Herme Cerezo/SIGLO XXI
El dios Ra brilla en lo alto y sus rayos bañan en oro la imagen. En primer plano un egipcio, no sé si un guerrero, subido a un carro tirado por dos caballos, que galopan sin rienda. Al fondo la silueta, borrosa, de una pirámide. El arquero, con la capa al viento, tensa el arma hacia su derecha. La flecha está a punto de partir en busca de un blanco. Al otro lado, el carcaj todavía conserva, impacientes, unos cuantos dardos más. Ésta es la portada de ‘El hijo del desierto’, editado por Ediciones B, la nueva entrega de Antonio Cabanas, novelista apasionado por el Antiguo Egipto hasta tal punto que hoy parece haberse convertido en el escritor de referencia de aquel país. Sin embargo, como no sólo de escritura vive el hombre, Cabanas también ejerce otra profesión, la de piloto de aviación civil en la compañía Iberia, con la que colma su otra pasión: la aeronáutica.
Antonio ¿dónde sientes mayor miedo: en el despegue del avión o ante el ordenador, frente al folio en blanco?
Tengo la suerte de no haber pasado nunca por el trance del miedo a un folio en blanco, ni tampoco en un avión. Si, después de treinta y cinco años volando pasase miedo, apañado iba. La aeronáutica y la escritura se han convertido en mi pasión. La literatura, al principio, era motivo de expansión y placer, pero ahora, con el tiempo transcurrido, me siento profesional de ambas cosas por igual y las hago porque disfruto con ellas. No podría ser de otro modo.
Con esta doble vida profesional, ¿te queda tiempo para la familia?
Muy poco. Realmente, mi familia es la que más sufre este pluriempleo. Sin embargo, mi mujer es mi primera animadora, mi primer fan y mi primera crítica.
Cuando comenzaste como escritor de ficción, ¿por qué escogiste el registro histórico y, más concretamente, Egipto?
Me gusta mucho la montaña y un día, haciendo senderismo, metí el pie donde no debía. Me caí, me lesioné los ligamentos y estuve cinco meses de baja laboral. Ahí nació mi primer libro, ‘El ladrón de tumbas’, porque, como no podía estar sin hacer nada, llevado por mi afición a la literatura me puse a escribir. Escogí Egipto por una razón muy sencilla: mis estudios de egiptología. En el libro fusioné mi pasión por el país africano con mi amor por la literatura. Lo bien cierto es que aquello empezó como un hobby, porque yo nunca pensaba dedicarme a esto en serio, pero debe ser que Shai, el dios del destino, me empujó por el camino que tenía reservado para mí.
Imagino que también habrás leído obras de ficción sobre el Egipto faraónico.
Sí, claro. Con quince años leí ‘Sinuhé el egipcio’, esa novela mítica, de culto, que le gusta hasta a quien no tiene ningún interés por Egipto, más allá del rigor histórico que pueda tener. Pero a mí me interesa la novela, en general. El gran maestro me parece Pérez Galdós, ojalá llegase a parecerme a don Benito en su décima parte. Y la verdad es que escribo sobre Egipto, pero también me interesan otras épocas históricas. Lo que ocurre es que el lector te encasilla y espera de ti que sigas contando nuevas historias sobre lo mismo.
¿O sea que cualquier día tenemos un libro tuyo de ficción no histórica?
Sí que me apetecería hablar de otros registros. En mi opinión la pura ficción me resultaría más sencilla, porque no requiere tanto trabajo de documentación. De todos modos, mis libros también contienen ficción, son una mezcla de mi conocimiento del Antiguo Egipto y de la idea de la vida que me he ido conformando a lo largo de todos estos años. Gracias mi oficio de piloto he podido visitar muchos países, conocer culturas diferentes y ver cómo reaccionan ante determinados problemas en cada lugar. En este sentido, mi trabajo ha sido una auténtica escuela de la vida porque a mí, en el fondo, me interesa hablar del ser humano.
La novela histórica siempre enseña.
Efectivamente, mucha gente al acabar de leer una novela histórica profundiza después en sus contenidos. Este género es ideal para ello, teniendo siempre presente que el marco elegido ha de tener rigor y consistencia.
Entremos en tu novela, la guerra ocupa un papel muy importante en ‘El hijo del desierto’.
Es cierto, en mis anteriores novelas he escrito sobre gente de extracción social baja, pero en ‘El hijo del desierto’ hablo de este terrible monstruo que es la guerra en general y en el Antiguo Egipto en articular. A través de Sejemjet vamos a ver cómo fueron aquellas guerras del Egipto expansionista y militarista. Porque en aquellos momentos, Egipto con sus conquistas militares llegó hasta la quinta catarata y alcanzó una enorme dimensión, lo que le produjo unos fuertes ingresos que también llegaron a la casta sacerdotal. El faraón Tutmosis organizó hasta 17 guerras, impulsado por los sacerdotes que veían en ello una forma de enriquecerse.
¿Quién es Sejemjet, el soldado que te sirve como excusa para narrar?
Sejemjet es una especie de Aquiles homérico, un tipo lleno de sombras y contradicciones a la vez que un guerrero poderoso, al que la ira, a veces, reconcome hasta formar parte de su propia esencia. Él aparece en una canastilla abandonado en el río Nilo y en su omóplato ostenta un dibujo, cuyo significado sólo se descubre al final. Sejemjet nos conducirá hasta los barrios de los pobres, donde vivía y allí veremos cómo los niños eran captados por los ejércitos del faraón, cómo era la vida, cómo se amaban hombres y mujeres. La mujer tenía entonces unos derechos que perdió después y que no ha recuperado hasta hace muy poco.
¿Cómo era el egipcio de a pie, el hombre de la calle?
Los egipcios se sentían seres elegidos y protegidos. Eran muy supersticiosos. En su vida mezclaban mística, magia, dioses y hombres y adoraban a más de dos mil dioses, incluidos animales peligrosos como la cobra y el cocodrilo, porque ellos pensaban que no eran la única especie de nuestro planeta, tenían claro que había otras. Vivían en una armonía permanente.
Dada la escasez de fuentes escritas, para documentarse será importante visitar los lugares de los que hablas en tu obra, ¿no?
Es muy importante, sobre todo para conocer la vida de los personajes, porque el ochenta por ciento de los que salen en la novela existieron realmente y para conocer a muchos de ellos tuve que visitar sus tumbas y leer en los jeroglíficos cómo eran en realidad.
Uno de los aspectos que llama la atención en tu novela es el papel tan importante que representaban los escribas en la sociedad egipcia.
Como dice el protagonista, los escribas poseían la fuerza de mil armas porque eran los únicos que sabían escribir. El ejército estaba estructurado de tal manera que cada doscientos soldados había un escriba que lo controlaba todo: desde el botín hasta las conquistas. Cualquier documento oficial pasaba por sus manos. Entonces no había Seguridad Social y cuando uno se jubilaba dependía de la caridad pública. Tutmosis, que era muy listo, al licenciar a sus hombres les entregaba tierras de acuerdo con los botines que los propios soldados habían conseguido. Y los escribas, como los soldados no sabían leer, a veces les engañaban. Es algo humano y por eso convenía llevarse bien con ellos.
A lo largo del tiempo, los tesoros faraónicos han sido expoliados ampliamente, ¿regresarán a Egipto alguna vez?
Es obvio que no podrían volver todos los tesoros que se han llevado, no sólo porque no cabrían en un museo, sino porque sobre ellos existen actualmente derechos de todo tipo. Durante muchísimo tiempo las excavaciones se hacían de manera que los excavadores compartían sus hallazgos con el estado. Era una forma de subvencionar sus trabajos. La cantidad de objetos que se han llevado, gracias la actividad desplegada por agentes de los museos de medio mundo, es enorme. Y, además, contando con la complacencia de los pachás de turno. Pero la llegada al poder del primer partido nacionalista egipcio en el siglo XX acabó con esta situación, terminó el expolio y, al menos, ya no salen más cosas. En lo que sí parece interesado el gobierno egipcio es en recuperar el busto de Nefertiti para el Museo Nacional de El Cairo. Habrá que ver cómo termina este interés.
Hubiera podido continuar hablando sobre ficción y Egipto con Antonio Cabanas durante mucho tiempo. El escritor rezuma conocimientos sobre el tema por los cuatro costados y, además, disfruta transmitiéndolos a su interlocutor. Pero la sobremesa había concluido. Una cadena de televisión le aguardaba y nos despedimos en el centro justo de la calle Pascual y Genís de Valencia. Yo les dejo con el comienzo de su novela: “Decían que era hijo del desierto, y que la noche lo había parido en su luna llena, y posiblemente fuera cierto. Era asiduo a las yermas tierras que se extendían, implacables, más allá del fértil valle que un día los dioses milenarios regalaron a su pueblo, y había incluso quien aseguraba que formaba parte de ellas.” Las más de seiscientas páginas que siguen corren por su cuenta, mis invisibles lectores.