Ignacio, cuando un escritor
termina una obra de casi 700 páginas, ¿cómo se encuentra? ¿Hay sensación de
vacío?
Me quedo un poco triste por
abandonar a mis personajes. Pero al mismo tiempo tengo la sensación de que he
creado varias vidas, una sociedad entera de personas que se relacionan entre sí,
un mundo coherente y orgánico. Es una percepción muy bonita para un escritor.
¿Echas de menos a los personajes?
Echo de menos a algunos, a los
que nos caen bien, a los que les pasan cosas malas como Basilio o Alicia. Sin
embargo, hay otros a los que no puedo echar en falta porque no lo merecen.
Tus novelas van cambiando de
escenario, de ciudad… ¿Te has propuesto recorrer toda la geografía peninsular
con ellas?
Es verdad que mis novelas anteriores
transcurren en varias ciudades: Zaragoza, Barcelona, Melilla, Málaga, València…
Pero no voy a recorrer toda la geografía española, aunque sí me gustaría
completar esa época histórica que arranca con la Segunda República y acaba a
finales del siglo pasado. En este
sentido, seguro que todavía me quedará alguna otra pieza más por escribir, pero
no sé cuál será.
Siguiendo en esa línea, ahora
giras el foco hacia la posguerra. ¿Qué te atraía de ese momento histórico para
novelarlo?
Bueno, llevaba ya un tiempo
familiarizándome con esa etapa. Cuando escribí el guion de ‘Las trece rosas’
tuve que investigar y documentarme sobre cómo fue la represión después de la
guerra. Y la verdad es que me pareció un periodo tan apasionante por la
violencia, el hambre, la devastación, la fractura social y el estraperlo, que pensé
que algún novelista tenía que contarlo. Además, es un periodo poco visitado por
la literatura. Hasta ahora solo Almudena Grandes, Andrés Trapiello y alguno más
lo han hecho.
Tú no hubieras podido escribir
una novela como ‘Castillos de fuego’ en aquella época.
No, ni yo ni creo que nadie,
porque hubo muchas cosas que no se podían contar sobre cómo era la vida
cotidiana de entonces, regida por el miedo, el hambre, la injusticia, la desigualdad,
los fusilamientos o las delaciones. Todas estas cosas la censura no me las
hubiera permitido publicar.
Tu mirada sobre este tiempo
doloroso y oscuro es muy serena, despaciosa, ¿hay que tomar mucha distancia
para narrar las peripecias de estos personajes, tan marcados por la miseria
económica y social y la represión?
Hay un parapeto natural que viene
dado por el hecho de que yo no viví aquella época y, en consecuencia, no hablo
desde mi propia experiencia. Por tanto, todas las referencias que tengo, al fin
y al cabo, son indirectas. Y esa distancia me permite no juzgar, no implicarme
moralmente en la historia, de tal forma que no he entrado en ella a impartir
justicia o a ajustar cuentas con el pasado. Me he limitado a mostrar una España
atroz, como fue la de nuestros padres y nuestros abuelos y que el lector sea
quien extraiga sus propias conclusiones.
¿Es precisamente para mantener esa distancia, por lo que has escogido la tercera persona para narrar?
Sí, porque quería pensar que
las propias acciones de los personajes los describía y los definía, sin que yo
tuviera obligación de opinar.
Pero ante este cúmulo de
situaciones injustas no es fácil abstenerse de opinar, ¿no crees?
Sí, claro. Opinión siempre
hay, porque tú eliges unas historias y no otras, pero al mismo tiempo he
tratado de que los personajes se vean a la luz de dos perspectivas diferentes. Por
ejemplo, Avelina, la mujer de Revilla,
adopta un niño y lo hace por el bien de ese menor, ya que a fin de cuentas le
asegura una educación y un buen futuro a una criatura que no la iba a tener.
Sin embargo, con nuestra perspectiva actual, lo que sabemos es que lo que ella
hacía era un secuestro.
Mientras leía ‘Castillos de
fuego’, he tenido la sensación de que contemplaba el cuadro del Guernica de
Picasso, pero sin bombardeos. En resumen, el retrato escrito de un grave
momento histórico.
Sí, es un Guernica pero más
realista y menos expresionista, ¿no? Desde luego la idea mía era construir un
fresco de la época en el que cupiera todo, donde cada personaje acarreara su
propia historia y que, al mismo tiempo, esa historia representara también otras
vidas para que el lector se implicara en ellas como si viviera en ese mundo.
La novela se desarrolla a lo
largo de seis años, que coinciden con la duración de la Segunda Guerra Mundial. De este modo tenemos
dos periodos de violencia superpuestos: uno dentro y otro fuera de nuestras
fronteras.
Hay mucha gente que no se
acuerda de cómo eran las cosas entonces. Todo lo que ocurría en Europa
repercutía en lo que pasaba aquí. Franco instauró su régimen fascista en 1939,
porque pensaba que la marea nazi era imparable y barrería Europa. Él se sentía
legitimado para instaurar un régimen de exterminio, al mismo tiempo que, en
aquel momento, los comunistas se encontraban bastante desconcertados porque su
líder, Stalin, había pactado con Hitler. La resistencia interna estaba colapsada
por completo, porque cómo iban a luchar contra el fascismo los mismos que
obedecían a Stalin, el aliado de Hitler. En Francia la situación era idéntica y
hasta que Hitler no se volvió contra Stalin no hubo resistencia francesa.
Por tanto, los altibajos de la
Segunda Guerra Mundial tuvieron su reflejo en nuestro país.
La evolución de la Segunda
Guerra Mundial incidió completamente en la vida española y en 1944 el destino
de España podía haber cambiado, si la invasión por el Valle de Arán hubiera
funcionado, si la resistencia interna se hubiera terminado de organizar, si
hubiera existido un líder carismático de la oposición y, sobre todo, si EE.UU.
se hubiera decidido a liberar España como liberó a Italia.
Simplificando mucho la
situación, ¿podríamos definir la posguerra como el tiempo de la lucha entre la
Dictadura y el Partido Comunista?
La única resistencia que hubo
la protagonizó el Partido Comunista y más que lucha fue la represión ejercida
por el régimen sobre los resistentes, que quedaban en el interior. Además, hubo
muchas contradicciones en el Partido Comunista. Bastantes de sus dirigentes dentro
de la Península sufrieron esa situación y algunos de ellos fueron perseguidos
tanto por los suyos como por la Dictadura. Son esas cosas que la gente desconoce
y a mí me gusta recordar. Igualmente, me gusta reivindicar la parte sacrificada
y heroica de los comunistas y, al mismo tiempo, destacar la parte perversa de su
dirección fuera de España, capaz de eliminar, como acabo de decir, a sus
lideres en el interior, porque se sentían capaces de pensar por ellos mismos.
De madrugada, en Madrid se
escuchaban los disparos de los fusilamientos y los tiros de gracia. ¿Es esta la
banda sonora de ‘Castillos de fuego’?
Sí, pero también, como ocurre
en la película de Basilio Martín Patino, lo es la copla, Celia Gámez y el ‘Ya hemos
pasao’, mientras, efectivamente, suenan los tiros de gracia. Hay una canción de
Joaquín Sabina, ‘De purísima y oro’, que en seis u ocho estrofas recrea perfectamente
esa época en Madrid: «Habían pasado ya los nacionales/Habían rapado a la señá
Cibeles…»
Aquellos fueron años dominados por la religión católica. Sin embargo, y lo comprobamos
en la novela, para algunas personas la religión representaba la posibilidad de aferrarse a una cierta esperanza ante un futuro que se adivinaba incierto y oscuro.
La Iglesia fue corresponsable
del régimen de exterminio, entre otras causas porque la guerra había sido una
cruzada religiosa y los religiosos también habían sufrido la represión. Miles
de ellos murieron fusilados por los milicianos. La unión entre la Iglesia y la
Dictadura fue íntima. Pero es verdad que hubo otra religiosidad, que se
manifiesta en algunos personajes, como Basilio, para los que, ante situaciones
muy extremas y violentas, la religión significaba
un refugio, una búsqueda de consuelo y paz, sin que ello implicase creer
en los dogmas de la Santa Madre Iglesia.
En medio de esta sociedad tan
devastada, un personaje cuenta que la gente ya no pronuncia palabras como
felicidad, alegría, esperanza o futuro…
La vida cotidiana era tan
dura, aciaga y triste entonces, que apenas quedaba espacio para la esperanza.
Sin embargo, al mismo tiempo, siempre florecía la bondad e incluso, en
situaciones tan penosas como aquellas, había un pequeño hueco para el amor.
También quedaba sitio para
sinvergüenzas y desalmados, como el personaje de Aníbal Ruiz, un timador, que
se hizo pasar por sacerdote para recaudar fondos con los que reconstruir su
falsa parroquia que, según contaba, «habían destruido unos hombres sin
conciencia».
Digamos que la rapiña estaba
legitimada y cualquier espabilado que estuviera en el bando adecuado podía
aprovecharse de las circunstancias para enriquecerse. Matías Revilla, otro
personaje, lo hacía de forma institucional, mientras que Aníbal Ruiz iba un
poco por libre. Esa legitimidad era incluso jurídica, porque existía la Ley de Responsabilidades
Políticas, que permitía hacerse con los bienes de las personas que habían sido
delatadas o fusiladas por su pasado republicano.
Algunos
personajes de ‘Castillos de fuego’, como Heriberto Quiñones o Jesús Monzón, viven
bajo una doble identidad. Debía de resultar muy complicado estar todo el tiempo
vigilantes, temerosos de que cualquiera los reconociera y denunciara.
Eran
personas que vivían circunstancias extraordinarias y tenían que adaptarse al
medio, porque sabían que en cualquier momento podían ser delatadas. Heriberto
Quiñones y Jesús Monzón eran agentes infiltrados, revolucionarios
profesionales acostumbrados a utilizar identidades falsas, cambiar de domicilio
constantemente, elegir con quien se relacionaban y mirar por encima del hombro
para detectar el peligro. Las vidas de estos agentes en la clandestinidad eran
apasionantes y no me explico por qué no hay más novelas sobre ellos. Son
personajes fascinantes, a los que, al final, su propio partido calumnió. Y no
quiero revelar más detalles por no destapar su final.
Otro elemento muy interesante es
el papel de la radio, que se esforzaba en recordar a la población que el
peligro siempre acechaba y que continuaban en pie de guerra, algo parecido al control
del Gran Hermano de Orwell.
Sí, es verdad, todo el tiempo
la radio repetía consignas, pidiendo a la población que se mantuviese alerta
frente al enemigo que acechaba… Existía una especie de totalitarismo informativo
y toda la información que llegaba al ciudadano lo hacía a través de los canales
de prensa y radio, controlados por el estado. Por otro lado, estaba prohibido
utilizar cualquier otro medio de difusión. Si te pillaban escuchando la BBC
estabas cometiendo un delito, ya que mostrabas tus simpatías hacia sus
adversarios políticos. En realidad, todo esto era algo completamente
orwelliano. En los cines, al final de cada sesión, o en cualquier espectáculo
multitudinario, obligaban a cantar el ‘Cara al Sol’. Ahora mismo nos parece
increíble pensar que hace tan solo ochenta y pocos años España era así, porque
los que vivimos el final del franquismo, sabíamos que aquello era una dictadura
cruel, sin partidos ni libertad, pero, al lado de lo que fue la Dictadura
durante sus primeros seis años, no era nada.
Imagino que el personaje de
Valentín está basado en alguno de aquellos famosos comisarios represores de la
Brigada Político Social, ¿no?
Fue también, más o menos, mientras
me documentaba para escribir el guion de ‘Las trece rosas’, cuando apareció el
nombre de Conesa, como exmilitante de las Juventudes Socialistas Unificadas.
Precisamente, él fue quien delató a varios camaradas y luego ingresó en la
Brigada Político Social, donde se dedicó a luchar contra el comunismo. El
personaje de Valentín, lejanamente, está inspirado en él. Pero hubo muchas
otras figuras muy similares.
¿Esta novela hubiera podido
funcionar igual de bien en cualquier otra ciudad española que no fuera Madrid?
Habría sido una novela
distinta porque, por ejemplo, en Sevilla y Galicia la represión se ejerció en
1936. Madrid era más importante, porque en ella se cruzaron los destinos de la
gente poderosa y de aquellos que intentaban contrarrestar ese poder. En otros
lugares tampoco hubieran podido aparecer personajes como Ridruejo, Serrano
Suñer o Heriberto Quiñones… Definitivamente, creo que esta historia no habría
podido contarla en otro lugar.
La última por hoy: ¿llevas ya
algún nuevo proyecto literario entre manos o te estás recuperando aún del
esfuerzo que ha supuesto escribir esta novela?
Ahora estoy descansando de la
ficción. Pero ya he empezado una cosilla bastante distinta. Por primera vez en
mi vida, que no es particularmente interesante, estoy preparando algo
autobiográfico, que no es autoficción, un género que no me gusta. Me interesa
la ficción y las biografías, pero no me gusta mezclarlas. Así que ahora que
tengo sesenta y dos años y aún me acuerdo, voy a escribir unas memorias de
infancia y juventud. Ha llegado el momento en que me apetece ponerlas por
escrito y manifestar que he tenido una vida buena. Creo que he de mirar al
pasado con gratitud, porque llevo
treinta y nueve años siendo escritor y he podido cumplir el sueño de mi
infancia. En consecuencia, quiero dar las gracias a la vida por todo ello.
Me la dejas botando… No puedo
resistirme a decirte que eres una rara avis, un escritor que pretende
contar cosas agradables en un libro, sin tristezas ni desgracias, algo poco
frecuente entre tus colegas, porque la bondad no vende libros.
Hay mucha gente que piensa que
los libros han de contar la tragedia del ser humano, pero a veces también hay
que mostrar cierto agradecimiento a la vida, que es maravillosa, y creo que
deberían escribirse obras para hablar de la emoción y la gratitud que siente
una persona por haber nacido. Me ha tocado vivir la mejor época de la historia
de España en unas circunstancias felices. Lo más trágico que me ha ocurrido es
que mi padre falleciera cuando yo era un niño, hace ya cincuenta y muchos años.
Pero por lo demás, como decía, la vida me ha permitido cumplir el sueño de vivir
de la escritura, mi juguete favorito.
Herme Cerezo/Diario SIGLO XXI/15/03/2023