Hay gente que no quiere mirar el pasado. Eso es de nostálgico, arguyen. Yo no discuto. No vale la pena porque es causa perdida. Me quedo con lo que me contestó no hace muchos días en una entrevista Luis García Montero:"La memoria no es una cuestión de nostalgia o de melancolía, sino la mejor forma de comprometerse con el futuro".
Por ese motivo y sin nostalgia, recuerdo que comencé a leer Mafalda muy joven. Doce o trece años tendría. No más. Me pasaba los libritos apaisados mi prima Maite, que era mayor que yo. Eran tiempos de la dictadura y, por lo que yo sabía de aquello, de la dictadura, digo, no me cabía en mi cabeza que pudiera estar leyendo tranquilamente aquellas viñetas sin que llegase alguien, probablemente vestido de gris, que me las quitase de las manos y me administrara un sopapo. O dos. El contenido de aquellas tiras breves no rimaba para nada con el país que respirábamos entonces, en el que colocar bombas en librerías, como Tres i quatre, era algo normal. Creo que llegué a pensar que el censor de turno estaría borracho cuando permitió su edición o que, tal vez, le hubieran untado el bolsillo. Tal vez no entendía la variante dialectal argentina. Me refiero al censor, claro. No sé, nunca tuve la respuesta. Por eso, por aquellos recuerdos, por aquel pasado, por aquellas lecturas que, a pesar de ser de una publicación autorizada, sabían a clandestinidad, a peligro y a miedo, he celebrado enormemente que a Quino, alias Joaquín Salvador Lavado, le hayan concedido en tiempos de libertad, libertad con ele minúscula, el Premio Príncipe de Asturias de 2014.