Sergi Doria fotografiado por Inés Baucells |
Nº 629.- Son las cinco de la tarde. Primer lunes de septiembre. Fallas
recién quemadas. Calor y
humedad. En resumen, bochorno. Parece que el verano no
quiere terminar. Al otro lado del teléfono, puntual, está Sergi Doria, que
tiene nuevo título en el mercado: ‘Antes de que nos olviden’ (Destino), la
tercera entrega de su trilogía dedicada a Barcelona. ‘Antes de que nos olviden’
es una historia de las de siempre, una búsqueda salpicada con buenas dosis de
humor e intriga, de esas que nos gusta leer de vez en cuando, ambientada en la
Barcelona de la Transición, en los tiempos del destape, de las sectas
religiosas, de los cambios políticos, poblada por personajes de turbio pasado,
que ayudan a retratar a la ciudad de aquel entonces. Además de escritor, con
varios títulos publicados, Sergi es profesor de la Universidad Internacional de
Cataluña y de la Universidad Ramon Llull, y periodista cultural de dilatada
trayectoria, que ahora trabaja en ABC. El escritor barcelonés ha
descolgado pronto y, tras las presentaciones y otros parabienes, pulso la tecla
rec de la grabadora. Se enciende el piloto rojo, esa señal tácita
establecida entre el artilugio digital y quien esto suscribe. Y comenzamos a
conversar.
La primera vez que hablo con un escritor suelo iniciar
la entrevista con la misma cuestión: ¿qué significa para ti la literatura?
Yo provengo del periodismo igual que mis primeras
publicaciones. Durante muchos años hice crítica literaria y no me atreví a
ponerme con una novela hasta el año 2015. Les había leído la cartilla a muchos
escritores y pensé que, si yo no escribía bien, podían decir que yo era aquel
maestrillo que les daba lecciones acerca de cómo escribir. Pienso que la
realidad siempre supera a la ficción. De ahí que la trilogía que cierra ‘Antes
de que nos olviden’ esté toda ella basada en hechos reales. Concibo la
literatura como una ambigüedad permanente, donde se mezclan cosas verdaderas
con otras inventadas. Creo que jugar con la verdad y la mentira es lo que le
proporciona atractivo a la literatura, lo que la diferencia del ensayo o de los
libros de historia.
¿En tu caso, la ficción te permite evadirte del mundo real del periodismo y construir tu propia realidad?
Sí, novelar es una forma de dar un empaque cargado de
imaginación a la realidad, que es lo que te aporta el periodismo. Como he dicho
antes, en mis novelas, siempre parto de hechos reales, que son como un árbol
frondoso, cuyas ramas son materia inventada. La conjunción entre el tronco y
esas ramas genera el interés que pueda tener la novela.
¿Como surgió la idea de escribir ‘Antes de que nos
olviden’?
Esto arranca en 2015 con mi primera novela, ‘No digas
que me conoces’, basada en un estafador que vivió en los años 20 y estuvo
internado en el manicomio de Sant Boi de Barcelona. A partir de su vida quise
construir una biografía novelada, porque era un personaje apasionante. Tras la
buena acogida del libro, me animé a seguir con las otras dos novelas, que se
pueden leer de manera independiente. Por todas ellas transitan una serie de
personajes en busca de su identidad personal, que es el leitmotiv de mi
literatura, algo muy antiguo y tópico, pero a la vez muy difícil de conseguir.
El gran reto de nuestra vida es saber quiénes somos, de dónde venimos y quiénes
son nuestros ancestros.
La novela se desarrolla en Barcelona. Muchos
escritores, entre ellos Eduardo Mendoza, Juan Marsé, Carlos Ruiz Zafón,
Francisco González Ledesma, Carlos Zanón, Mercé Rodoreda o tú mismo, habéis
escrito sobre la ciudad condal. En verdad, Barcelona sí tiene quien la escriba.
Sí, Barcelona tuvo siempre buenos escritores, pero
creo que el aldabonazo se dio en 2001 cuando apareció ‘La sombra del viento’,
que vendió millones de ejemplares en todo el mundo. La novela podrá ser mejor o
peor, pero la verdad es que a partir de ese momento Barcelona dio un salto
brutal y se multiplicaron los títulos sobre la ciudad, que ya gozaba de una
buena bibliografía protagonizada, como tú has dicho, por Mendoza, Marsé,
Sagarra, Rodoreda y muchos otros. En 2005 junto con Sergio Vila-Sanjuán,
publiqué un libro sobre paseos por la Barcelona literaria, donde hablábamos de
las rutas de los autores que habían escrito sobre ella. Y tuvimos que hacer una
reedición con escritores nuevos. El fenómeno Zafón fue brutal y creó un efecto
de llamada para este tipo de novelas. Muchos escritores, que no tenían previsto
ambientar sus novelas sobre Barcelona, volvieron los ojos hacia ella y ubicaron
sus nuevos títulos entre sus calles.
Es verdad, la publicación de ‘La sombra del viento’
constituyó todo un fenómeno literario.
Como periodista cultural, una de las cosas más bonitas
que me han ocurrido fue ser el primero que habló de ‘La sombra del viento’ en
el ABC Cultural, al mismo tiempo que Sergio Vila-Sanjuán lo hizo en La
Vanguardia. El libro no tuvo marketing. Había quedado finalista del premio
Fernando Lara y se publicó, medio de tapadillo, gracias a la tenacidad de
Terenci Moix, otro gran escritor de Barcelona, que recomendó su publicación,
aunque no hubiera ganado el premio.
A pesar de no gozar del mismo marketing que otras
novelas, creo que la portada, tremendamente evocadora, también influyó en su
difusión.
Es cierto. La portada jugó un papel muy importante. La
escogió el propio Ruiz Zafón, que encontró un libro del fotógrafo Catalá Roca
en una librería de viejo de Los Ángeles. Se pagaron los derechos de autor y se
pudo utilizar. La fotografía del padre y el niño envueltos por la niebla es
magnífica.
Bueno, regresemos a tu libro, que «para eso hemos
venido». La mayoría de la novela está escrita en primera persona, ¿por qué?
Me encuentro muy cómodo. La tercera persona produce
distanciamiento y, como cuesta un poco meterse en historias desgarradas, con la
primera persona te desnudas algo más y te sientes mejor con el personaje. Además,
la primera novela la escribí así y decidí mantener esa misma voz narrativa en
las dos siguientes. Los personajes hablan también en primera persona y proporcionan
una visión poliédrica, e interiorizada, de cada uno de los hechos que suceden.
A Alfredo Burman, el protagonista, las cosas no
terminan de salirle bien: pierde su trabajo; sus nuevas ocupaciones tampoco le
funcionan; el amor y el sexo, más de lo mismo… ¿Cómo es Alfredo Burman?
Es un pobre chico, que pasa la vida totalmente desnortado
por un padre, del que le habían contado una cosa y luego resultó ser otra,
mucho más siniestra. Es un tipo apocado, traumatizado, además, por la tristeza en
la que vivió envuelta su madre a causa de su marido.
Sí, sí [leve risa]. Es un chico cuyo único reto es
como la canción de David Bowie que dice: «seamos héroes aunque sea solo por un
día». Él quiere hacer algo que valga la pena, en este caso la búsqueda de la identidad
de Promio, otro personaje, un antiguo militante de la CNT, también fallecido y
que siempre vivió bajo seudónimo. Al final, Alfredo terminará buscando la
identidad de su padre.
¿Podríamos decir que ‘Antes de que nos olviden’ es una
novela de iniciación a la vida para Alfredo Burman?
Sí, claro, el año 76 no está cogido por gusto. Fue el
año de la iniciación a la vida de todos los españoles, porque hacía pocos meses
que había muerto Franco. Aún no teníamos elecciones, ni constitución. Había un
presidente puesto por el rey y por Fernández Miranda que era Adolfo Suárez.
Recuerdo su fotografía en los diarios, con cara de pocos amigos. Pensé que con
aquella expresión sería difícil que democratizase algo. Vivíamos cargados de
dudas. Todo el mundo se preguntaba qué iba a ser de mayor. Salíamos de una orilla, la del franquismo, y
no sabíamos qué encontraríamos en la otra. Ante esta incertidumbre, unos se
lanzaron a vivir a lo loco, con plena libertad; otros, por el contrario,
todavía estaban recelosos y pendientes de si se instauraría en España la
democracia o no.
Aparcando los cambios políticos, ¿la gran novedad de
aquellos años en la calle fue el destape y la oferta de sexo en cines, kioscos
y cabarés?
Fueron las dos cosas, el tema político y el del sexo
reprimido. Todos se iban a Perpignan
a ver una cosa tan triste como ‘El último tango en París’. No he visto película
más deprimente. No sé qué esperaban ver, pero la gente se apuntaba a un
bombardeo con tal de salir. El sexo era la asignatura pendiente y en la vida
siempre hay alguien que sabe captar lo que se necesita en cada momento. Ese
alguien se llamó Antonio Asensio, el famoso editor de Intervíu, que hizo
el cóctel perfecto y mezcló política, con buenos escritores, y destape, con
Marisol desnuda, que había sido el sueño húmedo de tantos y tantos españoles.
La semana en que se publicó su desnudo, Intervíu vendió un millón de
ejemplares, a 20 pesetas que valía entonces. Un éxito rotundo.
Incluyes como personaje a Ignacio F. Iquino, un productor/director
cinematográfico, especialista en películas de destape y en las dobles
versiones. En aquellos años, ¿era necesario alguien como él? Dicho de otro
modo, ¿si no hubiera existido Iquino, habríamos tenido que crearlo?
En cada momento, Iquino supo oler lo que le hacía
falta a la gente. Un ejemplo de su forma de actuar lo tenemos a comienzos de
los años cincuenta, cuando en Barcelona se celebró el Congreso Eucarístico. En
pleno imperio del nacional catolicismo, rodó una película titulada ‘El judas’,
que transcurría en la Semana Santa de Catalunya. Constituyó uno de los grandes
taquillazos de la época y, a través del arzobispado, consiguió que se pudiera
rodar una versión en catalán, que tuvo un enorme éxito. El de Iquino era el
mismo caso que Asensio o José Antonio de la Loma, que se especializó en el cine
de quinquis, siempre con bajos presupuestos y excelentes rendimientos
económicos. Por todo esto, decidí incluirlo en la novela y bajo su propio
nombre.
Hay bastante humor en ‘Antes de que nos olviden’, como
recurso literario, ¿qué papel juega el humor en tu literatura?
El humor es importantísimo. Lo necesitamos, especialmente
ahora con todas las cosas que nos vienen pasando. En mis dos novelas anteriores,
una es divertida y otra, la segunda, más triste. Transcurre en las checas
durante la Guerra Civil y habla de un personaje que ideó torturas psicológicas
para los presos, aspectos que no mueven mucho al humor. En esta tercera novela
hay mucha ironía y parodia. Por ejemplo, el personaje de Moncada, que es un
homenaje a Eduardo Mendoza, un tipo recién salido del frenopático, que habla de
cosas muy elevadas y lleva al lector a preguntarse cómo puede hablar así. Su
presencia me permite un juego muy divertido y me lo he pasado muy bien escribiendo.
Y a los lectores, según me cuentan, les ha sucedido lo mismo y se han reído
bastante.
Haces una incursión al mundo del cabaret, de la sala
El Molino en concreto. Entre otros nombres, citas a Tania Doris, una vedette
mítica, cuyos carteles yo veía muchas mañanas mientras caminaba hacia mi
colegio en València. ¿Qué significó El Molino en la historia erótica de
Barcelona?
Yo nací en el Poble Sec. Vivía a una esquina de distancia
de la familia Serrat, con la que tenía mucha relación. De niño pasaba
constantemente por el Paralelo y el Barrio Chino, un mundo canalla y prohibido
que me fascinaba. En el Teatro Apolo había un gran cartel de Tania Doris, hecho
en marquetería y pintado a color. Tenía unas piernas que no se acababan nunca.
Yo tiraba de la mano de mi padre y le tocaba una de ellas. Una vez vi que El
Molino estaba abierto e intenté meterme, porque quería saber qué ocurría allí.
Mi padre no me lo permitió, claro. Se hacían dos funciones diarias. La primera
era más reducida y barata, con derecho a gaseosa, y en ella entraban los señores
que llegaban en autobús desde su pueblo, muy al estilo Martínez Soria, y al
acabar la función regresaban. La segunda sesión era nocturna, más cara y larga,
e incluía los cubatas. Todo ese mundo lo conocí yo de pequeño y en la novela he
tratado de hacerlo revivir y rendirle un pequeño homenaje.
También habla la novela sobre Titayna, en realidad Elisabeth
Sauvy, una reportera que inspiró a Hergé en la creación de su personaje Tintín.
¿Cómo era esta mujer?
En Francia hubo una revista titulada Vu, cuya
reportera estrella se llamaba Titayna, porque afirmaban que su nombre
correspondía al de una diosa occitana del Rosellón, donde ella había nacido. También
era aviadora y se subía a su avión y volaba, por ejemplo, al Palacio Real de
Madrid, donde aterrizó para entrevistar al rey. Por sus entrevistas desfilaron
Mussolini, Hitler, Kemal Atatürk, Primo de Rivera y Alfonso XIII entre otros.
Luego publicó un interesante reportaje sobre Camboya, lo que era la antigua colonia
francesa de Indochina. Viajó a un templo jemer, robó la cabeza de un Buda y se
la llevó a París. Fue retratada por Man Ray, vestida de cuero y con la cabeza
del Buda en su regazo. Este hecho constituyó un escándalo, pero llamó mucho la
atención, porque demostraba que cualquier turista francés podía esquilmar el
patrimonio vietnamita si le apetecía. Titayna terminó siendo colaboracionista
de los nazis en Francia. La incluí en la novela porque se trata de un personaje
fascinante, totalmente olvidado.
Mencionas los cursos CCC, un producto de la época.
Nunca hice uno de esos cursos, pero me quedé con ganas de matricularme.
Sí, también me hacían mucha gracia a mí. En la
publicidad, aparecía aquella chica rasgando una guitarra y diciendo que sabía
tocar porque había hecho ya dos cursos de CCC. Para la novela, consulté la
edición completa de Cambio 16, que guardo en casa, y encontré ese
anuncio y los del Seat Supermirafiori, los zapatos Yanko o el Pilé
43, que ahora está de moda otra vez. Loquillo decía que eso de tomar los cubatas
en copas de globo llenas de hierbas, como se hace ahora, es una horterada. Los
gin-tonics de los años 70 y 80 se bebían en vasos de tubo.
Para acabar regresamos con el protagonista de ‘Antes
de que nos olviden’: ¿qué tiene Alfredo Burman de Sergi Doria?
Tiene el gusto por la cultura, porque Burman trabaja
en lo que era la Editorial Montaner y Simón, que es ahora la Fundación Tàpies,
y como ha trabajado en enciclopedias es un chico muy erudito, muy bien formado,
tímido e introvertido. Él intenta recuperar el pasado, preocupado por su propia
psicología personal y la de su país. En esos aspectos tiene cosas mías, pero en
otros no. Yo no sería tan cándido en las relaciones con las chicas. No es que
yo fuese Rodolfo Valentino, pero algún pasito más sí que hubiera dado.
Herme Cerezo/Diario SIGLO XXI, 21/09/2021