
solo en el valor material del arte. Lo que les obsesionaba era descomponer la
realidad, jugar con sus distintos fragmentos. Pero hay excepciones, como
Picasso, que viajó a las cuevas de Altamira y al verlas manifestó que después
de aquello todo era decadencia. Picasso se dio cuenta de que algo ocurrió
cuando inventamos el arte. Dalí es otra excepción y tomó su surrealismo precisamente
de las pinturas del Bosco. A Dalí le gustaba la cábala y la alquimia y trató de
incorporarlas a su trabajo. Por desgracia, el resto de pintores han perdido
esta visión y se limitan a retratar la realidad.
Retomando
una respuesta anterior, parece evidente afirmar que los cuadros no se pintaron
para estar colgados en los museos.
Efectivamente. Mira, existe
una pintura de Hans Holbein, que me gusta mucho, titulada ‘Los embajadores’, y
que no está en el Museo del Prado, sino en la National Gallery, en cuyo centro
hay una mancha extraña. Eso es lo que se conoce con el nombre de una
anamorfosis. Esa mancha solo se comprende al contemplar el lienzo desde la
esquina inferior derecha. Al hacerlo, descubrimos que se trata de una calavera.
Este cuadro se concibió para estar colgado en el rellano de una escalera, pero
como hace mucho tiempo que no está allí, se ha perdido esa perspectiva, ese
detalle.
¿En
el Renacimiento se pensaba que los artistas estaban “inspirados” por la
divinidad y que solo unos pocos eran los escogidos para este menester?
Hay una serie de pintores
que, en realidad, son médiums y que casi entraban en trance antes de pintar sus
cuadros. El Greco fue uno de ellos que, además de sus propias capacidades, vio
como algunas de sus obras maestras están influenciadas por Alonso de Orozco, un fraile que tenía
visiones y que describía escenas que no se encontraban en los evangelios. Juan de
Juanes, el pintor valenciano, es otro caso muy interesante ya que pintó una
Inmaculada para la iglesia de la Compañía de Valencia que es una imagen
atípica, en la que se ve a la Virgen rodeada de símbolos con sus distintos
nombres. Ejecutó el trabajo siguiendo las indicaciones de un jesuita que
entraba en trance con cierta frecuencia, al que se le apareció la Virgen y le
dijo cómo tenía que retratarla. Cuando estaba a punto de terminar, Juan de
Juanes estuvo a punto de caerse del andamio y contó después que la Virgen
alargó la mano y le sujetó para evitar su caída. Estas cosas nos indican, en
clave simbólica, que no son pinturas normales sino que beben del instinto, algo
que a mí me interesa mucho.
Por
lo que leemos en ‘El maestro del Prado’, el cáliz de la catedral de Valencia
podría ser el auténtico, pero esta circunstancia no parece estar demasiado
explotada. ¿Se le sacaría más jugo si se conservara en Madrid o Barcelona?
Creo que solo le sacarían el
jugo correcto para adquirir una dimensión mayor en Londres o en París. La
cultura católica española vive con un cierto complejo el tema de las reliquias.
Los ingleses saben muy bien que el mito es el mito y que hay que sacarle partido.
Ellos tienen varios griales y los explotan sin recato. Juan de Juanes se
obsesionó por ese cáliz, probablemente lo tuvo en sus manos, y no solo aparece
en su Santa Cena sino en algún retrato de Cristo, en los llamados salvadores. Y
lo pinta con mucho detalle, más incluso que la propia imagen de Jesús. Y eso
nos está indicando qué era lo que a Juan de Juanes le importaba verdaderamente
a la hora de pintar esos cuadros.
Fovel,
el visitante del museo, te transmitió sus conocimientos sobre estas pinturas,
¿escribir este libro significa para ti asumir el rol de maestro que él tenía?
Escribir este libro es la
continuación de un proceso que, por desgracia, nuestra cultura ha desestimado
desde hace muchos años. Para ser maestro, primero hay que ser aprendiz y
después oficial. Estos grados están muy olvidados en nuestro tiempo. Yo me
considero un oficial y me pongo en el plano de aprendiz para narrar. Ojalá
algún día alcance la dignidad de maestro.
Pero
estás sentando las bases para que quien esté interesado aprenda, ¿no?
Absolutamente.
La
última: contigo es más obligatoria esta pregunta que con otros escritores
porque siempre tienes varias opciones abiertas a la vez, ¿sobre qué versará tu
próximo libro?
Tengo varios proyectos en
construcción ahora mismo. Uno es la continuación de ‘El Maestro del Prado’
porque si te fijas me he dejado fuera a Velázquez y Goya, los dos colosos del
museo. Lo he hecho de forma deliberada, porque no quería sepultar al lector en
un mar de datos. Trato de evitar que eso que les ocurre a los visitantes del
museo, que se saturan porque lo quieren ver todo de una sola vez, le pase al
lector. Por eso he preferido dosificar. Además, desde hace años recopilo datos
sobre un proyecto que tiene que ver con la carrera espacial. Para mí la carrera
espacial es el último acto heroico del ser humano, el último salto colectivo
que hemos dado hacia lo desconocido. Nos hemos echado atrás porque,
evidentemente, es caro, pero también por un cierto resquemor.
Herme Cerezo
SOBRE JAVIER SIERRA
Javier Sierra (Teruel, 1971)
es el único autor español contemporáneo que ha logrado situar sus novelas en el
top ten de los libros más vendidos en los Estados Unidos. Sus obras se traducen
a más de cuarenta idiomas. Formado en el mundo del periodismo –fue director de
la revista Más Allá de la Ciencia durante siete años, además de presentador y
director de espacios en radio y televisión en España-, ahora invierte su tiempo
en investigar arcanos de la Historia y escribir sobre ellos. Ha dado a imprenta
títulos muy populares entre los que destacan ‘La cena secreta’ (publicado en 43
países),’ La dama azul’ (editado en otros 20), ‘La ruta prohibida’, ‘Las
puertas templarias’, ‘El secreto egipcio de Napoleón’ o ‘El ángel perdido’. En su haber se cuentan
varios galardones literarios como el de finalista al Premio de Novela Ciudad de
Torrevieja por ‘La cena secreta’, o internacionales como sus tres Latino Book
Awards –otorgados a la Mejor Novela Histórica del año 2007 publicada en inglés
en EE.UU., por ‘La dama azul’, y a la Mejor Novela de Aventuras de 2011 en
inglés y español, por ‘El ángel perdido’-. También ha recibido honores como el
que en 2009 le distinguió como Hijo Adoptivo de Ágreda (Soria) por la difusión
internacional dada a la vida de sor María de Jesús de Ágreda, una monja de
clausura del siglo XVII a la que se atribuyó la conversión de miles de nativos
americanos de Nuevo México, Arizona y Texas gracias al don místico de la
bilocación.