Nº 660.- Estaba escrito que sería una entrevista distinta. Aunque no lo esperaba. Había leído la nueva novela de Laura Ferrero, ‘Los astronautas’, editada por Alfaguara, y la había escuchado a ella en diferentes medios de comunicación. Como acostumbro, llevaba preparado un cuestionario meticuloso, o eso me parece a mí, y había subrayado aquellos aspectos que estimaba que podían resultar de mayor interés para los lectores. Estábamos citados en la Estación Joaquín Sorolla del AVE de València, a la que accedió la escritora barcelonesa en medio de un barullo de gente joven que, en sentido contrario, llegaba a la ciudad dispuesta a celebrar una despedida de soltero. Todos con camiseta negra y flores blancas, menos uno, el novio, ataviado de otra guisa. Bien explícita por cierto. ‘Los astronautas’ es novela de autoficcion, introspección y autoexploración. Kuki, la protagonista, a través de una fotografía suya con sus padres, descubrió qué personas formaban parte de su familia real. Hasta ese momento todo eran dudas y nebulosas sobre su entorno. A partir de esa imagen, tratará de recomponer su pasado mediante una ficción/realidad emocionante y, en ocasiones, dolorosa. En las páginas del libro se dan cita la verdad y la mentira de todos los relatos que habían configurado hasta ese momento su historia familiar. Para realizar su trabajo, al igual que en el Apolo XI, Armstrong, Aldrin y Collins observaron la Tierra desde su órbita espacial, Laura tomó distancia e intentó diseccionar su realidad auténtica. Y estableció una doble estructura: su vida y la aventura espacial de los astronautas. Documentación, cuestionario y lectura de la novela. Tales eran los mimbres con los que contaba para desarrollar mi trabajo. Conecté la grabadora y, con el piloto rojo encendido, saltaron por los aires esos mimbres ya desde la primera pregunta que, de manera espontánea y desacostumbrada, formuló la propia Laura Ferrero.
LF.- ¿Qué tal
tu experiencia lectora con ‘Los astronautas’?
HC.- Reconozco que, al principio, no encontraba relación entre el relato
de la protagonista y los textos sobre los astronautas y me costó un poco. Pero
cuando comprendí qué pintaban allí esos párrafos, la devoré en poco tiempo.
HC.- Laura, después de escribir algo tan personal como ‘Los astronautas’
¿una escritora como tú sale indemne de su escritura?
LF.- Se sale diferente. A mí me ha servido para darme un nuevo relato de
mi vida y cambiar mi visión sobre ella. Una novela como esta no se escribe
porque sí. No te introduces en un relato tan largo y costoso para pasar el
tiempo. Para eso hacemos otras cosas.
HC.- ¿Escribir ‘Los astronautas’ ha significado darle una segunda oportunidad a tu infancia y a tu juventud?
LF.- No, no le he dado una segunda oportunidad, simplemente he mirado
las cosas de otra manera. Siempre había tenido un relato transmitido por mis
familiares, muy monolítico, de cómo había sucedido todo en mi familia. Al
escribir sobre ello, me he dado cuenta de que existía otra historia y he podido
mirarla desde otra perspectiva.
HC.- Creo recordar que algunos cuentos de ‘La gente no existe’, tu anterior libro publicado, ya giraban en torno a la familia. ¿Siempre quisiste escribir sobre este asunto y ahora era el momento?
LF.- Cuando salió ‘La gente no existe’ yo ya estaba escribiendo ‘Los
astronautas’. Me puse a ello al ver la fotografía de nosotros tres y empecé a
efectuar entrevistas a mi padre, a mi madre y a otros familiares. Pero me
dieron versiones tan contradictorias que ni siquiera se complementaban.
Entonces me enfadé, pensé que no podía escribir desde el enfado y lo dejé. Me introduje
en el libro de relatos y mi padre aparecía en uno de ellos, porque yo ya sentía
la pulsión necesaria para escribir esta novela. Para mí es el libro más
importante que he escrito, porque contiene el germen de mis cuentos y de todo lo
que he publicado hasta ahora. Creo que significa el cierre de una etapa.
HC.- Al principio, la gran incógnita era tu padre, pero
durante el proceso creativo, descubres que la «gran tapada» es tu madre.
LF.- Claro, pero no se veía. En mi casa había una
ausencia y las ausencias son siempre mitificables. Sobre ella proyectamos todo
lo que va mal y lo convertimos en el chivo expiatorio. Yo me pasé la vida
escuchando dos preguntas: ¿dónde está tu padre? ¿Por qué se fue? Entonces
piensas que todo lo que te ocurre es responsabilidad de esa ausencia. Al
hacerte mayor has de cambiar la pregunta. Asumes lo ocurrido y te dices: ¿quién estaba presente en mi vida, en mi día a
día? Y, de alguna manera, enfocas a la persona que estaba allí conmigo, que es
mi madre y que es la creadora del relato de mi familia. Al final fue con ella
con quien viví. ‘Los astronautas’ empezó de una manera, acabó de otra y ahora
la pregunta que me hago es ¿cómo quiero vivir yo lo que me queda de vida?
HC.- Es decir, buscabas otra cosa y te has tropezado
contigo misma. Por eso
citas ‘El primer hombre’, la novela que Albert Camus escribió para encontrar a
su padre y que le hizo descubrirse a sí mismo.
LF.- Exactamente, me di cuenta de que no podía contar la historia de mis
padres. Ellos no querían que lo hiciera porque era suya. Yo podía contar la
mía, pero mirándolos a ellos y he terminado por encontrar mi propio relato
detrás de todas estas páginas. Son interesantes los juegos que hace la
literatura y como una termina viéndose a sí misma. ‘El primer hombre’ es uno de
esos libros fundamentales en mi vida y, al final, una pregunta sobre la
infancia y sobre cosas desconocidas termina revelándote una parte tuya.
HC.- ¿No tienes la impresión de que, cuando escribimos sobre algo pasado
y tratamos de investigar, lo único que conseguimos – y ya es bastante – son
aproximaciones y que nunca tendremos la certeza absoluta de lo que ocurrió? Son
relatos poco permeables, no se pueden traspasar.
LF.- Los relatos que nos cuentan las personas no son permeables porque
sobre ellos sobrevuela la culpa. Cuando preguntas a alguien ¿por qué te
marchaste?, de alguna manera le estás exigiendo responsabilidades y esa persona
no te va a responder nunca. En mi caso, solo quisieron hablar mis tíos, pero
ellos no me servían, porque fueron testigos muy secundarios de mi vida. Y me
encontré con un gran vacío. Me gusta decir que hemos de hablar más, pero es
verdad que muchas de estas conversaciones se vuelven tensas porque se ven desde
la perspectiva de la búsqueda de la culpa…
HC.- En una investigación que efectué para documentarme sobre algo que
estaba escribiendo, tropecé con esa misma dificultad. Hubo gente, que sabía más
cosas, pero que prefirió no hablar.
LF.- Al principio de esta conversación me has dicho que te había costado
un poco entrar en la novela. De esa dificultad nacieron ‘Los astronautas’. Yo
tampoco pude acceder al fondo de la cuestión y hube de darle la vuelta a todo
eso. Me hubiera encantado como a ti, me imagino, situarme bien y luego hacer lo
que quisiera con lo que me habían dicho. Hubiera querido tener la opción de
contar una historia, pero a mí no me la dieron. Entonces busqué el cómo. Y la
respuesta fue que a través de la ficción. Fue imposible conocer la historia y
entonces intuí lo que pudo pasar. Y la poética de ‘Los astronautas’ me sirvió
para hablar del aislamiento y la soledad.
HC.- ¿La soledad del astronauta Michael Collins, orbitando sobre la
luna, es tu soledad durante la escritura de esta novela o de tu vida?
LF.- Un poco, creo que es en la vida más que en la novela, Pero claro,
no hay cosa que te haga sentir más sola que la incertidumbre y el no saber si
puedes preguntar ciertas cosas. Michael Collins se sentía parte de algo muy
grande, pero él no estaba presente, pertenecía sin pertenecer, y de alguna
manera me servía para contarme a mí también.
HC.- Además de la fotografía con tus padres, descubriste después otras
imágenes, algunas de ellas tachadas, como si fueran las huellas de una censura
familiar ejercida por alguien.
LF.- Claro. Dicen que una imagen vale más que mil palabras y todos hemos
cogido nuestros álbumes de fotografías como si fueran la verdad absoluta, sin apercibirnos
de que, en realidad, lo que cuentan es la historia que ha establecido el
narrador de la familia. Hasta que me ocurrió eso, yo no me fijé en las
falsedades que puede encerrar un álbum. Cuando afirmamos que aquí está todo el
archivo de fulanito o de menganito, olvidamos que es una selección y que,
obviamente, no es una visión del mundo. Sin embargo, nosotros tomamos la parte
por el todo. Crecí pensando que en esas imágenes encontraría lo ocurrido, lo
que no se contaba. En mi álbum de niña no aparecía ningún hombre. Era como si
yo solo tuviera una madre. El uso que le damos a esas imágenes me parece muy
perverso.
HC.- La escena de tu comunión describe a una niña
que no sabe cómo reaccionar, ni dónde situarse al ver la ubicación de sus
familiares en la iglesia: tu madre y su familia en un lado; tu padre y la suya
en otro, al fondo, bien lejos.
LF.- Ya. Es una parte real del libro que encontré en una cinta uvehachese.
No había vuelto a pensar en mi comunión, pero cuando escribía la novela hubo un
proceso de documentación y encontré la cinta digitalizada y la vi. De repente,
me tropecé con la escena de una niña sola en el púlpito de un altar, esperando
a que las dos familias se turnasen para fotografiarse con ella. Y me pareció
muy duro. Por eso me acordé de la historia del último astronauta ruso,
Krikalev, aquel tipo que estuvo orbitando un tiempo y que, cuando volvió a la
tierra, vio que su país era otro y que ya no era soviético. Esa persona no
regresaba a un mundo conocido, ni siquiera había tenido un mundo mientras
orbitaba. Y eso me recordó mi comunión.
HC.- Se me escapa la pregunta que te quería formular ahora… Nada. No viene,
no la recuerdo. Sigamos. Si era importante, regresará. Y si no vuelve, es que
no lo era tanto.
LF.- Exacto.
HC.- Cuentas la historia del Skylab, que se disponía a caer sobre la tierra, hecho
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pedazos de dimensiones considerables. Se adivinaba una catástrofe. Con un punto de humor, no he podido evitar el recuerdo de Abraracurcix, el jefe galo de la tribu de Astérix, que solo temía que el cielo se desplomase sobre sus cabezas. ¿El Skylab pudo hacer este temor realidad, no?
LF.- No había caído en ello, pero lo del Skylab me indujo a pensar en
las amenazas. Es como cuando te pasas toda la vida pensando que va a ocurrir
algo y, como no sucede, no se te va de la cabeza. Si al menos hubiéramos visto
caer un par de piezas, la amenaza habría desaparecido y nos hubiéramos
tranquilizado. Pero no sucedió y tengo la impresión de que muchos de nosotros vivimos
así, sin que la amenaza termine de cristalizar.
HC.- La que me ha resultado especialmente triste y dura de digerir es la
historia de la perrita Laika.
LF.- ¿Sabes que no eres la primera persona que me lo dice? De hecho, cuando
le llevé el manuscrito a mi agente literaria, me dijo que solo había una cosa
que no había querido leer: la historia de Laika, porque era superior a sus
fuerzas. Yo pensaba que Laika no había muerto, porque de pequeña es como que
justificas las cosas, pero cuando me enteré de su historia y del pasaje en el
que el científico ruso se la lleva a su casa para que jugase con sus hijos,
como si el animal disfrutara de sus últimas horas de felicidad, me dejó
supertraumatizada y me rompió el corazón.
HC.- Quizá su tragedia haya pasado algo desapercibida por la imagen, un
tanto dulcificada, que tenemos en el inconsciente colectivo a consecuencia de
la versión de Mecano.
LF.- Pues, sí. Hay unas imágenes y una película reales, pero hoy la
realidad queda secuestrada por esas manifestaciones artísticas, que nos hacen
olvidarla.
HC.- Ha regresado la pregunta que había perdido antes. Todos los
escritores decís que la escritura no es terapéutica porque no cura. Sin
embargo, sí ayuda, porque permite ordenar ideas, razonamientos, explorar
caminos insospechados…
LF.- Lo que no me gusta es la palabra terapéutica.
Creo que está muy sobada. La escritura es transformadora y, desde ese punto de
vista, claro que es terapéutica. Cuando
uno escribe, entiende. No hay mejor cosa en la vida que cuando las cosas
encajan realmente. Eso no quiere decir que tengan sentido, pero sí que puedes
ver lo que hay. Siempre pensé que, al final, una investigación como esta encuentra
el propósito, pero en verdad me he desencantado mucho de eso porque no tiene
sentido. Las cosas suceden y lo único que puedes hacer es integrarlas.
HC.- Durante
tu permanencia en el colegio no había muchos hijos de familias separadas. Para
que no te preguntaran constantemente te inventaste que tu padre era astronauta.
Así explicabas por que estaba fuera de casa continuamente. ¿Por qué escogiste
precisamente esa profesión para tu padre?
LF.- Ese pasaje no es real, pero, aunque no ocurriera, yo me inventaba
fantasías para no aceptar la dureza de ciertas cosas reales. Creo que lo que un
niño desea es no sentirse «un pringado». Quiere convertir las rarezas en algo destacable.
Los niños de los ochenta, que éramos hijos de padres separados, vivíamos unas
situaciones muy anómalas, porque no había referentes y no habíamos aprendido a
convivir con ello. Mi padre nunca estaba presente y, si me preguntaban por él,
yo podía decir que vivía al lado y que nunca estaba, o contar que era un
astronauta, con lo que convertía su ausencia en un motivo de orgullo. Me veo
muy reflejada en ello, porque yo inventaba muchísimo como te digo. Lo que no
entendía procuraba hacerlo entender, porque lo que yo buscaba era ser aceptada
y tener un padre como los demás niños.
HC.- ¿‘Los astronautas’ podría convertirse en un referente para los
niños que ahora están en la misma situación que vivías tú entonces?
LF.- Me gustaría que pudiéramos hablar de ello. Con esta novela me está
ocurriendo, y no solo en las entrevistas, que la gente se me está acercando
muchísimo más. Creo que hay algo de muy auténtico en el libro que habla
directamente a las personas que han atravesado una situación parecida a la mía.
Siento que conmueve y genera motivos de conversación y para mí eso es lo más
importante que le puede ocurrir a un libro. Hemos hablado muy poco de las
separaciones, pero ahora hemos mejorado mucho en este sentido, afortunadamente.
HC.- Tu
novela está llena de detalles y de anécdotas, una de ellas verdaderamente sorprendente:
¿tus padres fueron las únicas personas de toda la península que no se enteraron
del 23-F hasta tres días después de que sucediera?
LF.- Sí, y no me lo puedo creer. Me alucina esa historia. No sé si fue
mi madre o mi padre, o los dos, pero me lo contaron tal cual. Y les parecía lo
más normal del mundo. Me dijeron que entonces no había Internet. Pero daba
igual, para eso estaban las radios y los periódicos. Les parecía lo más normal del
mundo haber estado esquiando y no saber nada. Se enteraron tres días después,
cuando regresaron a Barcelona. Si lo miras bien, resulta una metáfora perfecta
sobre cómo pasar de puntillas por la realidad, es decir, ¿si no te enteras del
23-F te vas a enterar de que le pasó algo a tu hija? Y para mí esa era un poco
la pregunta que tocaba hacer.
HC.- A la
protagonista, en primer lugar, la llamas Kuki, cuando es niña, y después
Amanda. ¿Por qué ese cambio de nombre?
Es la realidad. Cuando empecé a hacer las entrevistas, mi tía lo
achacaba al hecho de que, tal vez, yo veía una serie de dibujos animados, uno
de cuyos personajes se llamaba Kuki. Lo de Amanda lo recuerdo como algo
relacionado con el hecho de inventarme personalidades, un intento de ser una
persona distinta, porque si hay algo que marca mucho a los hijos de padres
ausentes es la necesidad de pensar qué puedes hacer para retener a la gente.
Para un niño resulta muy traumático entender que su padre o su madre no están.
Ellos no tienen la culpa de eso y prefieren pensar que, si fueran más guapos o
más listos, no se irían. Y creas un bucle para ver si se quedan. Este tipo de
cosas me ha servido para continuar viviendo ahí.
HC.- Entre otros muchos oficios que has desempeñado, cuentas que has
ejercido como «negra» de escritor. ¿Eso es cierto?
LF.- Sí.
HC.- Y ¿qué se siente cuando ves publicado tu texto a nombre de otro autor?
LF.- No sientes nada, el anonimato forma parte de ese cometido y yo me
distanciaba bastante. En realidad, no lo hecho demasiadas veces, pero cuando
una persona pertenece a la industria de la edición, entra en una rueda y es
como un trabajo más. He escrito cosas poco personales, como biografías de
algunos artistas que, evidentemente, ellos no iban a escribir nunca. Lo hago,
cobro y desconecto. Definitivamente, no tengo problemas con el ego por la
autoría de un texto.
HC.- En una entrevista comentaste que tu madre sí había leído la novela
y tu padre todavía no. ¿Ya lo ha hecho?
LF.- No, en mi casa nadie lee, nadie escucha la radio. El tema de la
cultura es algo muy secundario, así que yo creo que hacen un esfuerzo para leer
el libro, porque saben que para mí es importante. Mi padre igual lo leerá más
adelante. Antes de publicar le dije si quería mirarlo, porque podía cambiar
cosas, pero me respondió que no me preocupara, que seguro que lo que había
escrito estaría bien.
HC.- Volvemos un momento sobre tu madre, la «gran tapada». Dices que
ella no quería aparecer en la novela, como si una novela fuese una fotografía
en la que una persona no quiere ser retratada.
LF.- Totalmente, aunque no es lo mismo. Si algo caracteriza a mi madre
es la necesidad del control de la narrativa que, a fin de cuentas, es lo que
hacemos todos. La frase esa de Czeslaw Milosz, que dice que cuando un escritor
nace en el seno de una familia, la familia se acaba, me parece muy obtusa, porque al final lo que
nos pasa a los que escribimos es que tenemos algo que resolver y, en
consecuencia, no hemos escrito la historia de nuestra familia. Si lo hubiéramos
hecho, otro gallo nos cantaría. Hay quien aspira en la vida a controlar su
propia narrativa y no quieren que su hija o cualquier otra persona pueda
entrometerse en ese control. Así es mi madre y también otras muchas personas,
que borran recuerdos o historias porque no favorecen su propia narrativa. Es
una estrategia de supervivencia como otra cualquiera.
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HC.- En todas las familias siempre hay alguien que escribe «la historia oficial».
LF.- Efectivamente. Cuando hay una ausencia, muchas veces el foco va
hacia allí, pero claro eso es un fuego de distracción. Y tampoco podemos
olvidar que, en ocasiones, la historia la escriben los que se quedan. A mí todo
este proceso me ha resultado muy interesante, porque he entendido cómo
funcionan las omisiones, los tabúes, los hilos que cosen la familia… Creo que la
idea de familia que tenemos hoy pasa por eliminar esa idea y sustituirla por
otra que encaje con la realidad propia de cada uno.
HC.- La última: después de todo lo hablado, ¿te embarcarías de nuevo en un
proyecto literario como este?
LF.- No sé si repetiría o no. Lo cierto es que, haya salido bien o mal,
es el libro que quería escribir, lo necesitaba y siento que llevo escribiéndolo
toda la vida. En algún momento habría tenido que emprender esta tarea y hacerlo
ahora, cuando aún soy joven entre comillas, me brinda la oportunidad de cerrar
una etapa como te decía al principio.