Con José Luis Muñoz me une una
relación especial y común a la vez: la de un escritor que escribe libros que un
lector, en este caso yo, lee y disfruta enormemente, ya sean novelas o relatos
breves. Muñoz se mueve fundamentalmente dentro del género negro, pero no olvida
otros registros. Sus títulos, hasta ahora, jamás me han decepcionado porque
detrás de ellos se esconde alguien que escribe bien, que tiene suficiente
gancho, que sabe atrapar al lector y desarrollar historias inteligentes e
interesantes o interesantes e inteligentes, en este caso el orden importa muy
poco. José Luis termina de publicar un nuevo volumen, el trigésimo noveno de su
carrera literaria, que lleva por título ‘Marero’, editado por Contrabando. ‘Marero’
es la suma de diecinueve relatos que el salmantino ha escrito a lo
largo de varios momentos de sus treinta años como escritor. Sobre ellos, sobre
los relatos no sobre los años, tuve la oportunidad hace unos días de charlar durante unos
minutos con el propio José Luis. Esta fue nuestra conversación.
José Luis, según has comentado
por ahí, ‘Marero’ es tu trigésimo noveno libro publicado. Si giras la vista
atrás y observas con un poco de detenimiento tu carrera literaria, ¿qué
sientes, qué impresión guardas en tu memoria?
La carrera literaria es eso, una
carrera. Una carrera de obstáculos en los tiempos en que vivimos y en la clase
de país que tenemos, con índices bajos de lectura y escasa afición por ella. Si
echo la vista atrás no puedo quejarme, porque hay otros colegas que tiraron la
toalla y se quedaron por el camino, y esta es una carrera de fondo en la que
resistir es vencer. Hay, en el curso de la carrera, muchos sinsabores y
satisfacciones, pero lo importante, más allá del éxito de un libro, de que
guste o no, de que la crítica lo aplauda o lo escupa, está la satisfacción
personal de que aquello que publicas es algo a lo que le has dedicado un tiempo
inmenso, que lo has trabajado, y de lo que te sientes medianamente satisfecho,
porque todo es mejorable. Los escritores somos creadores, pero también
artesanos de la palabra que van aprendiendo su oficio según crecen. A lo largo
de todos estos años, creo que treinta o quizás más, he incursionado en casi
todos los géneros, he ganado algunos de los premios más importantes del
panorama literario español, he conocido a muchos colegas a los que aprecio y
considero mis amigos, y, sobre todo, me lo he pasado muy bien en mi actividad.
No puedo quejarme. Pero me quejo. Y es importante no estar satisfecho al cien
por cien, un poco frustrado, porque eso actúa como aliciente y te hace
progresar.
De todo lo hecho hasta hoy en
este sentido, si volvieras a empezar ¿cambiarías algo, incluso de actividad?
No la escogí, sino que me
escogió. Un niño extraño y retraído que prefería estar en la biblioteca que
dando patadas a la pelota, que soñaba con los libros que caían en sus manos y
que fueron determinantes para su vida posterior, para sus viajes, otra de mis
pasiones. La de escritor, salvo contadas excepciones, no es una profesión con la
que te forres. Si quieres ganar dinero, dedícate a fundar un banco. Pero los
escritores, en lo nuestro, somos como dioses, dueños de un mundo que creamos en
nuestra fantasía, de unos personajes que casi podemos tocar mientras los
perfilamos sobre la pantalla del ordenador, porque una de las cosas más
extraordinarias de la creación literaria es que los tipos que tú te inventas
viven en la ficción. Además sospecho que los escritores, los seres más
egocéntricos del mundo, quieren trascender, que se hable de ellos cuando ya no
estén, aunque no se enteren, así que soñamos en esa segunda vida con el lector
que nos descubra dentro de cien o doscientos años, en el caso hipotético de que
existan los libros. El artista es eterno a través de la obra que lega a la
posteridad.
¿Eres escritor de guión férreo
o de brújula?
El único guión férreo que hube de
escribir, porque era por encargo, fue el de “La pérdida del paraíso”. Ahí,
previamente, tuve que imaginar la deriva de los tres libros que integraron la
trilogía y desarrollarlos luego capítulo a capítulo con una enorme disciplina,
aunque siempre hubo alguna rebeldía: un personaje que se negaba a morir. No es
mi forma de trabajo habitual porque me dejo llevar por la improvisación y por
la propia historia que escribo y tira de mí. La historia es la que me marca,
sin yo saberlo, la voz narrativa y el estilo. Hay historias que se me ocurren
después de ver una película o leer un libro, o de ver un telediario o leer una
revista. Hay muchas historias que las cojo de mi alrededor, de gente que
conozco, de lo que me han contado, de lo que oigo en la terraza de un bar, de
mis experiencias en viajes. Toda esa amalgama la proceso luego. Creo que la
improvisación, en literatura, es buena,
porque, al no saber adónde va a ir a parar la historia que uno comienza, la
sorpresa que uno mismo se lleva con el desenlace, por ejemplo, la trasladas al
lector.
¿Escribir es una fiebre o lo
que es una fiebre es escribir género negro?
Escribir, más que una fiebre, es
una enfermedad. Como enamorarse. Se es escritor a tiempo completo, porque no se
descansa nunca. La gente se ríe cuando digo que estoy trabajando mientras me
tomo una cerveza en un bar, pero es así. Los poros de la piel del escritor
tienen que estar muy abiertos para captar situaciones, personajes, atmósferas.
Me nutro, por lo general, de experiencias propias, salvo excepciones: nunca he
matado a nadie ni creo que lo haga. Lo del género negro viene por añadidura. No
tiene nada que ver género negro con género policial, salvo en que en ambos pueda
existir violencia y a lo mejor hay policías y delincuentes. Lo negro es casi
una filosofía, una mirada hacia la sociedad, una herramienta muy crítica. Uno
de mis escritores norteamericanos favoritos, Hubert Selby, el de “Réquiem por
un sueño” y “Última salida a Brooklyn”, escribía novela negra aunque no había
asesinatos en sus páginas. Casi todas mis novelas, hasta las que puedan parecer
más alejadas del género, como “Patpong Road”, por ejemplo, una novela erótica
centrada en la ciudad de Bangkok, o la misma “Pérdida del paraíso”, son género
negro. Lo negro incide en la parte más oscura que todos llevamos dentro, salvo
los arcángeles. Si miramos en nuestras propias vidas, encontramos algún pasaje
turbio.
¿A qué crees que se debe que
esté tan de moda este género y por qué han proliferado tantos escritores de
repente? Y tantos policías-escritores, además…
Bueno, no es una moda tan
reciente. La literatura negra como tal empezó a dar sus primeros pasos en
Estados Unidos, y por esa razón la tengo muy presente en el díptico formado por
“La Frontera Sur” y “Lluvia de níquel”, que aparece este septiembre en Francia
de la mano de Actes Sud. Estados Unidos, por sus dimensiones, y, sobre todo,
por el desarraigo de sus habitantes, que siguen siendo unos recién llegados al
continente, es el escenario perfecto para ese tipo de historias. Con la muerte
del Dictador se produjo en España una eclosión del género y le dieron impulso
Manuel Vázquez Montalbán, Francisco González Ledesma, Juan Madrid y Andreu
Martín, entre otros. Luego ha habido una serie de oleadas, como la de los
nórdicos, que ha agitado el panorama. Se escribe novela negra en Islandia, en
donde no hay crimen y a lo mejor lo haya en un futuro si la realidad se empeña
en imitar a la ficción. Lo de los policías escritores ya sí que es un fenómeno
más nuevo, y además esos tipos, policías nacionales, guardias civiles y, sobre
todo, mossos de esquadra, juegan con
mucha ventaja, tienen información de primera mano sobre hechos delictivos. Yo
no tengo ningún amigo policía, ni médico forense, ni juez, ni abogado, al que
recurrir, pero puedo meterme en la cabeza de cada uno de ellos y saber cómo
piensan y cómo actúan. Es una habilidad que no se enseña en ninguna escuela de
escritura. Es un don que se tiene o no se tiene.
¿Se está convirtiendo escribir
en la profesión del “sobresueldo”?
Casi siempre sí. Lo fue para mí
durante una buena parte de mi vida. Lo malo de los ingresos literarios, cuando
los hay, es su irregularidad. Uno no sabe cuándo un libro va a funcionar. No lo
saben los autores, ni los editores, ni los lectores. No hay una ciencia exacta
sobre el best-seller. Lo negativo del
best-seller es que no deja espacio a
otro tipo de libros, que tiene una masa lectora esclavizada que lee ese libro
de moda, y únicamente ése, para poder comentar pasajes del mismo con sus
amistades. Yo asistí a una discusión muy encendida entre dos amigas, a través
del teléfono móvil, en un vagón del metro, y el casus belli creo que era “Juego de tronos”. Se dijeron de todo a
cuenta de la interpretación de la novela. Los fenómenos literarios, como el que
cito, hacen que otro tipo de libros pasen desapercibidos, y eso es lamentable,
pero eso se produce porque en España no hay una promoción de la lectura, no la
han llevado en sus programas ni las izquierdas ni las derechas, y así nos va a
los escritores.
¿Para escribir género negro hay
que matar mucho o solo lo justo?
Si hay un asesino en serie se
mata mucho, claro. Pero puede haber novelas negras sin crímenes, por supuesto.
El tratamiento de la violencia tiene su intríngulis. Hay autores que utilizan
la parodia cuando su asesino, pongamos por caso, está descuartizando a alguien.
Los momentos violentos de mis novelas procuro que sean estremecedores, que
provoquen un impacto negativo en el lector. Lo mismo pienso del cine. La
violencia con toques de humor de Quentin Tarantino no me hace ninguna gracia,
por ejemplo. Banalizar la violencia es un flaco favor que le hacemos a la
sociedad. La violencia, y la muerte violenta, es lo más terrible que se puede
hacer y por ello, en las páginas de mis libros, esas escenas son revulsivas.
Tenemos, por nuestro pasado depredador, el instinto de matar que debemos
reprimir, y unos lo hacen por razonamientos éticos, por empatía hacia el otro,
y otros simplemente por miedo al castigo.
Y ¿con elegancia o con sangre?
La elegancia no cuadra bien con
el género negro, sí la sordidez, lo oscuro. Elegantes y vacías eran las novelas
de Agatha Christie. Yo siempre fui más de Georges Simenon. Pero lo cierto es
que en determinados ambientes sociales se mata con escasa profusión de sangre,
pero se mata. Además creemos que los asesinos son gente insociable, marginal, y
resulta que hay mucho psicópata en las altas esferas de las finanzas, y al FMI
me refiero, o en la política. Los grandes asesinos en serie de la humanidad no
han sido Jack El Destripador, Richard Kuklinski, el caníbal de Rostov o El
Arropiero, sino Hitler, Stalin, Pol Pot, que no tuvieron que mancharse las
manos de sangre. Hay grandes asesinos psicópatas en la cúspide de los poderes,
que condenan a la inanición a pueblos enteros. Hay grandes asesinos en las
corporaciones empresariales internacionales que alimentan el infierno de África
para hacer sus negocios privados.
Decía Carlos Zanón el otro día
que para escribir género negro hay que incluirle tensión, originalidad y ritmo-intensidad,
¿estás de acuerdo con esa receta?
Completamente. Y añadiría una
cosa más: golpear al lector. Una lectura que deje al lector indiferente es el
mayor fracaso que existe. Uno escribe para cambiar al lector, aunque sólo sea durante
el tiempo que está secuestrado con tu libro. Hay lecturas inocuas, que pasan
como un soplo; y hay las que perduran, de las que te acuerdas siempre: “Bajo el
volcán”, de Malcom Lowry, por ejemplo.
¿Por qué has decidido publicar cuentos,
ahora?
A lo largo de mi carrera he
publicado unos cuantos volúmenes de cuentos. Procuro irlos alternando con las
novelas. Es un género poco valorado, pero resulta muy intenso para el que lo
escribe y para quien lo lee. El cuento tiene que ser perfecto, tiene que estar
limpio de paja, enganchar desde el primer párrafo y no soltar de las solapas al
lector hasta el desenlace. La novela te puede permitir bajar algo el ritmo en
alguno de sus pasajes. Inexplicablemente el cuento está devaluado. Yo, por
suerte, durante una época, publiqué un buen número de ellos en las revistas
Playboy, Penthouse e Interviú, y he recuperado algunos de ellos para este
volumen junto a alguno, como “Revoloteos”, escrito cuando era universitario.
¿Los cuentos te atacan y has de
sentarte a escribirlos enseguida o en tu caso requieren de una “digestión más
lenta”?
Te atacan de forma violenta. No
puedes dejarlos escapar. Es una historia que pasa por la cabeza, y si no la
desarrollas, la pierdes. Los escribes al instante, de una tacada. El cuento no
es algo a lo que te puedas poner un día y retomarlo al cabo de una semana.
Hasta que no lo acabas, no descansas. Por su brevedad, es difícil perderte.
Estos cuentos son de terror, de
sexo, policiacos, ciencia-ficción, sobre fútbol y vudú, incluso alguno taurino…,
no hay precisamente una unidad temática, ¿cuál es el hilo que los une?
Una mirada negra. Todos tienen un
cierto componente oscuro, hasta los que están escritos en clave de humor. El de
fútbol fue un desafío, porque a mí no me gusta ese deporte y me siento un zombi
en esta sociedad abducida por el balón. Con el de los toros recuperé una
afición que tenia de joven, hasta los 18 años, porque entonces yo era muy
taurino, joven de pelo engominado, traje y corbata que se iba al tendido con
cigarro habano incluido. Son variopintos, no sólo en temas sino también en
estilos, y eso creo que es uno de sus atractivos. Nunca fui al boxeo, pero es
un deporte que me gusta, si me abstraigo de la barbarie que lleva implícita,
porque el boxeo tiene mucho de danza masculina. Creo que la recopilación de
“Marero” es un conjunto ameno, que se pueden leer en viajes cortos en el
transporte urbano, por ejemplo. Podrían tener los ayuntamientos iniciativas de
esa índole, vender a los usuarios del transporte público libros de relatos a
muy bajo coste, para sacarlos de esa locura de sinfonía de mensajes de whatshap
en que se convierten los trayectos urbanos. Y creo que las historias de
“Marero” atrapan por la simple lógica de que me atraparon a mí al escribirlas.
‘Marero’, un cuento premiado en
el concurso Ignacio Aldecoa 2013 de la Diputación de Álava, abre el volumen ¿por
qué decidiste comenzar el volumen con el
cuento más laureado?
Es un cuento fuerte, potente, por
la historia que cuenta y por la forma en que está contado. Cuando fui a recoger
el premio a la Diputación de Álava, me hizo gracia que el jurado creyera que
estaba premiando a un autor guatemalteco y lo complejo que sería traerlo de
allá: respiraron al abrir la plica. Lo he hecho algo bien, pensé. La violencia
que late en buena parte de Hispanoamérica es algo que no se comprende desde Europa, pero cuando uno
viaja allá se entiende un poco más. Las bolsas de miseria son tan insoportables
como las de riqueza. Esa gente que vive y muere en la calle no tiene muchas
alternativas de salir de ese callejón sin salida de la delincuencia. Estamos
hablando de países con estados fallidos, como es México. La violencia se
extiende por toda la sociedad y la rige. Con “Marero” quise acercarme,
literariamente, a esas organizaciones despiadadas y sectarias, con unos ritos
de iniciación terribles, que actúan con una absoluta falta de empatía. La
integran tipos que saben que su vida va a ser rápida y breve porque lo normal
es que otro más fuerte los liquide, y aun así aceptan ese juego. El desprecio
por la vida humana es algo que siempre me ha horrorizado. La idea de “Marero” surgió
después de leer un reportaje muy bueno sobre la Mara Salvatrucha en El País
Semanal. La figura del periodista, como hilo conductor, me pareció la adecuada,
y que fuera un relato muy dialogado me motivó más todavía porque tenía que
cuidar el lenguaje para que parecieran diálogos de gente guatemalteca. El
diálogo es todo un arte literario que no todos los escritores dominan.
Algunos cuentos (‘El último
inquilino’ o ‘Última cena en Sofía’), están protagonizados por ti mismo, o por
un alter ego, ¿te apetecía ser protagonista y escritor a la vez?
En “Última cena en Sofía” desde
luego. Recreo, dramatizando el final, un suceso que viví en primera persona como
consecuencia de fiarme de las redes sociales. Originalmente sucedió en Nueva
York. Lo adapté a la ciudad de Sofía porque así me lo pidió el editor para el
libro en que apareció. A veces uno escribe sobre lo que puede pasar. Aun me
acuerdo de mi cara, y la de la chica que me acompañaba y protagoniza el relato,
cuando la fan literaria de Facebook, que me pidió una cita para conocerme, presentó
a su novio como albanokosovar. Nos
cambió la cara por asociación de ideas. “EL último inquilino” es, quizá, el
relato que más me gusta de la antología, y era un encargo de Fernando Marías.
Había que escribir un relato gótico sobre fantasmas y amores. Tiré de mis
recuerdos y de esa casa que describo de forma minuciosa, en el Ensanche barcelonés,
porque estuve a un paso de comprarla, pero no me decidí porque presentí en ella
presencias extrañas. La bañera con sangre es de otra casa vieja por la que
también me interesé. Me tomé a mí mismo, más los rasgos algo psicóticos de un
conocido mío, más la figura de una chica francesa a la que acababa de conocer, para
el escritor protagonista, y añadí un portero que tuve, bastante pesado, y los
metí a todos en esa casa fantasmal. Disfruté mucho escribiéndolo, y además me
parece que es una historia de amor muy romántica y muy acertada para cerrar el
volumen.
Hay varios cuentos con final
sorpresa – a mí me encantan, me parecen una recompensa al lector – ¿por qué han
caído en desuso estos finales sorpresivos? A veces creo que incluso se les mira
mal.
No los busco especialmente, pero
me vienen, valga la redundancia, por sorpresa. Si me sorprenden a mí, también
sorprenden al lector. Hay que evitar que sean tramposos, es decir, que tienen
que cuadrar con el resto del relato. Si además de atrapar al lector en pocas
páginas, le das esa sorpresa final, miel sobre hojuelas. En los relatos, sobre
todo los fantásticos, veo influencias de Julio Cortázar. Lo hay en “Calle
cortada”, en donde narro un asedio que sufrí, por unas malditas obras en la
calle, en un apartamento que ocupé durante cuatro años en Granada; coincidió,
además, con un calor extremo. “Vuelo a Orly”, otro de los relatos fantásticos,
es un exorcismo literario: tenía que volar a Nueva York y ese avión, el del
relato, acababa de precipitarse en el Atlántico, a cuatro mil metros de
profundidad. Lo escribí para poder volar. La literatura es terapia gratuita.
En ‘Fumadores clandestinos’
tratas de posibles persecuciones legales contra los fumadores, ¿llegaremos a
padecer una situación como la que dibujas en el cuento?
Bueno, es que ya estamos casi. Lo
escribí cuando esa histeria antitabaco no había llegado todavía, así es que fue
premonitorio. Todo nos viene importado de Estados Unidos. Fumar no es sano,
evidentemente, y el fumador invade con su humo al que no fuma. Pero creo que
nos hemos pasado unos cuantos puertos. Yo me he criado entre fumadores y en las
clases de la universidad no se veía al profesor por la nube de humo que había. Obligar
a las tabaqueras a que vendan su producto con imágenes repugnantes me parece
una imposición desmesurada. Pongamos obesos mórbidos en las chocolatinas y en
la Coca-Cola; o venas obstruidas por el colesterol en los McDonald. Se lo ponen
dificilísimo al fumador. Lo cierto es que también mueren miles de personas
intoxicadas por el CO2 de los coches. El tabaco tiene muchísimos años de
antigüedad. En “La pérdida del paraíso” saco a Cristóbal Colón disfrutando de
un cigarro que le ofrecen los taínos. Lo malo no es la hoja de tabaco en sí,
sino las sustancias adictivas de los cigarrillos. Yo nunca me he enganchado,
pero en invierno nadie me quita el placer de encender una pipa y sentir entre
las yemas de los dedos el calor de la cazoleta.
Le rindes un pequeño homenaje a
Holmes en ‘Aromas mortales’ con la muerte de Lord Halifax, ¿si no hubiera
existido Holmes habría que inventarlo?
La pareja Holmes/Watson es
paródica, intelectual, y utiliza la deducción, algo que los hace muy atractivos
aunque poco creíbles. Durante una época leí mucho a Conan Doyle, y a
Chesterton, sus cuentos del Padre Brown, con los que me lo pasaba en grande. ¡Lo
listo que era ese curita! Tanto en uno como en otro autor, el asesinato no
tenía esas connotaciones terribles que tiene en la realidad, resolver el crimen
era casi un problema aritmético, despejar la incógnita de esa muerte, con
sangre escasa, que, parafraseando a Thomas de Quincey, convertía el asesinato
en una bella arte. Ese, “Aromas mortales”, es, además, un relato british,
elegante, en el que doy rienda suelta a mi devoción por lo victoriano y que en
cine se equipara a lo mucho que me gustan las películas de James Ivory. De
querer ser algo que no soy, sería un caballero inglés con galgo que viviría en
un cottage con buena servidumbre pero cocinero español.
Los dos relatos sobre sexo son subidos
de tono, ¿rayan el porno o son abiertamente pornográficos?
Fueron publicados en la revista
Penthouse. Sí, son pornos, por supuesto, porque la actividad sexual está
descrita de forma muy explícita. Pero entonces, cuando los escribí, el porno
aún escandalizaba algo, era transgresor. Ahora el porno forma parte de nuestra
vida. La gente se grava haciendo sexo y lo cuelga en la red. El porno se ha
convertido en una clase de biología con un par de mamíferos que se acoplan de
la forma más estrambótica posible. Pero también puede resultar muy didáctico.
Gaspar Noé, el director franco argentino de “Irreversible”, acaba de realizar
un porno en tres dimensiones con corrida a cámara incluida. El sexo forma parte
de la vida y es una de las máximas satisfacciones, pero cuando lo trasladamos
al arte hay que hacerlo con sentido estético y no cayendo jamás en la
vulgaridad. Nagisha Oshima hizo un porno extraordinario con “El imperio de los
sentidos”, lo elevó a obra de arte. Las novelas eróticas de Henry Miller son
impecables. La literatura licenciosa siempre ha existido. Para mí uno de los
mejores libros que he leído es el “Satyricón” de Petronio. Pero los dos relatos
a los que haces referencia son profundamente transgresores. Mi Robinson Crusoe de
“Robinson” no se comporta como el de Daniel Defoe cuando el mar le trae una
sirena a su isla: el sexo tiene algo de caníbal. “La esclava” estuve a punto de
apearlo del conjunto. Hasta me pareció muy fuerte a mí mismo que lo había
escrito veinte años atrás. Pero finalmente vencí a mi autocensura. Lo escribí después
de visitar esas bonitas plantaciones del sur de Estados Unidos hijas de “Lo que
el viento se llevó”. Gente muy elegante que se comportaba como psicópatas con
los negros que eran simples objetos de usar y tirar. Curiosamente tiene muchos
puntos de contacto con “Doce años de esclavitud” de Steve McQueen, pero escrito
veinticinco años antes de que se estrenara la película. Exploté el mito del
negro semental y el del amo que se encapricha de una esclava, de una sola
esclava, no de todas. Y ahí empiezan los problemas, cuando él le da el título
de persona a esa chica con la que se desfoga todas las noches a escondidas de
su casta esposa. Es muy erótico, muy porno, pero muy negro también.
El último relato es de terror, de
misterio al menos, ¿tienen puntos de contacto el género negro y el terror?
Soy asiduo al género de terror,
pero me revienta el gore, la casquería. Ese relato, “El último inquilino”, es
de terror y fantástico. Existe un perfecto maridaje entre ambos géneros, y,
volviendo la vista al cine, te puedo citar, por ejemplo, a “Seven” de David
Fincher: negro y terror van de la mano. Como negro y fantasía, y de nuevo el
cine: “El corazón del ángel” de Alan Parker. En ese relato hay presencias, una
fémina irreal y pálida que visita al protagonista todas las noches. Hay
vampirización del protagonista por el anterior inquilino de la casa. Y también
hay bastante de Roman Polanski, de “El quimérico inquilino”, aunque no pensara
en absoluto en esa película mientras escribía ese relato que es de los más
largos del conjunto. Antes hablabas de elegancia. Ese, creo yo, es un relato
elegante y con escasa sangre, creo que ninguna.
Recientemente has participado
en la Semana Negra de Gijón, donde has presentado ‘Marero’, ¿para qué sirven
realmente estos eventos de escritores?
Pues lo fundamental es para
cruzar palabras entre unos y otros, charlas ante una copa, hablar los
históricos de los primeros encuentros, que eran épicos, y de nuestros
proyectos. Son acontecimientos sociales. La Semana Negra es un campamento de
verano para autores. Pero presentar un libro allí siempre es importante. Es el
acontecimiento negrocriminal con más solera del país y con el que me une una
vinculación muy sentimental al asociarlo a los inicios de mi carrera. En la primera
Semana Negra estuve y ya pocos quedamos de aquella. Digo medio en broma a Ángel
de la Calle, el coordinador, que también escribo para estar allí cada año. Pero
a la Semana Negra le han salido docenas de competidores distribuidos por toda
la geografía nacional.
¿Os queda tiempo a los
escritores para escribir después de asistir a tantos saraos de este tipo?
El tiempo es lo más preciado. Uno
mataría por más tiempo. Los días son cortos. Si los dedicas a leer lo que se
publica, las revistas literarias, lo que pasa en el mundo y los festivales, te
quedas sin horas. Si además vives en un entorno idílico, como es en mi caso,
rodeado de bosques y montañas, pues la has fastidiado porque te echas al monte.
Durante años me ha obsesionado la falta de tiempo, que los libros se amontonen
sin poderlos leer, así es que he decidido, para mi salud mental, vivir como si
fuera a durar eternamente. Mientras existan cosas pendientes e ilusiones, vivir
tiene sentido.
La última por hoy, ¿te queda
algo por explorar en literatura? ¿Por dónde dirigirás tus próximos pasos
literarios?
La ciencia-ficción pura y dura,
la de los viajes espaciales a otros mundos. Un lector me lo reprochó hace unos
días. Pero es una tarea muy compleja. Prefiero viajar al pasado, a la época
épica de los conquistadores españoles del Nuevo Mundo que eran como los
exploradores del espacio del futuro. La novela histórica es una de mis grandes
pasiones literarias, pero hay que echarle tantísimas horas que creo voy a
dejarlo para una próxima reencarnación.
SOBRE JOSÉ LUIS MUÑOZ
José Luis Muñoz (Salamanca, 1951) escribe novelas, casi siempre negras, artículos, críticas literarias y cinematográficas, imparte conferencias y viaja. Es autor de las novelas ‘Lluvia de níquel’, ‘El mal absoluto’, ‘La Frontera Sur’, ‘La pérdida del paraíso’, ‘Llueve sobre La Habana’, ‘Marea de sangre’, ‘Ciudad en llamas’ y ‘Te arrastrarás sobre tu vientre’ entre otras. Ha obtenido los premios Tigre Juan con ‘El cadáver bajo el jardín’; Azorín con ‘Barcelona negra’; La Sonrisa Vertical con ‘Pubis de vello rojo’; Camilo José Cela con ‘La caraqueña del Maní’ y Café Gijón con ‘Lifting’, entre otros. Como articulista ha colaborado en las revistas Interviú, Penthouse, Playboy, Leer, GQ, DT, Viajes National Geographique, Nómadas y Traveler, así como en los diarios El Sol, El Observador, El Independiente y El Periódico. Actualmente escribe en los medios digitales El Cotidiano, El Destilador Cultural, Tarántula y Calibre 38. Desde hace años conduce el blog La soledad del corredor de fondo, con más de 700.000 visitas en su haber. Como escritor de relato breve es autor de ‘La lanzadora de cuchillos’, ‘Una historia china’ y ‘La mujer ígnea’. Sus libros han sido traducidos al checo, italiano y francés.
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