Nº 572.- El jueves es un día
tranquilo en València. El Panaria de
la Avenida del Oeste es un buen lugar para conversar, para entrevistar y tomar café.
Como fondo, atenuada, suena una balada de cucharillas, platos, tazas y suspiros
de cafetera exprés. Es casi mediodía, la hora de los almuerzos y desayunos está
a punto de finalizar. Rosario Raro (Segorbe, 1971) acude a la cita con su ya
tercera novela, ‘Desaparecida en Siboney’ (Planeta), la historia de Dulce
Sargal, la esposa de Bartolomé Gormaz, un acaudalado antillano que ha hecho fortuna
merced a sus turbias componendas esclavistas. De la noche a la mañana, Dulce
desaparece de La Hacienda de Nuestra Señora de las Mercedes. Nadie sabe cómo. No
hay huellas. Su hija, Romi Gormaz, es la
única que parece preocuparse por su ausencia. Angustiada, decide recurrir a su
tío, Mauricio Sargal, que se desplazará desde Barcelona a Cuba para esclarecer
lo ocurrido. ‘Desaparecida en Siboney’ está basada en un hecho real. Pulso la
tecla Rec. El piloto rojizo de la grabadora
se ilumina y la primera cuestión está servida. Sale sola, inevitable.
Rosario,
¿cómo surge la idea para escribir esta
novela?
La idea surgió a partir de un viejo informe
policial que me enseñó un anticuario. Me dijo que ahí había un argumento para una
novela. Narraba la historia de Dulce Sargal. Lo leí y me di cuenta de que el final
era espeluznante. Más adelante, en una casona cántabra, vi la fotografía de su
propietario, un hombre que miraba a la cámara de una manera muy curiosa, mitad
picara, mitad nostálgica. Tirando del hilo para ver quién había sido esa
persona, lo conecté con Dulce. Tenía los dos extremos de la misma historia. A
partir de ahí, me he limitado a trasladar al libro lo ocurrido en el año 1875. Por
supuesto y para no tener problemas, he cambiado los nombres de todos los
implicados en el asunto.
‘Volver a Canfranc’, ‘La huella de una carta’ y ahora ‘Desaparecida en
Siboney’, tres épocas distintas pero tres argumentos con trasfondo histórico,
¿necesitas la realidad para armar una ficción?
Sin duda. En los tres casos se trata de asuntos
relegados al olvido por determinados intereses. En ‘Desaparecida en Siboney’,
la historia que nos han escamoteado es la de la trata de esclavos. Era un tema
que entonces no estaba bien visto y hoy tampoco. En 2018, según el informe
Global Slavery Index, todavía hay en el mundo más de cuarenta millones de
esclavos. Creo que igual que le ocurre a Mauricio Sargal, protagonista de la
novela, que evoluciona en su pensamiento y acaba convirtiéndose en un defensor
del abolicionismo, el lector y, por supuesto, yo también, hemos de reflexionar
sobre este problema.
"Detrás de toda gran fortuna, siempre
hay un crimen" es una frase de Honoré
de Balzac que has incluido en la portada del libro, ¿por qué lo has hecho?
No es muy habitual que se ponga una cita
en la portada de una novela, pero es que en este caso constituye el leitmotiv
de la narración. Seguramente, Balzac no lo dijo así, pero él ya se había dado
cuenta de que con la literatura no se iba a hacer rico y fue observando de
donde procedían las grandes fortunas. En España, la revolución fue sobre todo
textil y catalana. De Barcelona se afirmaba que era la Manchester del Mediterráneo.
El algodón procedía de las colonias y llegaba a puerto en unas condiciones muy
ventajosas, porque no se pagaban salarios, sólo el transporte. Si se rastrea un
poco, se descubre que gran parte de estas fortunas burguesas proviene de ese
negocio y yo quería poner la lupa sobre ello. Hay que saber también que han
desaparecido muchos documentos de los archivos públicos, con el fin de ocultar
el origen esclavista y negrero de tanta riqueza. Actualmente, los descendientes
de todo aquello ocupan lugares importantes en la sociedad.
No cabe duda que la Guerra Civil también ha sido utilizada como un buen pretexto
para destruir archivos.
Sí, es verdad, da igual que lo hicieran los
de un bando o los del otro, pero desde luego en esa destrucción debieron perderse
muchas cosas, aunque yo aún he podido obtener bastante documentación de los archivos
para escribir la novela.
Dejando a un lado los cuentos orales, dicen
que el origen de la literatura está en las cartas. Hay que ponerse en la piel
de estos personajes y explicar lo que suponía para ellos la correspondencia,
que era el cordón umbilical entre las colonias y España. Las cartas tardaban un
mes en llegar, tanto de ida como de vuelta, y encarnaban a la persona que las escribía.
Por ejemplo, cuando los gallegos recibían una carta desde Argentina era todo un
acontecimiento. Bartolomé Gormaz, el marido de Dulce, a través de su compañía
naviera detentaba el monopolio del correo, tanto oficial como particular.
Muchos documentos legales, edictos y leyes, se imprimían en Madrid y gracias a
sus barcos arribaban a Cuba donde se hacían públicos. En cuanto a la tercera persona,
la he utilizado porque me daba mucho juego y me permitía entrar y salir de la acción
y de la mente de los personajes.
Esta novela, aunque tiene aspectos de thriller, se encuadra en un marco
histórico del que no te puedes salir demasiado, ¿te has tomado muchas licencias
para escribirla?
Me gusta escribir novelas sin que
adscriban a un género concreto. La vida tiene muchos componentes, no es como un
thriller, pero tampoco es de color de rosa. Los hechos históricos que relato
son absolutamente reales, eso es algo sagrado para mí. Si no lo fueran, la
verosimilitud de la novela se perdería. Sin embargo, es cierto que en lo
concerniente a los personajes sí que he dejado volar un poco más la
imaginación, sobre todo en aquellos que son inventados.
Dulce Sargal no aparece en la novela y se le busca, ¿cómo se trabaja con alguien
a quien no oímos y de quien sólo disponemos de referencias procedentes de los
demás personajes?
Mira, desde que leí ‘Tres sombreros de copa’
de Miguel Mihura, siempre me había apetecido escribir sobre alguien que
estuviera ausente desde la primera página. En la Hacienda de Nuestra Señora de
las Mercedes, hay un cuadro en el que se ve a Dulce Sargal asomada a la
ventana. Es una imagen inquietante. Ella pertenecía a la elite, a la «sacarocracia»,
a los grandes hacendados de la caña de azúcar. Cuando más se incrementaban las
exportaciones de cacao y café, que son productos amargos, más azúcar
necesitaban. De este modo se enriquecían estas grandes fortunas. La sociedad
isleña se volvió un poco endogámica, había criollos, nativos, funcionarios,
africanos… Fue un tiempo convulso, como el de un parto, que dio origen a muchas
cosas.
Con su pronunciamiento, el general Martínez Campos finiquitó la I República
Española. Bartolomé Gormaz, el marido de Dulce Sargal, contribuyó a financiar
esta asonada. A Franco, un banquero le apoyó económicamente, ¿los militares dieron
el golpe, pero siempre hubo financieros interesados detrás, no?
Sí, así es. Bartolomé Gormaz dice
literalmente que él respondió «como se esperaba de un hombre de su condición»,
es decir, con su fortuna. Hay una cuestión curiosa y es que a todas las
personas que llevaron en volandas a Alfonso XII al trono, el monarca les premió
después con un título nobiliario y, si rastreamos sus blasones, detrás de las
palabras marqués o conde, el primer vocablo que aparece es el nombre de sus
fincas y plantaciones de ultramar, lo que nos da idea de lo interesados que
estaban estos hacendados en el retorno de la monarquía. Detrás de movimientos
de este estilo o de una guerra, suele haber siempre una motivación económica.
Las Antillas y la Península Ibérica son los dos escenarios donde se desarrolla
‘Desaparecida en Siboney’. ¿Los antillanos conocían bien lo que ocurría en la
Península y viceversa, o eran mundos que vivían ignorantes de lo que pasaba en
cada lugar?
No, no, de ignorantes nada. Lo que ocurría
en ambos lados era el anverso y el reverso de una misma historia. Los que
negaban el asunto de la esclavitud eran los mismos que pensaban que la
provincia más rica de España iba a dejar de serlo. Tenemos que pensar que en 1875
todos los inventos llegaban a Nueva York y a La Habana, de este modo nos
daremos cuenta del nivel de vida de la clase alta isleña, que vivía un lujo y
una ostentación tremenda, en enorme contraste de la existencia que padecían los
esclavos.
En este asunto de la esclavitud, ¿la postura de la Iglesia era mirar hacia
otro lado?
Durante mucho tiempo, en nuestro país los poderes
político y religioso siempre han estado unidos. En España, se abolió la
esclavitud en 1837, pero en las colonias fue legal hasta 1880. Por lo tanto, en
1875, año en que transcurre la novela, el tráfico de esclavos era más lucrativo
porque era ilegal. O’Donnell, que era el gobernador de Cuba, cobraba una
cantidad por cada «pieza», que era como llamaban a los esclavos. También hay
que tener presente que la Iglesia, desde tiempos de Bartolomé de las Casas, afirmaba
que los negros no tenían alma. Por tanto, consideraba que era una especie de statu quo y pensaba que llevar africanos
a la fuerza era bueno porque los evangelizaban. Pero esto no era verdad. En
realidad lo que se produjo fue una síntesis entre la religión católica y la yoruba,
mezclándose aspectos de ambas. En los barcos negreros era obligatorio disponer
de un médico, para atender los cuerpos, y de un sacerdote, para curar las
almas. En la novela aparece Narciso Vergel, que en realidad es un trasunto de
Jacinto Verdaguer, al que apartaron de la Iglesia y prohibieron decir misa en Barcelona.
Todo lo que le he atribuido a Vergel, en verdad le sucedió a Verdaguer. El
padre Vergel tuvo una crisis profunda, porque no soportaba ser el confesor de
un esclavista como Gormaz, que le soltaba todo tipo de atrocidades, y a la vez auxiliar
a los esclavos moribundos. Sentía náuseas, no podía perdonarse a sí mismo y su
personalidad estaba bifurcada, ya que veía penalidades horribles en las que no
podía intervenir, lo que le causaba una profunda desazón.
De pequeños nos explicaron que los traficantes de esclavos eran franceses,
ingleses y norteamericanos. Lo veíamos en el cine. Sin embargo, en España se comerció
con ellos hasta casi final del siglo XIX.
Sí, americanos sobre todo. De todas las naciones
del mundo, España fue donde más tarde se abolió la esclavitud. Creo que no hay
que hablar de leyenda negra, pero cuando algo está documentado y la información
contrastada, las cosas se vuelven incontestables.
Otro personaje de la novela, el mancuniano Clive Barbany, es un
abolicionista. Salvando distancias, ¿un abolicionista entonces equivaldría a un
ecologista de hoy?
Sí, sería un activista. Clive Barbany es
una persona con una conciencia social colectiva más desarrollada que otras
personas, con una empatía mucho mayor, que piensa en los demás antes que en sí
mismo. Me parece un personaje clave, porque es testigo de primera mano de todo
lo que sucedía con los esclavos en la llamada Costa de Oro africana. Conoció
las factorías de negros, vio cómo los embarcaban… Clive se mete en la boca del
lobo y da una conferencia en las Antillas, donde viven todos los hacendados
enriquecidos con el tráfico de esclavos, lo que tuvo una gran repercusión.
En el capítulo de Agradecimientos
hablas muy bien de la Universitat Jaume I (UJI.) de Castellón, «nuestra UJI» la
llamas, ¿qué os da la UJI a los escritores que trabajáis allí, por ejemplo,
Santiago Posteguillo y tú, que no queréis abandonar la docencia?
Mira, precisamente ayer, organizamos un acto para celebrar el Premio Planeta
de Santiago Posteguillo. Fue muy emocionante y él reconoció públicamente todo
lo que la UJI hace por nosotros. Yo misma, que soy profesora de Escritura
Creativa del Departamento de Humanidades, me siento muy apoyada y valorada y
eso es algo muy importante.
Acabamos por hoy: ¿con
qué nuevo proyecto literario nos sorprenderás en el futuro?
Llevo varias cosas en marcha a la vez y en distintas fases de gestación. No
tengo ningún tipo de presión editorial y me veo capaz de escribir una historia cada
dos años. En mi ordenador guardo varias carpetas digitales en las que voy introduciendo
documentación. Después de un tiempo, observo cuál ha crecido más y ésa es la
que escojo para trabajar. Esto mismo lo hacía Italo Calvino, pero con las tradicionales
carpetas de gomas de toda la vida.