Nº 524.-‘La vaga ambición’ es el
título del libro ganador del V Premio Ribera del Duero de Relatos, obra del
escritor mexicano Antonio Ortuño y editado por Páginas de Espuma. En las ciento
veinte páginas donde se anclan los seis relatos que integran el volumen, Ortuño
propone la escritura como un método de resistencia y, a la vez, como una elegía
festiva. El protagonista de los cuentos, Arturo Murray, escritor, sobrevive
entre un pasado familiar, catastrófico, y un grotesco presente, cargado de
malas reseñas, entrevistas vacías, presentaciones huérfanas y una cuenta
bancaria abiertamente deficitaria. La sombra de una madre sobrevuela los
cuentos, igual que la convicción de Murray de escribir siempre y a cualquier
precio. Antonio Orozco pasó por Valencia y, entre dos tazas de café, en la
primera hora de la tarde desgranamos una entrevista que supo a poco, porque el
tiempo, cuando deviene interesante y sugerente, sabe esfumarse con mayor prisa
de lo habitual. Lástima.
Antonio,
esta pregunta es casi obligada para los escritores que entrevisto por primera
vez, ¿qué significa para ti escribir?
Ay, básicamente es un
placer, incluso es fácil que tenga un poco de vicio, como quien fuma mucho o se
toma tres tazas de café más de las que debiera. Disfruto de todo el proceso,
desde debatir mis ideas iniciales hasta la propia escritura, la corrección… A
veces uno se atora en algunos proyectos por su propia incapacidad para resolver
ciertos problemas, algo que puede resultar lo menos placentero de todo, pero
aún así, insisto, lo disfruto mucho.
Paso
ahora a felicitarte por la consecución del V Premio Ribera del Duero de Relatos.
Gracias.
¿Por
qué es importante ganar un premio como este para ti: por el monto económico,
por el reconocimiento de otros colegas, por la difusión de la obra…?
Creo que no hay
ninguna clase de duda posible… [Risas] El reconocimiento de mis pares ya llegó
hace un tiempecito. El que me tenía que reconocer ya lo hizo y los posibles
nuevos conocimientos, que se pudieran derivar de la publicación de mis libros,
no me ayudan a pagar mis cuentas. Seguramente, si no hubiera habido un monto
económico, no hubiera entrado al concurso.
Has
ganado un concurso de cuentos, un género que no parece venderse igual de bien
que la novela.
Es cierto que hay
diferencias entre los cuentos y las novelas, pero creo que estas diferencias no
existen en la cabeza de los escritores, obedecen más a las exigencias del
mercado editorial que a otra cosa. También es verdad que, tradicionalmente,
España es un país que apostó más por la novela que por el cuento, que ha
ocupado un lugar marginal, lo que no sucede en América Latina. Borges jamás
escribió una novela y no hay nadie que piense que lo que debió hacer es dejarse
de cuentos y escribir una buena novela de templarios. Últimamente, el muro
parece que se está derribando y los libros de relatos de Guadalupe Gettel,
Samanta Scweblin o Mariana Enríquez se han vendido extraordinariamente bien. Pienso
que si se trabaja, el cuento se vende.
En
tu trayectoria existe una alternancia entre novelas, siete títulos publicados,
y libros de relatos, cuatro volúmenes si incluimos este y una antología, ¿te
sientes igual de cómodo en los dos registros?
Soy un narrador y hago ambas
cosas, pero diferencio muy bien cuando narro novelas y cuando hago cuentos. Son
procesos muy distintos. Una novela es como construir una casa para que la
habiten otros, mientras que los cuentos son como viajes, experiencias más
internas, intensas casi todo el tiempo, que me llevan un tiempo más breve.
Cuando escribo una novela puedo pasarme meses resolviendo algunos nudos de la
narración, mientras que los cuentos los trabajo de modo más articulado y veloz.
Eso sí, los repaso mucho, los guardo en un cajón y los vuelvo a revisar todas
las veces que haga falta hasta que al final salen.
Observo que corregir es casi
una obsesión.
Ha de llegar un momento en
el que ya no corrijas. El escritor mexicano Salvador Elizondo dice que uno
publica para dejar de corregir y yo creo mucho en esas palabras. Trato de
enviar el manuscrito a la editorial lo más pulido posible y, como tengo tan
claro por qué lo he escrito de un modo determinado y no de otro, es raro que un
editor le toque ni siquiera una coma a mi texto. Pero también es cierto que en
alguna ocasión he metido la mano en algún libro para una edición posterior.
Y
¿cómo prende en tu mente la chispa para escribir un relato? ¿Tomas notas? ¿Vas
madurando la idea?
Tengo un proceso tan
complicado que la chispa tiene muy poca participación en él. En un punto
empieza y en algún otro decido hacer un cuento con esa chispa. Situaciones como
ésa se me ocurren doscientas cada día y, por decirlo así, uno vive rodeado de
cuentos potenciales todo el tiempo y elige cuáles vale la pena intentar y
cuáles no. El problema de las ocurrencias, de las chispas, es que se trata de
una especie de programa preinstalado en el subconsciente, que nos hace repetir
cosas. Si una idea regresa, se desarrolla, le doy vueltas y cobra una cierta
corporeidad, entonces comienzo a tomar notas. Es raro que piense un cuento y lo
narre a la primera, porque cuando surge la idea le formulo preguntas para ver
si tiene sentido escribir sobre ella. Soy el peor enemigo de mi historia
mientras la construyo y la redacto, hasta que llega un punto en que me vuelvo
su mejor amigo, porque si no es así no sale adelante.
¿Desde
el primer momento, los cuentos de ‘La vaga ambición’ nacieron con el concepto de libro de relatos debajo
del brazo o surgieron espontáneamente y después los agrupaste por su unidad
temática?
Estos cuentos son una cosa
rarísima porque lo primero que hice fue decidir que formarían una colección,
que serían seis y cuál sería mi apuesta estilística. Además los escribí todos
al mismo tiempo, saltando de uno a otro. Durante la escritura me interesaba
mucho cuidar dos cosas: primero, las resonancias entre ellos y, segundo, sus
diferencias, porque el hecho de que cada uno tenga un fraseo, unas imágenes y
unas tesituras bien distintas tiene sentido, no es algo improvisado. Unos relatos
son divertidos y otros más trágicos y, aunque se pueden leer de modo autónomo
al hacerlo en conjunto ganan muchos enteros.
Podríamos decir, entonces,
que los cuentos dialogan entre sí.
Esa era la idea inicial, porque algunas circunstancias de algunos
cuentos casan con las de otros y este tipo de conexiones era fundamental para
mí.
¿El
objetivo de estos cuentos, atribuidos a un tal Arturo Murray, es reflexionar
sobre el oficio del escritor y sus miserias?
Desde luego ese es uno de
los ejes centrales del libro, pero son miserias y también momentos de triunfo.
En realidad, se trata de darle un aspecto más carnal y terrenal a la escritura,
porque muchos autores incurren en una especie de romanticismo, que cae en la
cursilería. Son escritores que terminan siendo algo inasible, admirable,
inalcanzable, sublime… Pero aún hay otra cursilería, la creencia de que son
seres marginales y luego uno ve al escritor, que es un señor que trabaja en
pantuflas viejas, porque no se ha podido comprar otras nuevas, y no se parece
en nada ni a un poeta maldito, ni a Platón, ni al Sabio Salomón, sino a un tipo
más doméstico, en ocasiones grotesco, al que le suceden cosas que son risibles,
porque en general el medio literario, es risible. Hay una enorme desproporción
entre las posibilidades de la literatura y las realidades de la vida de los
escritores, que tiende a ser mediocre. Creo que ningún escritor es un ser
sobrenatural, son tipos absolutamente comunes, como los cargadores de un camión
de mudanzas o las lavanderas de un cuadro. Si acaso, un escritor sufre con
mayor intensidad las humillaciones cotidianas que todos padecemos.
Por
el libro deambula la frase «tragar aceite», en nuestro país equivaldría a «tragar
quina», como escritor, ¿en alguna ocasión te ha tocado «tragar aceite»?
Bueno, lo raro es que como
escritor no tragues aceite [Risas]. Sin ir más lejos, durante esta especie de
pequeña gira triunfal por España, en una estación de radio me preguntaron si yo
era de «Juanagato» y si me gustaba el vino. Les conteste que «Juanagato» no
existe y que no me gustaba el vino. Pero insistieron en la pregunta sobre
«Juanagato» y de nuevo les respondí que «Juanagato» no existía y que yo no era
de allí sino de Guadalajara, que está a tres horas de Guanajuato. «Ah, qué
bien», me dijeron. Cuando vas a entrevistas que realiza gente que no sabe quién
eres y que no se molesta en informarse, terminan colocándote a continuación de
las noticias taurinas. Aquel día, por lo menos, tragué dos litros de aceite.
Regresamos,
por un momento, a las miserias del escritor, ¿la escritura de estos cuentos
tiene algo de balsámico o de terapéutico para ti?
No, no, ni de lo uno ni de
lo otro. Afortunadamente puedo pagarme mi terapia y no necesito la escritura
para desempeñar este papel, no le atribuyo ningún poder curativo. Si lo tuviera,
la literatura estaría llena de charlatanes haciendo rituales y leyendo páginas
de Espronceda a la gente para quitarles la gripa. Creo que escribir sirve para
darle sentido a determinadas situaciones que uno atraviesa en su vida, pero
teniendo en cuenta que se toma una distancia que implica una mentira. El
lenguaje, en sí mismo, ya es una mentira con relación a la experiencia y la narración lo es también respecto a la
memoria, que también adultera las cosas. Cada vez adaptamos la memoria a lo que
vamos siendo, nos vamos reinventando, y rara es la persona que cuenta las cosas
que le ocurrieron de niño con cierta objetividad.
Arturo
Murray, tu alter ego, y Antonio Ortuño tienen cosas en común, la edad y el
oficio sin ir más lejos, ¿hay mucho de autobiográfico en ‘La vaga ambición’?
La literatura me parece
suficientemente interesante para que el libro tenga la vitalidad de la
experiencia, pero no importa que sea sobre mi persona, ya que todo lo que
cuento le sucede a Murray. Como decía Borges, las cosas le pasan al otro. Los
asuntos de mi vida solo me interesan a mí y a mi entorno más cercano.
Últimamente
asistimos al fenómeno de que muchos presentadores televisivos escriben novelas,
lo que ha derivado en que ahora los autores se dividan en escritores literarios
y escritores a secas, ¿ocurre también este fenómeno en México?
Bueno, circunscribiéndome a
México, que es lo que conozco, yo me considero un escritor literario y no soy
diferente del autor de Ciencia Ficción, pero sí de esos locutores de televisión
que escriben un libro, o que se lo escriben, y que allá no consideran
escritores. Hay quien publica libros sobre consejos morales, valores e ideas neoconservadoras
para jóvenes, y se venden mucho pero están indicados para personas que sólo
frecuentan esta clase de obras. En México no existe un tipo de lector neutro, que
lea estos textos y también a Rulfo o a los clásicos de la literatura, aunque sí
que hay un lector muy exquisito al que le gusta leer, traducidos, libros de
autores extranjeros.
¿Qué
se entiende por «vender mucho» en México?
En México para decir que un
libro de literatura mexicana funciona extraordinariamente bien, estaríamos
hablando de unos diez mil ejemplares. De repente, hay novelas históricas que venden
mucho más que otras porque tienen un público específico al que le interesa el
género.
Acabamos por hoy: ¿te
importa mucho la opinión de los críticos?
Soy muy activo en las redes
y utilizo un tono sarcástico que hace que la gente se acerque, que no me vean
como un tipo remoto. Curiosamente me interesa más lo que me escriben en
Facebook que la opinión de un crítico o de un lector profesional, que puede ser
más sutil y que, en teoría, trata de razonar en su texto su opinión sobre lo
que ha leído. Uno termina acostumbrándose a las críticas y es raro que alguien
te sorprenda con alguna visión nueva de tus obras por muy rigurosa que sea. La
lectura de la gente que no es profesional siempre tiene un granito de sal y no
pierde ni gana nada diciendo lo que piensa sobre tu libro. Eso es algo que me
fascina.
SOBRE ANTONIO ORTUÑO
Antonio Ortuño nació en Zapopan, Jalisco (México), en 1976. Ha publicado tres libros de relatos, ‘El jardín japonés’, ‘La señora Rojo’ y la antología personal ‘Agua corriente’. También las novelas ‘El buscador de cabezas’, ‘Recursos humanos’, ‘Ánima’, ‘La fila india’, ‘Blackboy’, con el seudónimo «A. del Val», ‘Méjico’ y ‘El rastro’ (2016). Fue ganador del Premio de la Fundación Cuatrogatos, de Miami, al mejor libro juvenil por ‘El rastro’ (2017) y finalista del premio Herralde de novela (Barcelona, 2007) por ‘Recursos humanos’. La revista británica Granta lo eligió como el único mexicano en su selección de mejores escritores jóvenes en castellano (2010). La revista GQ lo premió como «Escritor del año» en 2011. Ha sido traducido a diez idiomas. Con ‘La vaga ambición’ obtuvo el V Premio Ribera del Duero.