‘Quai d’Orsay’ de Lanzac&Blain llega a España desde el otro lado de los Pirineos avalado por grandes críticas y, sobre todo, rodeado de una gran expectación. El álbum repasa las experiencias de un político galo en un gobierno anterior. En concreto, según cuentan, el personaje principal, Alexandre Taillard de Vorms, se anuncia como el sosias de Dominique de Villepin, antiguo ministro de Asuntos Exteriores y futuro candidato a la Presidencia de la República Francesa en las elecciones del próximo año. De hecho, el guionista del cómic es un antiguo colaborador de Villepin y redactor de sus discursos, aunque su identidad se ha mantenido en secreto porque continúa en activo. Y Quai d’Orsay es el nombre con el que en Francia se conoce al citado Ministerio, ya que allí, a orillas del Sena, es donde se ubica dicho organismo.
La narración deambula por los entresijos de la política, entre las bambalinas y la concha del apuntador, utilizando como protagonista a un asesor llamado Arthur Vlaminck, de ideología izquierdista, curiosamente contratado para este cometido por el titular de la cartera de Exteriores que es de derechas y que, además, posee veleidades literarias y filosóficas. De este modo asistimos a las tensiones que rodean, entre otras muchas cosas, la preparación de un discurso que el ministro ha de pronunciar en Ginebra, un texto que, por fas o nefas, nunca termina de estar claro y del que opinan y en el que meten baza desde el director del gabinete ministerial hasta la consejera para los asuntos de África. Las puñaladas al documento, o lo que es lo mismo a su autor, se suceden. Nadie lo encuentra correcto y, cuando por fin llega una versión más o menos definitiva a la mesa de Taillard de Vorms, es aparcada en el montón de trabajos pendientes, sujetos a revisión por contratiempos de última hora. Y es que realmente resulta difícil redactar discursos cuando, al estilo de lo que dictan los gurús del marketing, la “nueva ciencia” que todo lo invade, envuelve y disfraza, lo que prima son los conceptos fastuosos: responsabilidad, unidad y eficacia. O lo que es lo mismo: humo y nada más que humo.Por supuesto, no es el de los discursos, el único asunto del que trata este ‘Quai d’Orsay’. Los problemas con alguna dictadura africana, antigua colonia gala, con los pescadores españoles, con el conflictivo (e imaginario) Reino de Lousdem o la entrevista con una escritora, Premio Nobel de Literatura, son otros aspectos repasados por el tándem Lanzac&Blain. Por supuesto, cada problema es una ocasión para mostrar los recelos, envidias y trapos, digamos manchados, que esconde la política, aunque ‘Quai d’Orsay’ no revela nada especialmente desconocido y lo que cuenta suena bastante familiar, máxime en estos tiempos en los que todo lo referente a la res publica chirría casi a diario. En Francia, este álbum ha vendido más de ciento veinte mil ejemplares y los autores ya trabajan en una segunda parte para redondear el éxito de la primera.
Hay, no obstante, aspectos que destacar. En primer lugar, la figura del ministro, un tipo de ademanes grandilocuentes, precisos y rotundos, probablemente taxativos sea el término más adecuado, amante de los grandes discursos, llenos de contenido etéreo, o sea, vacuos, cuyas ocurrencias parecen inspirarse en el pensamiento de filósofos como Heráclito o de religiosos como San Ignacio de Loyola. Taillard de Vorms, por tanto, se comporta como suele ser propio de muchos hombres públicos, auténticos encantadores de serpientes, dotados de la habilidad suficiente para escurrirse y salir bien librados de los embrollos en los que suelen meterse.
Mención aparte merece la figura de Arthur Vlaminck, el escribano a sueldo, un sujeto que debuta con la ilusión y responsabilidad del principiante, que llega a creer en la trascendencia de lo que escribe, que quedará prendado de las cualidades de Mr. De Vorms, porque “el tío subyuga”, y que terminará, encerrado en su mundo, bien alejado de la realidad representada por su pareja, con un descuidado aspecto físico y escribiendo para su propio deleite.
Un recurso que llama la atención en ‘Quay d’Orsay’ es la calculada utilización de las onomatopeyas en las viñetas, dicho de otro modo, la importancia que alcanzan los ruidos en la narración. Los timbrazos del teléfono, tiru-tiru, tiru-tiru, tan estresantes como los antiguos ¡ring, ring!; el golpe de los libros o de los discursos encarpetados, ¡plaf!, al ser depositados sobre el escritorio del ministro; y los portazos, ¡blam!, que da Taillard, aprovechan para interrumpir las intervenciones de los asesores en las reuniones preliminares. Estos sonidos, que en verdad se pueden escuchar aunque sólo estén escritos en el papel, marcan elocuentemente el ritmo de la obra, hasta el extremo de que la atención del lector se concentra en ellos, como si en ese instante la acción alcanzase un punto culminante, como si hubiese un antes y un después en la lectura.
¡Ah y no podemos olvidar los rotuladores Stabilo! Taillard de Vorms los utiliza con enorme asiduidad. Constituyen su herramienta de trabajo indispensable, hasta tal punto que, en su afán por borrar todo lo superfluo, por eliminar la paja, por aflorar a la superficie sólo la sustancia, más bien escasa, llegará a afirmar que un escrito sin subrayar, estabilar, no vale nada: un libro estabilado “es un buen libro”, un libro “con contenido”.
Christophe Blain, el ilustrador, hace gala de un estilo muy personal, muy caricaturizado y satirizado, casi esperpéntico, donde los dibujos están totalmente subordinados a los diálogos y a la acción. No hay lugar para el lucimiento, ni siquiera las escenas que incluyen paisajes urbanos archiconocidos están tratadas con exactitud. No importa, basta con que sean reconocibles. En muchas ocasiones la viñeta se centra en los rostros y hombros o en el medio cuerpo, obteniendo los resultados apetecidos con solvencia. Los gestos son muy elocuentes y los movimientos del ministro, Villepin o no Villepin, Taillard de Vorms o no Taillard de Vorms, mientras cavila son determinantes: vueltas en círculo o paseos en línea recta en distancias cortas y a grandes trancos, sin olvidar tampoco los tejemanejes secos, tajantes y exactos de sus manos y brazos, ¡chac, chac, chac!, como si fuera una clasificadora de documentos. La verdad es que los dibujos de Blain son la encarnación del movimiento materializado a través del cuerpo de las figuras.
‘Quai d’Orsay’, en resumen, es un cómic interesante, algo reiterativo al comienzo, que gusta aunque no entusiasma. Hacer un segundo álbum sobre el mismo tema se me antoja excesivo, pero las ciento veinte mil copias vendidas del primero son suficiente motivo para intentar una continuación. ¿O no? ‘Quai d’Orsay. Crónicas diplomáticas’ de Lanzac&Blain. Norma editorial, agosto 2011. Tapa dura y color. 96 páginas, 17 €