sentidos a través de la televisión. Desde hace cuatro años, él es quien retransmite los Conciertos de Año Nuevo, tradicionales, esperados y eternos, que ofrece la Filarmónica de Viena desde la Goldener Saal del Musikverein donde tienen su sede. Durante dos horas, los profesores vieneses nos regalan valses, polcas, galopes, marchas y otras hierbas musicales para endulzar tan resacosa mañana. Llade, además, presenta junto con Clara Corrales, el programa Sinfonía de la Mañana en Radio Clásica. Cada semana, cada día, de lunes a viernes. Pero de un tiempo a esta parte Martín también escribe. Publicó una novela y ahora acaba de poner a la venta su libro de relatos ‘El horizonte quimérico. Relatos delirantes sobre la historia de la música’, publicado por Editorial Machado Libros. Son sesenta relatos en los que este donostiarra residente en Madrid nos deleita, instruye y miente acerca de algunos pasajes de la vida de compositores, intérpretes y otro personal afecto a la música clásica. Y da igual que mienta. Lo suyo es un ejercicio de literatura breve. El último fin de semana de noviembre, Martín Llade tomó parte en la IV Edición del Golem Fest de la ciudad de València. Antes de su intervención en el mismo, charlamos sobre su trabajo literario. Y también musical, claro. Intervino en la conversación Nacho Marín, que tomó fotografías y aportó algunas cuestiones de lo más interesante. Sobre la mesa tres cafés y cortados. Al fondo, un espejo, sobre el que brillaban luces colgadas del techo. En el ambiente una cierta música y sobre la mesa la grabadora dispuesta a registrar todo lo que allí se dijera.
Martín, desde hace cuatro años
eres la primera voz que me habla por televisión cada día uno de enero. Hasta su
fallecimiento lo hacía José Luis Pérez de Arteaga.
Cierto. Me estrené el uno de
enero de 2018 y este año volvemos a la carga. Verdaderamente es todo un honor
hacerlo. Quién iba a pensar que el maestro José Luis Pérez de Arteaga nos iba a
dejar tan pronto, con la cantidad de cosas que tenia para ofrecernos todavía.
Escucharle era maravilloso. Aprendí mucho a su lado y siempre lo nombro, porque
para mí él fue quien convirtió este trabajo en una tradición.
¿Sustituir a Pérez de Arteaga
pesa mucho?
Sustituirle, no. Siempre será
irreemplazable. Él era único. Tenía su estilo propio. Fue mi modelo cuando yo
era adolescente y empecé a escuchar música clásica. Nunca habrá otro como él,
porque era una fuente de conocimientos infinitos, sin olvidar cómo modulaba su
voz, tan particular e inconfundible, y su sentido del humor. Dicho esto, lo
cierto es que percibo que la gente que escucha el concierto, unos tres millones
largos de telespectadores, me ha acogido con mucho cariño, lo que para mí es
importantísimo y señal de que, si esto tiene continuidad, es porque, al menos,
se ofrece una transmisión digna.
¿De dónde procede tu amor por
la música clásica y la literatura?
Mi pasión por la música
clásica nace a los dieciséis años, mientras veía una película no tolerada para
menores, Calígula, cuya banda sonora era ‘Romeo y Julieta’ de Prokofiev y
‘Espartaco’ de Khatchaturian. Yo ya oía música clásica antes, pero siempre hay
un momento en que pasas de que una cosa te guste a que te apasione. Y eso me
sucedió a mí con Prokofiev. El año pasado publiqué una novela, ‘Lo que nunca
sabré de Teresa’, en la que hablo precisamente de la actriz de esa película, Teresa
Savoy, que tiene una historia muy interesante. Es una novela de auto ficción,
donde cuento su vida, y también la mía, y hablo del descubrimiento de la
belleza. El despertar a la literatura, a la música y a la belleza en general es
algo que le pasa a mucha gente. Lo que sucede es que no he encontrado muchos
textos que reflexionen sobre ello, que digan por qué esos descubrimientos son
tan importantes a esa edad. Justamente, lo que serás después lo perfilas en esa
época, cuando creas el plano para el edificio que levantarás más tarde.
Ahora que ya has probado ambos
géneros, novela y relato, ¿en qué territorio te encuentras más cómodo para
escribir?
Escribo un relato al día desde
hace ocho años para Radio Clásica. Y ya son mil más o menos. He publicado dos
libro-discos y creía que esto iba a parar en algún momento, pero no es así. Ahí
sigo cada mañana. Últimamente, he optado por un modelo más teatralizado, porque
tengo dos compañeros, Clara Corrales, y semanalmente, Salvador Campoy, y me he
dado cuenta de que lo que hacemos es radioteatro. Al principio, se trataba de
relatos de una sola voz, pero con frecuencia intervienen otras. En realidad,
estamos recuperando la fórmula de la radio de los años cuarenta y cincuenta y
eso me gusta. En los relatos no solo hablo de música, sino también de
escritores o directores de cine. Digamos que, por fuerza, el relato es lo que
me ha enseñado el oficio y, al escribir uno cada día, he adquirido una gran
soltura. Claro que mi sueño es publicar una novela, pero llevo tres años
trabajando en una, cuyo protagonista es Beethoven, una historia con intriga, y en
esas estoy. La verdad es que me he convertido en un cuentista sin pretenderlo.
Cuando entré en Radio Clásica
aprendí la radio que yo escuchaba. Aquello era una universidad. Una vez dentro,
me di cuenta de que los maestros que estaban allí también se divertían y hacían
experimentos novedosos. Se tomaban a broma lo que tocaba, porque no querían que
la emisora fuera un museo. Y la verdad es que cada uno de ellos hizo algo nuevo,
rompedor, que les salía así, sin premeditación, pero que se convertía en un
clásico inmediatamente. A medida que
avanzó el tiempo, penetraron las nuevas tecnologías y las redes sociales.
Entonces nos dimos cuenta de que era una gran oportunidad para establecer una
relación con el oyente que no existía hasta aquel momento. Antes el feedback,
pido perdon por el palabro, llegaba en forma de cartas y de llamadas
telefónicas. Gracias a ello descubrimos que nuestra audiencia no era homogénea.
Había muchas franjas de edad. En aquella época la alternativa cultural era Radio
3 y eso ya no es así. Ahora a Radio Clásica la escuchan estudiantes, taxistas,
amas de casa… Mucha gente. Y no es que nosotros hayamos rebajado el nivel, sino
que nos hemos adecuado al mundo en el que vivimos, un mundo en el que
cualquiera tiene acceso inmediato y gratuito a la información. A los oyentes
les podemos encaminar hacia ciertas cosas para que las escuchen. Hay jóvenes
que descubren que nuestras sugerencias les gustan más que el reggaetón, por
ejemplo. Ellos también son nuestro público.
Entremos un poco en ‘El
horizonte quimérico’. ¿Cómo surgen estos relatos en tu imaginación?
Yo me siento y escribo. A
veces, el tema me lo da la productora del programa, aunque también es verdad
que no siempre le hago caso, porque necesito tener ganas de escribir sobre algo
para hacerlo. Los dos primeros años del programa escribía el relato a las siete
de la mañana, antes de pasar al estudio. Pero el relato empezó durando tres
minutos y alguno ha llegado a superar la media hora. Los más largos obedecen al
hecho de que tomo algún actor de doblaje para interpretarlos. Con estos cambios
escribir los relatos antes del programa era tener la pistola en la cabeza. A
partir de que me otorgaran el Premio Ondas, me sentí responsable de ello y
desde entonces los preparo la víspera. Después de mil relatos escritos, la
mecánica surge sola. Unos salen mejor que otros, claro, pero ahí están. Los
relatos de la revista Scherzo tardo un poco más en escribirlos, porque
he de circunscribirme a dos mil palabras. Siempre me paso de caracteres y luego
los recorto, con lo cual tengo dos versiones de un mismo texto. Cuando me
propusieron publicar este libro, revisé los cuentos y lo cierto es que me
parecieron plenamente vigentes, no me rechinaban y decidí publicar las
versiones largas.
©Nacho Martín |
[Risas] Hay una señora que me
ha escrito preguntándome si lo que ella estaba leyendo era verdad o mentira. Me
dijo que pensaba que era mentira, pero que en el fondo le daba igual. Bueno, Haydn
haciendo viajes astrales, Debussy volviéndose transparente y etéreo o Albéniz,
jefe de una banda de forajidos a los diez años… ¡Hombre! ¡Creo que no son
creíbles! Lo cierto es que incluí una advertencia previa, pero por lo que veo
no he sido lo suficientemente explícito [más risas].
El humor forma parte de todos
estos cuentos, ¿qué significa el humor para ti?
Esto me resulta un poco
extraño, porque en las críticas alaban el humor de los cuentos. Soy famoso por
los chistes malos que hago en ‘Sinfonía de la mañana’. Los cuento para reírme
yo y el programa se caracteriza por nuestro sentido del humor y también el de
los oyentes. Sin embargo, se dice que escribimos mejor que pensamos y creo que
en mi caso es cierto, porque mi humor resulta más refinado y eficaz puesto por
escrito que de forma automática.
A veces es un humor muy sutil.
[Risas] Sí, hay mucho
chistecito metido para los que sean melómanos. Por ejemplo, el grupo de música pop
que monta Stravinsky en su cuento se llama Burning Birds, pero ahí mismo
hay otra coña más difícil de detectar, porque es una broma absurda, ya que el
single que editaron se titula While the Little Grass, frase que a un
angloparlante no le dirá nada. Sin embargo, si la traducimos al castellano,
literalmente, es ‘Mientras la pequeña hierba’, extraída de Pulcinella [De
repente, Martín se arranca a cantar, brevemente, ese título a capella].
Bueno, todo
el mundo sabía que Stravinsky quiso ser el quinto beatle, pero eso que
cuentas sobre su paso a la oposición, a los contrarios, a los Rolling, parece
fuerte [Risas]
Fíjate lo
que es la escritura automática, a veces no me doy cuenta de lo que he escrito.
En ese cuento contratan como solista a un fontanero polaco que se llama
Salinsky, que debe ser un nombre muy corriente entre los emigrantes de aquel
país, un tipo cachas al que después le entregan un ramo de flores. Fue algo que
surgió inconscientemente, pero que me vino al pelo. Muchas veces esparzo
ideas, que luego uno como si las hubiera pensado a propósito, lo que no es así
en absoluto. Una de las cosas que me maravilla de la escritora J.K. Rowling con
la que, por supuesto, no me voy a comparar, es que, cuando narra Harry Potter
afirma que lo tenía todo calculado. Y yo le respondería que no, que eso no es
así, que son cosas muy dispares que ella ha pensado, pero que a continuacion ha
sido capaz de unirlas y darles sentido, porque es un genio enorme.
Su respuesta anterior tiene
poco que ver con mi pregunta [risas], pero proseguimos con la entrevista: ¿tienes
algún cuento predilecto dentro del libro?
Me siento especialmente
satisfecho del cuento de Offenbach, que es parecido en su planteamiento al que
le dedico a Chopin. Yo siempre me he preguntado como un prusiano pudo
convertirse en el rey de la opereta francesa. Así que me dije que él no era
prusiano sino francés y, además, judío. Se cambia el apellido y adopta el de Offenbach
y, la gente, al ver que es el protagonista de una ópera francesa cree en él.
Hay personas, que no son nadie, pero que van a un país extranjero con la aureola
de ser mundialmente famosas, la cual cosa es completamente falsa, y luego
triunfan allí.
¿Por qué Bach no escribió ninguna ópera?
Supongo que nadie se la
encargó, pero nunca he visto que él fuera un gran aficionado a la ópera. Bach
se hizo copias para sí mismo de los conciertos de Vivaldi y del ‘Magnificat’ de
Zelenka, porque le gustaba estar muy al tanto de la música que se hacía en su
tiempo. Sin embargo, en su casa no tenía óperas, aunque algún hijo suyo, más
adelante, sí que compuso alguna. Lo más parecido a una ópera es su ‘Cantata del
Café’. ¿Podría haber compuesto una ópera? Pues sí, pero ¿cómo habría sonado?
Tal vez hubiera parecido triste y, además, escrita en alemán. No voy a poner la
mano en el fuego, porque siempre pasa algo, pero yo diría que Bach no compuso
nada en italiano, idioma propio del género operístico. A pesar de que admiraba
a Haendel, la ópera italiana no entraba para nada en sus cálculos. A él le
gustaba mucho la música instrumental. Hay un grupo de músicos centroeuropeos,
alemanes y daneses sobre todo, que corresponden al tránsito de los siglos XVII
al XVIII y que se caracterizaban por su aureola protestante. La suya es una
música concebida para cantar la grandeza de Dios y la ópera no tiene nada que
ver con todo eso.
© Nacho Marín |
Sí, a María Antonieta. Tenía
que ser toda una aventura acudir al teatro con esas mujeres. Haendel tuvo una
idea muy bonita, que consistió en meter pájaros en el teatro para su ópera
Rinaldo. Y lo hizo. Pero a medida que pasaban las funciones se preguntaron cómo
sacarlos de la sala y lo cierto es que se quedaron varias temporadas allí
dentro. Entraban en escenas que no tocaba, cantaban a destiempo y hacían sus
necesidades sobre las pelucas del público. Cuando escuchamos música de aquel período
pensamos siempre en algo ordenado, limpio y harmonioso, pero no debía de ser
así.
Dibujas a Mahler como un compositor
y director de orquesta puntilloso, que pretendía educar al público para evitar
que la gente llegase tarde o tosiera a
destiempo. ¿En verdad él era así?
Sí, sí, lo era. Él tomó la decisión
de no dejar entrar al público a la sala si el concierto había comenzado. En el
cuento he decidido llevar hasta las últimas consecuencias ese propósito suyo.
Yo reconozco que, algún día, en un concierto me dará un ataque de tos o a algún
amigo mío le sucederá esto y será inevitable. Pero la verdad es que a los
conciertos hay que acudir tosido de casa. Hace un mes vi a María Joao Pires
tocando el ‘Claro de luna’ de la Suite Bergamasca y, en medio del silencio, una
señora rompió a toser. No había otro momento mejor. Me pregunto si no es
posible aguantarse al menos mientras duran esos instantes delicados que hay en
todas las piezas.
¿Beethoven era sordo o se lo hacía?
Beethoven no necesitaba oír. En
el último cuento aparece tras haber recuperado la audición después de terminar
su novena sinfonía. Ahí te preguntas si hubiera aportado algo a su música su no
sordera. Y pienso que no. Creo que si la hubiera escuchado, le habría parecido
que sonaba peor que como la percibía él en su cabeza. Desde luego necesitó el
oído para formarse, pero vivió sordo durante casi un cuarto de siglo y lo mejor
de su obra lo escribió entonces. Si hubiera recobrado el oído se habría dado
cuenta de que las mujeres que amaba tenían voz de pito y que sus amigos
hablaban banalidades. Su respuesta para describir su visión distorsionada del
mundo fue componer sus cuartetos, que me encantan. Al escucharlos la gente se
preguntaba qué era aquello y afirmaban que Beethoven llevaba mucho tiempo fuera
del mundo, a lo que él replicaba que lo que ocurría es que eran ellos los que
llevaban demasiado tiempo dentro de él.
¿Te interesan las versiones
historicistas?
Sí, me gustan, pero cuando
empezamos con Mozart o Beethoven ahí ya no me convencen tanto. Ambos viven un
momento de transición que está prefigurando lo que vendrá después de forma
rotunda. Sin embargo, Bach y Vivaldi me suenan mejor en versión historicista.
La suya es una música que yo llamo visceral, porque se toca con las tripas…
Las tripas de las cuerdas del violín, claro…
Sí [Risas]. Con Beethoven,
cuando escucho el pianoforte me resulta interesante, pero el sonido me parece
más feo, más ajado y metálico que el del piano. Creo que muchos instrumentos se
desarrollaron porque Beethoven los hizo evolucionar a marchas forzadas,
escribiendo para un registro que todavía no podían alcanzar y que no hacía
justicia a lo que él quería expresar.
¿En tu opinión, por tanto, las
versiones historicistas son buenas para la música antigua y barroca y, a partir
de ahí, ya no lo son tanto?
A partir de Beethoven, sí. Lo
mejor es tener libertad y que puedas escuchar unas y otras. No creo que las
mejores versiones historicistas puedan con las versiones de George Szell,
Furthwängler o Herbert von Karajan. Tú escuchas a Karajan y te gustaría saber
cómo pudo obtener ese sonido tan propio. Su Beethoven es perfecto. El
historicismo está muy bien, pero a partir de un punto te preguntas si todo pasó
como ellos piensan. Es lo mismo que ocurre con mis cuentos. Todo nos hace
pensar que debió ser así, pero el historicismo también aporta el punto de la
subjetividad de quienes están tocando la pieza. Desde ese momento, esas
versiones se han convertido también en una obra moderna.
© Nacho Marín |
Esta pregunta me parece casi
obligada antes de concluir: ¿qué música has escuchado mientras escribías los
cuentos?
Escuchaba la propia de los
autores que aparecen en ellos. Creo que fue Muñoz Molina quien me dijo que él
no podía ponerse música para escribir. Y lo mismo me han contado varios
escritores más, pero a mí me ocurre lo contrario. Necesito escribir con música
y, de hecho, mis relatos son mis propias sensaciones ante lo que escucho. En el
fondo, es una forma de agradecimiento hacia los compositores. Ellos me han procurado
una gran cantidad de belleza y me han descubierto sensaciones que yo desconocía
que atesoraba dentro de mí. Son emociones que no puedo expresar a través de las
palabras, pero sí puedo poner unas notas al pie de página sobre ellas y las fantasías
que me generan. La música admite todas las lecturas, el error consiste en creer
que pertenece al pleistoceno y que ha de estar guardada en una vitrina sin que
nadie la toque. Y no, no es eso. La música es todo lo que nosotros queramos
sentir y vivir a través de ella.