Herme Cerezo/SIGLO XXI, 25/04/2011
Laura Gamazo, hija de un próspero empresario, muere por envenenamiento el día de su boda. Su padre, Perico Gamazo, recurre a Antonio Menéndez Vigil, agente de inteligencia retirado y protegido suyo, para que aclare el caso con la colaboración del detective Carlos Clot. Menéndez, que inicia su investigación pendiente de los partidos de fútbol de la selección española en la Eurocopa de 2008, sabe que Laura es la última descendiente de una familia poderosa, que conoce bien, y no puede evitar el recuento de setenta años de reciente historia. A grandes trazos, éste es el argumento de ‘Todo está perdonado’, última entrega del escritor Rafael Reig (Cangas de Onís, Asturias, 1963), con la que acaba de ganar el VI Premio Tusquets de Novela, otorgado por un jurado de lujo, compuesto por Juan Marsé, Almudena Grandes, Sergio Olguín, Juan Gabriel Vásquez y Beatriz de Moura. ‘Todo está perdonado’, además, se desarrolla en un Madrid diferente, ignoto, un Madrid fluvial atravesado por canales de agua sobre los que navegan barcos y lanchas, que atracan en indispensables, e imaginarios, muelles.
Rafael, ¿cómo se te queda el cuerpo después de ganar este premio, otorgado por un jurado de lujo que, además, ha dicho maravillas de tu obra?
Da mucho subidón. Tú no sabes la sensación que produce el hecho de que suene el teléfono y que tu interlocutor sea Juan Marsé, cuyas obras he devorado pero al que no conocía personalmente, y te diga: “Oye, chico, esta novela no está mal”. Cuando acabé de creerme que era él y que había ganado el premio, me tomé diez whiskies y vi que no soñaba [risas].
¿El premio incrementa el valor del libro?
No, no, el libro tiene un valor por sí mismo, pero le añade una mayor proyección. A veces, las circunstancias hacen que una obra de valor reconocido llegue al público lector gracias a un premio.
¿Cómo definirías ‘Todo está perdonado’?
Como un potaje, como una novela de cuchara, hecha con paciencia, como se cocinaba antiguamente cuando se ponía la olla al fuego por la mañana y se introducían cosas en ella hasta que a las tres de la tarde salía un guiso riquísimo. Es un experimento en el que, con el fuego lento de mi temperamento, de mi memoria, de mis sentimientos y de mi experiencia, he cocinado un montón de elementos históricos, policíacos y de género, intentando que ligaran para conseguir un producto de toma pan y moja.
La obra también tiene un puntito futurista, ¿era necesario?
Creo que la distopía produce una pequeña distorsión que nos permite disponer de una visión estereoscópica de las cosas. Mirar la realidad con esa pequeña distorsión es lo que nos hace observarla con profundidad de campo. Yo soy una persona muy ordenada y cuando alguien me desordena algo es cuando me doy cuenta de cómo son realmente las cosas. Para conocer mejor lo que tenemos delante, hay que sacarlo de su sitio y verlo todo con un cierto desorden. El desorden es conocimiento para mí.
Has convertido Madrid en un escenario navegable para la novela.
Existe una vieja reclamación para que Madrid tenga playa. La idea se me ocurrió porque sobre la Castellana hay puentes y siempre, sobre todo si voy un poco pasado de copas [risas], he interpretado esa avenida como un canal de tráfico. Yo no conduzco, me aburren los coches y me pareció una buena idea usar en el libro esas imágenes que la Castellana proyectaba en mi mente. Imaginé escenas con dársenas, marineros, casas de putas, tugurios... Luego me di cuenta que eso para mí significaba muchas más cosas: la juventud y la madurez, la decepción producida por algunas ilusiones políticas que han quedado sepultadas debajo del agua. Ahora somos mayores y estamos más tranquilos, pero de madrugada, nos levantamos de vez en cuando porque ciertos recuerdos nos impiden dormir.
¿Realmente la Castellana divide Madrid en “Zona Nacional” y en “Zona Roja”?
Sí, es una visión real, lo único que no concuerda es que no sería “Rive Gauche” y “Rive Droite” sino justo al contrario, tal y como lo cuento. Madrid tiene un cierto aire parisino.
La imagen del agua me parece muy sugerente. En tu Madrid, Tejero habría llegado en barco al Congreso de los Diputados, ¿no?
Sí, sí, claro…Y la División Acorazada Brunete hubiera tenido que ser la Infantería de Marina y habría hecho un desembarco a lo Normandía [risas]. La verdad es que es tu ocurrencia es muy buena.
‘Todo está perdonado’ habla del tiempo de la Transición, ¿qué te atrae de las transiciones en general?
De las transiciones políticas y personales me interesa lo que tienen de pacto. Cuando pasas de la infancia a la juventud es una transición en la que pierdes mucho y, cuando llegas al otro lado, no sabes si te ha compensado o no. En la historia colectiva pasa un poco lo mismo. No estoy muy seguro de que ser mayor, tener una familia, firmar una hipoteca, entrar en la OTAN, etcétera sea lo que toca... Francamente no estoy nada seguro.
¿Por qué introduces la Eurocopa de 2008 en la estructura de la novela?
Yo tenía todo ese material y no sabía muy bien cómo iba a utilizarlo. Entonces llegó al diario donde trabajaba la carta que inserto al comienzo del libro. La firmaba un tipo que había vivido la Eurocopa de 1964 y la de 2008 y que reclamaba la recuperación de Gibraltar, aprovechando esa euforia colectiva nacional. Para hablar de fútbol tuve que documentarme muy bien, porque yo no he visto nunca un partido.
Aunque no has nacido allí, se nota la vena madrileña. De hecho, en la novela citas frecuentemente a Raúl, ¿tanto puede la “presión mediática”?
No sé muy bien quién es Raúl, soy más de las canicas que del fútbol. Sí que hay una cierta vena madrileña porque, como decía Cela, uno es de donde hace el Bachillerato, y yo lo estudié en Madrid. En todas las ciudades que visito trato de reproducir mi Madrid imaginario y sentimental. Frecuento los bares que me recuerdan a los garitos de Malasaña de 1980 y trato de ligar con las mujeres de poncho y botas con las que ligaba entonces.
En una escena de ‘Todo está perdonado’ hablan dos franquistas. Uno está apesadumbrado, porque su hijo le ha salido rojo, y el otro le quita hierro y le explica que lo importante es perpetuarse en el poder. ¿Tan buenos estrategas eran los franquistas?
Tontos no eran, desde luego, porque han conseguido perpetuar el mismo sistema de gobierno. Y a las pruebas me remito. En Portugal, a la muerte de Salazar, hubo una revolución comunista. Aquí, cuando Franco murió, su viuda fue considerada persona respetabilísima, igual que su ministro Fraga; el responsable de la prensa del Movimiento, se convirtió en el director de El País, igual que Samaranch que sólo tuvo que cambiarse la corbata. Entonces había procuradores por el tercio familiar y ahora hay diputados; seguimos teniendo las mismas bases norteamericanas que, además, ahora las usamos para la guerra; existía la minifalda y el seiscientos, ahora el destape y coches más lujosos... No hemos cambiado tanto.
Antes de cada capítulo y al comienzo del libro hay citas: Blake, Marx, Coleridge, Lope de Vega, Propercio, Pessoa... ¿eso es para epatar o para ayudar al lector?
Sobre todo es para dejar claro que yo tengo estudios y que mi abuela se sintiera orgullosa de su nieto [risas]. Creo que las citas no molestan mucho y sitúan al lector en el marco adecuado. En concreto, la de Marx me parecía importante para que se sepa por dónde circula esta historia. Una gran parte de la novela es una reelaboración de la canción del viejo marinero que no fue a su boda y se metió en un barco que le condujo a la muerte. Reflexiono mucho sobre ella en el libro.
En ‘Todo está perdonado’ aparece una máquina expendedora de obleas, ¿cómo surgió esa idea?
El Vaticano acaba de autorizar la confesión por Internet, entonces ¿por qué no puede existir una expendedora automática de obleas? La idea me vino en la ducha, que es donde se me ocurren todas las ideas. Por eso, como soy un tipo aseado, me ducho constantemente [risas]. No, ahora en serio, las ideas siempre me asaltan en los lugares donde no tengo papel para anotarlas. Si dispongo de lápiz y papel no se me ocurre nada [más risas].
¿Qué gesto te gustaría que se le quede al lector al acabar de leer la novela?
He pretendido que se dibuje una sonrisa en sus labios. No creo en la carcajada que comenzó con Quevedo y ha alcanzado a Los Morancos o Torrente. La confusión entre el humor y el chiste creo que ha hecho daño al humor. Decir algo para que otro se ría es evitar que el otro piense y, en cierto modo, anularlo. Sin embargo, contarle algo al otro para que sonría es invitarle a participar. Puede que la sonrisa que se le quede al lector sea amarga, porque el libro tiene ese toque, pero también contiene un tono esperanzador.
Una última cuestión fuera de la novela: ¿qué piensas de esa traducción, políticamente correcta, eliminando la palabra “nigger”, que han hecho los norteamericanos de ‘Las aventuras de Huckleberry Finn’ de Mark Twain? ¿Llegaremos en España a esos extremos?
Claro que llegaremos aquí también. Me parece una muestra más del cretinismo en el que nos encontramos. Si hay un libro que incite a la solidaridad, que provoque la idea de que todos somos iguales, que te haga cobrar conciencia sobre la situación de los esclavos negros en Estados Unidos ése es precisamente ‘Las aventuras de Huckelberry Finn’. Enmendarle la plana a Mark Twain me parece increíble.