Nº 597.- Las
lluvias, muy pertinaces, que azotaron la ciudad de València y la Comunidad
Valenciana durante la pasada semana impidieron la entrevista cara a cara con Ricardo
Menéndez Salmón que, como buen escritor de paso, se dejó caer por esta villa,
que no corte, para presentar su nueva entrega ‘No entres dócilmente en esa
noche quieta’, editada por Seix Barral. A jarrazos, el agua celestial,
inmisericorde, desvió su avión hasta Murcia. Desde allí se trasladó por
carretera hasta la librería Ramon Llull, donde tuvo lugar el acto de
presentación previsto. No hubo tiempo para conversar ni comentar el libro, solo
para escuchar. Días después, nuestra conversación se desarrolló en la distancia
y se alejó de la espontaneidad del toma y daca de la pregunta-respuesta-repregunta,
etcétera. ‘No entres dócilmente en esa noche quieta’ encierra el retrato (¿confesión-reflexión-catarsis?)
del propio padre de Ricardo Menéndez Salmón, tal y como él lo recuerda, «una
persona siempre enferma, desde que a los treinta y ocho años sufrió un infarto
que marcaría el resto de su vida y la de su familia», trazado con la maestría
de las palabras que el gijonés, uno de los mejores escritores actuales en
lengua castellana, ha alineado, una tras otra, en estas apenas 185 páginas.
Ricardo, al
comienzo del libro, señalas que esta historia te ha venido impuesta, que no la
has buscado tú, ¿quizá eso es debido a que su escritura tiene un claro carácter
balsámico?
Este
libro, como ninguno otro anterior en mi trayectoria, nace de una necesidad. Es
cierto que todos los hacen, pero ninguno con tanta fuerza como el presente.
Quizá porque, como novelista, siempre arranco de lo significativo para
revestirlo con el traje de la ficción. Es decir, camino desde una idea hacia los
hechos que conforman su peripecia. Mientras que aquí el trabajo ha sido
inverso. Parto de los hechos desnudos, de la vida tal y como sucede, para
destilar lo que de significativo encierra.
En
la web de Seix Barral, te clasifican como «autor de novela contemporánea y
novela literaria», esto último me suena muy raro. Independientemente de todo
ello, si yo fuera el dueño de una librería y tuviera que clasificar ‘No entres
dócilmente en esa noche quieta’ para orientar a los lectores, me encontraría
ante un problema porque no sabría a qué género adscribirla: no es novela, pero
lo parece; no es un ensayo, pero tiene rasgos; es y no es autoficción, ¿qué es,
Ricardo?
Los
anglosajones manejan un término que me agrada: memoir. Ahí caben títulos como ‘Stop-Time’, de Frank Conroy, ‘El año del pensamiento mágico’,
de Joan Didion, o ‘Patrimonio’, de Philip Roth. ‘No entres dócilmente en esa
noche quieta’ es una memoir, un fragmento
de vida narrado con las estrategias del novelista, pero amparado por las exigencias
de la experiencia. No es una novela, no es autoficción. Es muchas otras cosas: un
intento de autobiografía, un ensayo acerca de la enfermedad y de qué significa
ser hijo, una búsqueda en pos de los orígenes de mi escritura.
«Conmover,
perturbar, incluso irritar. Un libro que no logre ninguna de esas tres cosas no
me interesa», esta frase es tuya y procede de una entrevista
publicada en el diario El País en el
año 2018. Con ‘No entres dócilmente en
esa noche quieta’ ¿has conseguido conmover, perturbar e irritar o, quizá
simplemente te has quitado un gran peso de encima?
Ambas circunstancias son compatibles. Diría que
este es un libro conmovedor por lo que cuenta, independientemente de que sea mi
vida y la de mi familia la que se escruta, pues eso que se cuenta es un
universal de la experiencia. Todos somos hijos, y algunos además somos padres,
y la fuerza de los vínculos familiares, para lo bueno y para lo malo, en lo que
posee de solar y de oscuro, a todos compete: ricos, pobres, mujeres, hombres.
Respecto al elemento catártico del libro es muy notable. Este es un libro
espejo, un libro conjuro. Escribirlo ha sido una forma de enfrentar a mis
demonios y de poder dialogar con ellos.
El
dossier de prensa afirma que este libro tiene mucho de ajuste de cuentas.
Durante la lectura, tú nos adviertes de que has tardado dos años en decidirte a
escribirlo, ¿por qué ha surgido precisamente ahora la necesidad de ajustar
cuentas?
No
me gusta la expresión ajuste de cuentas.
Posee un tono justiciero que de hecho el libro desmiente. Prefiero la expresión
balance. Respecto a tu pregunta, la
explicación más sencilla es también la más sincera. Había llegado el momento.
Un momento marcado por mi propio calendario, por mi propia madurez. Pienso que la
vida de todo escritor lo va preparando, de forma más o menos consciente, para
este instante: el de afrontar su biografía a través de la biografía de quienes
le precedieron.
En
‘No
entres dócilmente en esa noche quieta’ no hablas solo de la figura de tu padre, sino también
sobre ti, ¿resultaba inevitable?
Es
que el libro, a la postre, es más un libro sobre Ricardo Menéndez Salmón que
sobre cualquier otra persona. Poniendo el foco sobre la enfermedad de mi padre
me he iluminado a mí mismo. Contando a los otros me he descubierto a mí. Ese ha
sido uno de los momentos decisivos del libro. Descubrir que, hasta que no te
pones en marcha, en realidad nunca sabes de qué estás escribiendo.
Teniendo
en cuenta tu confesa hipocondría, ¿has proyectado en el texto tus propios
temores sobre la vida y la muerte?
Lo
he intentado, al menos. La idea era buscar un equilibrio entre lo íntimo y lo
forense, entre una mirada innegociable, sólo mía, y una distancia que me
permitiera contemplarme a mí mismo y a quienes me han forjado y formado con
desapasionamiento. En ese equilibrio mis temores y mis anhelos son, por descontado,
una pieza clave. Este libro es también, desde esa óptica, una meditatio mortis, una enseñanza que he
buscado en múltiples fuentes, para mí queridísimas: Séneca, Montaigne,
Jankélévitch.
¿Te
has parado a pensar en algún momento que, quizá sin una figura como la de tu
padre, no te hubieras dedicado a la escritura?
Por
supuesto. Diría más: ese es uno de los centros del libro, quizá la pregunta de
preguntas. Sin los padecimientos de mi padre probablemente yo no hubiera
acudido a la literatura como fuente de conocimiento e interrogación. O si
hubiera acudido, lo habría hecho de otro modo. Las circunstancias de mi padre
no sólo me hicieron escritor, sino que me convirtieron en un tipo peculiar de
escritor, preocupado por una serie de temas y no por otros.
Afirmas
en la página 67 que cuando expresamos algo lo empobrecemos sin remedio. Una
página después, añades que «Una vez más existe discrepancia entre mostrar y
decir, vivir y escribir. Como todo ser humano yo habito en esa falla… Pues lo
que distingue al que escribe de quien no lo hace es la certeza de que la
escritura jamás llega a expresar lo que persigue». Tú eres un artista, un
escritor, supongo que, desde el momento en que te dedicas a esto, asumes esta rémora
del lenguaje escrito y caminas con ella a cuestas, ¿te resulta fácil hacerlo o
te desespera?
Julia
Kristeva ha hablado con sagacidad de la aporía de la escritura. Sus palabras
las hago mías. En toda escritura hay derrota y victoria. Derrota porque ninguna
escritura alcanza a expresar lo que persigue decir; victoria porque la escritura
es, a pesar de todo, la herramienta más poderosa a nuestra disposición para
elucidar quiénes somos y en qué consiste nuestra vida.
Según
cuentas, tu padre se convirtió en un enfermo profesional, ¿la enfermedad es la
que ha conseguido transformarlo en el protagonista de esta historia?
La
enfermedad es la situación, el clima, la geografía primordial. A partir de ella
arranca lo demás. La enfermedad del padre es la zona cero desde la que levantar
la arquitectura completa del libro.
La
última mirada de tu padre se quedó grabada en tu memoria. Tú también miraste a
través de la ventana por la que él había mirado momentos antes y viste «Tejados.
Antenas. Un pedazo absurdo de cielo»… ¿Qué te vino a la cabeza ante semejante
panorama?
Que
morimos sin heroísmo, solos, en circunstancias casi siempre despojadas de
retórica o de lecciones morales. Y que esas grandes imágenes a las que tan a
menudo nos acostumbra el cine y cierta literatura son sólo trampantojos,
decorados falsos.
Esbozas
una imagen curiosa de los cirujanos: «al verlos, no sé por qué, me imaginaba a
Franco firmando sentencias de muerte, sin estridencias ni florituras», ¿esa
imagen es un poco exagerada no te parece?
Es
posible, pero mientras estaba escribiendo fue la que acudió a mi recuerdo. La
medicina, tal y como yo la viví durante más de treinta años a través de las
enfermedades de mi padre, es un asunto sofisticado pero poco, muy poco
empático. No dudo que el médico deba acorazarse ante el padecimiento humano. Me
limito a constatarlo. También la literatura lo hace. Y ahí es pertinente la
frase de Thomas Bernhard que se cita en el libro: «Comprender el desamparo de
todos los hombres, pero sin compasión».
«La
vida no es justa ni razonable. La vida es lo que sucede, todo en uno, uno en
todo, aquí y allí, entonces y ahora, desde el inicio y a cada instante», lo
dices en la página 122. Sin embargo, tu padre no lo veía igual, ¿qué era la
vida para él?
No
lo sé. Nunca mantuvimos esa conversación. Desconozco cuál era la vida soñada
por mi padre, lo que él hubiera esperado conseguir. Sólo conocí su vida
pequeña, la que la enfermedad le obligó a llevar. Sus aficiones, su afecto por
mi madre y por sus nietos, su disponibilidad permanente durante sus últimos
años. Pero creo que esa vida que yo vi eran los restos del naufragio, la vida
que le quedó de la que él realmente hubiera querido vivir. Y esa, insisto, la
desconozco.
‘No entres dócilmente en esa noche quieta’ contiene una serie de agravios sobre tu padre
(te robó la juventud, tras su fallecimiento te dejó solo ante tu propia muerte
futura, etc.). Pero al mismo tiempo, te ha servido de aprendizaje y para
demostrarte que tú también le querías mucho a él. Sin ir más lejos, se percibe
cuando afirmas que tenías miedo de que se soltara su cabeza y que no estuvieras
allí para impedir que cayese al suelo… ¿Estoy en lo cierto?
Siempre
he sabido cuánto he querido a mi padre. No es algo que el libro me haya
revelado. Mi padre no fue un padre ausente por elección, sino por imposición.
Su drama fue la alegría robada, el daño infligido, todo ese capital de desdicha
acumulada.
Y
él también te quería: no hay más que ver lo orgulloso que se sentía de la
carrera literaria de su hijo, archivo personal incluido. ¿Los hijos – te lo
pregunto por experiencia propia – nunca terminamos de conocer bien a nuestro
padre?
La
vida oculta de nuestros padres es uno de los misterios más grandes que existe.
Son lo más cercano a nosotros y al tiempo lo más inescrutable. Y es algo que
además, en la mayoría de casos, reproducimos luego desde el otro lado de la
ecuación. Porque cuando somos padres también permanecemos a menudo desconocidos
para nuestros hijos. Por eso este libro se lee en las dos direcciones. Por un
lado es exhumatorio, viene del pasado; por otro lado es una carta a los hijos,
apunta hacia el futuro.
Termino
con dos preguntas: una: ¿te resulta cómodo afrontar la promoción comercial de este
libro tan especial que es ‘No entres
dócilmente en esa noche oscura’?
Desde
el momento en que decido publicar el libro, tengo que aceptar esta parte no
siempre cómoda. Debo decir en todo caso que, al menos hasta la fecha, los
periodistas han sido extraordinariamente sensibles, correctos e inteligentes.
Ninguno ha intentado quedarse sólo en la sangre y en la víscera. O si lo han
hecho, ha sido siempre para iluminar el resto de lo que este libro cuenta.
Y
dos: me encanta la cita final: «Duque de Albania: ¿Cómo has conocido las
miserias de tu padre?/Edgar: Asistiéndolas, mi señor». ¿Cómo surgió la idea de
incluirla en el libro o quizá fue la cita la que, en realidad, propició su
escritura?
No
propició la escritura del libro. Su inclusión surgió espontáneamente, releyendo
‘El rey Lear’. Y al descubrirla,
comprendí que era perfecta como colofón. Es imposible resumir mejor que
Shakespeare en qué consiste ser hijo de un padre doliente.