Nº 507.- El viernes 24 de marzo, Eloy
Tizón pasó por Valencia para promocionar ‘Velocidad de los jardines’. Por insólito
que pueda parecer en los tiempos que corren, no se trata de un libro nuevo,
sino de la reedición de un volumen de relatos publicado hace veinticinco años.
‘Velocidad de los jardines’ apareció en el panorama literario estatal de modo
silencioso. Curiosamente, Tizón pensaba que armaría un poco más de ruido, que
incluso generaría un cierto debate literario. Pero no fue así. Sin embargo, y
también curiosamente, estos cuentos no sólo han sobrevivido sino que, a través
de la presión de los lectores, que con innegable insistencia han reivindicado su
derecho a adquirirlo, ven de nuevo la luz en las librerías, ahora encabezados
por ‘Zootropo’, un texto nuevo que, de acuerdo con el propósito de su autor, oficia de prólogo y cuento a la vez, y nos permite
conocer cuál es la fórmula para escribir un cuento según el autor madrileño: «Una
cierta inspiración técnica, alguna indagación en torno a la forma y un
componente humano para que no se quede en algo frío de laboratorio, un
componente que tiene que ver con la compasión». Sin duda, Páginas de Espuma se
apunta un nuevo acierto editorial, al recuperar este volumen indispensable para
comprender el panorama de la narrativa breve en castellano de las últimas dos
décadas y un lustro. Con Eloy Tizón tuve la oportunidad, y la fortuna, de
compartir unos minutos de conversación, antes de la presentación prevista en la
Llibreria Ramon Llull de la calle de la Corona. Fue en otro lugar, en otro
espacio, en otro momento.
Eloy,
¿cómo llega ‘Velocidad de los jardines’ a convertirse en un libro de culto
cuando parecía que iba a destinado a ser todo lo contrario?
Ese es el pequeño misterio
de la literatura. En el prólogo digo que era un libro que lo tenía todo para
ser olvidado, porque fueron cuentos que surgieron en un momento en el que
dominaba una estética realista y ellos representaban más bien lo contario,
relatos a contracorriente en los que predominaba una mirada poética y un
acercamiento más lírico al mundo. Apareció de forma discreta y por un azar
misterioso y maravilloso, él solo con la ayuda de oídos cómplices que
practicaron el boca a oreja, fue encontrando su propio camino. Es una obra que
se ha transmitido como si se tratara de algo extraño, un poco marciano.
Le
debes mucho a estos cuentos, claro.
Sí, le debo mucho, soy el
autor de ‘Velocidad de los jardines’ y gracias al libro me he dado a conocer en
un círculo de lectores que lo ha adoptado como si fuera su mascota.
En
una reciente entrevista, Rodrigo Fresán decía que, a sus cincuenta y cuatro
años, había entrado ya en la época de la relectura y había descubierto que los
libros que había leído antes, ahora son otros, ¿te ha ocurrido a ti lo mismo
con ‘Velocidad en los jardines’?
Sí, claro, el libro es otro,
ha cambiado, han pasado veinticinco años, que es una parte considerable de mi
vida, y me he encontrado con un joven que no dominaba el oficio. Además, me ha
parecido vivo, palpitante e imperfecto en el mejor sentido del término [risas],
porque creo que los libros perfectos están condenados al museo. Pero lo que más
me ha gustado ha sido descubrir en los cuentos una pulsión hacia el lenguaje y
un amor hacia la música de las palabras que me ha reconciliado con aquél que yo
era.
O
sea que te has reconocido.
En gran medida sí. Me he
reconocido en la mirada muy contaminada de poesía, en el sentido del humor, a
veces con un punto absurdo. Se trata de una obra en la que el autor todavía se
está buscando y que cae en algunos excesos, que ahora no cometería porque soy
más austero
¿Has
tenido que retocar mucho los cuentos?
Los he releído, he hecho muy
pocos cambios, palabras sueltas, algún adjetivo y algún adverbio terminado en
mente, pero ha sido ajuste mínimo y por suerte sigo viendo que queda hueco para
que el lector complete los cuentos a través de las elipsis y sea copartícipe de
su creación.
En
la revisión del texto y a modo de prólogo, has incorporado ‘Zoótropo’, un texto
que también funciona como cuento, donde introduces tu figura, tu obra y tu
evolución como escritor.
Esto lo hablé con Juan
Casamayor, el editor. No queríamos efectuar una publicación sin más y nos
parecía adecuado enriquecer o completar el libro a través de un texto que
sirviera de contextualización del autor y de la obra, además de incluir una
serie de reflexiones mías sobre cómo entiendo la literatura. No se trata de una
pieza sociológica, nada más lejos de mi interés, sino un acercamiento más
poético, literario y subjetivo, pero sin faltar a la verdad sobre cómo se
gestaron los relatos.
¿Quizá
el hecho de que estos cuentos, excepto precisamente ‘Zoótropo’, no se adscriban
a un cuadro temporal concreto, ha contribuido a que mantengan su frescura tanto
tiempo después?
Sí, creo que la existencia
de una atmósfera bastante atemporal, una atmósfera de fábula, ha contribuido a
que se mantengan así. Hay cuentos que no se sabe muy bien cómo datarlos con
exactitud, lo que genera una cierta extrañeza y les quita el componente de actualidad,
que suele ser lo que más los envejece. Sí que me vi en la necesidad y en la
obligación de datar ‘Zoótropo’, porque conocer en qué momento se gestaron los
cuentos y cómo era el país entonces es importante.
¿De
dónde procede el título?
El libro se plantea qué pasa
con el tiempo, con la memoria, cómo transformamos los recuerdos y los
convertimos en algo creativo, un trabajo casi pictórico. Mientras lo escribía
fui consciente de que existía una tensión entre lo que se mueve y lo inmóvil. A
veces paralizar una imagen puede producir tanto vértigo como la velocidad
excesiva. De ahí surgió el título de ‘Velocidad en los jardines’, que encierra
ya en sí mismo una contradicción entre los jardines, lentos por definición, y
la velocidad. Yo quería ver cómo podían congeniar esos dos términos.
Hace
veinticinco años, se vendieron unos novecientos ejemplares de ‘Velocidad de los
jardines’, ¿desazona un poco vender esta cantidad del primer libro que uno
publica?
En aquella época, incluso
tratándose de cuentos, esos números fueron bajos y significaban pocas ventas,
aunque hoy no serían malas cifras. La primera tirada fue de dos mil ejemplares,
señal de que los editores creían que el libro iba a tener más recorrido. Ingenuamente
yo pensé que su publicación podría armar un poco más de ruido, incluso suscitar
un cierto debate en torno al género del cuento, pero hubo una recepción
bastante silenciosa, discreta, positiva en general, pero sin mucha repercusión.
Estamos
hablando todo el tiempo de cuentos, pero ¿cómo surge uno de estos cuentos en tu
cabeza?
Normalmente no tengo una
idea clara de lo que quiero contar. Hay algo que me inquieta, que me preocupa,
que me sacude y que, a través de una serie de asedios y rodeos, hace que intuya
que existe algo que desea ser dicho. A base de merodear y de quitar capas, voy
acercándome y entreveo de lo que se trata. Pero es un proceso lento, que requiere
de un tiempo para encontrar y descubrir cosas inesperadas, algo que no sería
posible llevar a cabo si tuviera una planilla o un esquema articulado de
antemano.
Eres
el segundo cuentista al que oigo denominar «artefacto» a un libro de cuentos,
(el primero fue Hipólito G. Navarro), ¿les llamáis así porque han cambiado
tanto que el término se queda corto?
Creo que sí, vivimos un
momento de bastante creatividad inventiva en el relato, donde se están poniendo
a prueba una serie de elementos, que considerábamos casi sagrados, como son un
conflicto claro, unos personajes bien trazados psicológicamente, una epifanía
que promoviera algún tipo de transformación en el personaje, un final
sorpresivo… Desde hace unos años todo eso ha sido puesto en tela de juicio y
ahora encontramos artefactos, artilugios u ovnis literarios que no sabemos muy
bien dónde encuadrar. Unos textos hibridan entre narrativa y ensayo, otros entre
narrativa y poesía. Me parece un momento interesante de búsqueda y ruptura de
ciertos límites muy determinantes respecto al género.
¿El
máximo disfrute de estos cuentos se alcanza más en el momento lector que en el
del recuerdo?
Son cuentos que requieren una
lectura reposada y un lector participativo, no son de entretenimiento o de
evasión, buscan un interlocutor dispuesto a establecer el diálogo que yo
planteo. En cierta medida, me lleva a pensar que los he concebido para ser
releídos, lo que es toda una osadía por mi parte en estos tiempos en los que ya
es muy difícil conseguir que te lean. Yo me dirijo a ese lector pidiéndole el
imposible de que me acompañe en esta aventura y, lo que es más, que en algún
momento, los relea.
Repasemos
ahora un par de frases de los relatos. La primera: «Toda literatura es
epistolar. Necesita del otro para existir».
Tengo la sensación, que con
los años se ha ido incrementando, de que la literatura no la hace solo el autor,
sino que es un momento de encuentro, mágico, al menos entre dos: el escritor y
el lector. No creo en la literatura que lo dé todo masticado. El lector ha de
hacer una parte de trabajo tan importante como la mía a través de su lectura.
Por eso me gusta que los cuentos no estén acabados, que sean objetos abiertos y
que contengan zonas de misterio que el lector puede ocupar como mejor le
parezca.
Y la
segunda: «Los libros se vengan de sus autores». ¿En qué sentido se vengan?
Escribir no es una actividad
impune. En cierto modo, un libro gravita sobre tu vida y tu biografía, la
determina e influye, y a veces ese libro que escribiste hace veinticinco años
todavía sigue interviniendo en las cosas que haces: te lleva de viaje, te pone
en contacto con otros lectores… Desde ese punto de vista y dicho con sentido
del humor, los libros se vengan de uno porque siguen hablando, no se callan.
El
cuento ‘Villa Borghese’ parece escrito como si se tratase de un cuadro
impresionista, ¿eso es así o es sólo una impresión mía?
Algo de eso tiene porque, a
través de pequeñas pinceladas, se puede formar un conjunto. Se trata de un
pequeño experimento en torno a un relato que no depende de un hilo central sino
de una serie de flashes que construyen un relato mayor.
Leemos
en el libro, que la literatura utiliza palabras reales pero no para hablar
exactamente de la realidad, ¿en tu opinión qué relación existe entre literatura
y realidad?
El escritor no vive aislado,
vive la misma vida que los demás, lee los mismos periódicos y le afectan las
mismas injusticias que a todos. MI literatura no es testimonial ni de denuncia,
porque no me sale así y uno debe ser fiel a sus inquietudes. Si no es así, la
cosa no funciona, puesto que la escritura es muy drástica y la mentira, la
impostura, se notan enseguida. La literatura es una herramienta muy útil y nos permite
conocer el mundo a través de un componente metafórico, que nos ayuda a
comprender la realidad mediante imágenes.
¿Te
han dejado muchas cicatrices la realidad y la escritura?
Las cicatrices de la vida
son más claras, son pérdidas que tienen que ver con seres queridos. La
escritura te proporciona lucidez y a la vez desconsuelo, el desconsuelo de la
intemperie. Somos conscientes de dónde estamos pero nos queda un sabor
agridulce que no conduce directamente a la felicidad. Las cicatrices del arte o
de la literatura son diferentes y, si no existieran, nos encontraríamos con una
literatura mucho más banal.
La
última por hoy: ¿tienes ya algún proyecto literario en mente?
No tengo ninguno en
concreto, pero de continuo voy dándole vueltas a la literatura en muchos
sentidos: artículos, talleres literarios, cursos, charlas, presentaciones…
Siempre llevo algo entre manos.
SOBRE ELOY TIZÓN
Eloy Tizón (Madrid, 1964) es autor de tres libros de relatos: ‘Técnicas de iluminación’, ‘Parpadeos’ y ‘Velocidad de los jardines’; y de tres novelas: ‘La voz cantante’, ‘Labia’ y ‘Seda salvaje’. Su obra ha sido traducida a diferentes idiomas y forma parte de numerosas antologías. Ha sido incluido entre los mejores narradores europeos en la antología ‘Best European Fiction 2013’, prologada por John Banville. Es columnista en El Cultural de El Mundo, profesor en Hotel Kafka y editor en RELEE.