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Nº 683.- En ocasiones, la vida pone piedras en nuestro camino. Como palos en las ruedas. E inesperadamente, una sobresale por encima de las demás. En las entrevistas a escritores ocurre algo parecido. La simple lectura del libro ‘La muerte en común. Sobre la dimensión intersubjetiva del morir’, escrito por Ana Carrasco-Conde, II Premio de Ensayo Eugenio Trías, publicado por Galaxia Gutenberg, coincidió con el momento en que me diagnosticaron una dolencia poco benigna. Por razones obvias, pospuse la lectura del texto. No me sentía con ánimos de perseverar en ello. Sin embargo, al mismo tiempo me propuse que, si las circunstancias lo permitían, reanudaría mis entrevistas. Y Ana Carrasco-Conde sería mi primera entrevistada. Casi tres meses después de todo aquello, las aguas parecían bajar menos turbias y determiné recuperar mi propósito. No sin un cierto miedo. Lo confieso. O asombro. O ambas cosas a la vez. Fue así como el pasado 30 de mayo, entrevisté a la filósofa manchega sobre su galardonado ensayo que, por un lado, se centra en las consecuencias de perder a alguien que te constituye como persona y, por otro, reflexiona sobre la repercusión de una muerte, cualquier muerte, en la sociedad. La mañana nos había saludado con calor, tanto en Madrid como en València, puntos extremos de nuestra charla telefónica. Pulsé el play de la grabadora. Se iluminó el piloto rojo. Y comenzamos. Una conversación llena de vida sobre la muerte y su presencia en nuestro devenir diario. No podemos obviar a la Parca, aunque tratemos de darle la espalda en un vano empeño. Una misión imposible. Algo de locos.
Ana, la muerte nos afecta a todos, y tú le has dedicado un
ensayo de casi cuatrocientas páginas.
La verdad es que el tema impone un poco. Yo misma, mientras
lo escribía, hube de superar mis propias circunstancias y vivencias, pero
aunque inicialmente es un libro sobre la muerte, acaba siendo un libro sobre la
vida.
¿Escribir ‘La muerte en común’ es tu forma particular de
acercarte a ella?
Creo que, tal y como entiendo la filosofía, lo que hacemos es
pensar cosas que nos inquietan o duelen. Con relación a la muerte sentía una
preocupación por saber cómo abordar la pérdida y averiguar por qué tenemos
miedo no tanto a nuestra propia muerte, sino a la de un ser querido. Y, a
medida que investigaba, fui fortaleciéndome con la lectura de abundantes textos
hasta darme cuenta de que esa pérdida tenía mucho que ver con lo que los
griegos llamaban pothos, que es un echar de menos. Detrás de esa reflexión
vi que el libro hablaba de la vida todo el tiempo. Si somos seres que a lo
largo de nuestra existencia estamos interconectados afectivamente, en la muerte
lo seguimos estando de alguna manera. Y empecé a pensar lo que significa
construir tu propia identidad, siempre deudora de la de los demás. Por supuesto
que pienso en la muerte, pero me fijo sobre todo en la vida. Hay que observar
cómo es, con quién la compartimos y qué aportación queremos dejar a los demás.
Recientemente, leí a un filósofo que decía que su cometido
actual era parecido al de un psicólogo. Atendía a personas en su consulta para
orientarles en materias existenciales como la ética, el sentido de la vida, la
libertad… ¿Qué opinión tienes sobre esto?
Ser filósofo es una profesión necesaria, pero no me parecen
nada bien ese tipo de consultorios. Las conversaciones sobre cuestiones
existenciales son muy delicadas. Se trabaja con afectos, traumas y heridas y,
si no lo haces bien, puedes procurar más mal que otra cosa. Por otro lado, soy
muy socrática en ese sentido, considero que la filosofía tiene que ver con la
vida examinada. ¿Qué significa esto? Pues que cuando vas a un psicólogo o a un
consultor, lo haces porque padeces algún tipo de problema. Inicialmente, la
filosofía no tiene nada que ver con todo esto. La filosofía cuestiona la vida
y, a partir de ese cuestionamiento, surgen asuntos más concretos, que tienen
relación con lo más personal.
Por lo que veo, la línea fronteriza que existiría entre un
consultorio psicológico y otro filosófico sería muy tenue, ¿no?
El psicólogo aborda un caso individual, se centra en el
problema concreto de un individuo que no puede vivir con él a cuestas. Es una
angustia que le impide tomar decisiones, que le paraliza, que afecta a su vida
cotidiana y no le permite desenvolverse. La filosofía, sin embargo, aborda la
vida examinada desde la perspectiva del nosotros. Siempre. Nunca pierde su
dimensión intersubjetiva. Esa es la diferencia fundamental con la psicología.
¿Qué papel tendría que desempeñar la filosofía en la
actualidad?
El ser humano necesita creer en algo. Pero ahora se ha
producido una usurpación. Siempre ha habido dioses y las religiones han
evolucionado. Cada religión lo que ha hecho es demonizar a la anterior. Ahora
nos encontramos con que el nuevo dios es la tecnología, la producción y el
neoliberalismo. No hay más que recordar la pandemia. Creíamos que la tecnología
nos salvaría porque, como seres humanos, somos incapaces de solucionar nuestros
propios problemas y nos encomendamos a otras instancias. Lo que hace la IA es
demonizar al ser humano, porque somos defectuosos, lentos, nos equivocamos y
depositamos nuestra confianza en una tecnología que programamos nosotros
mismos. Todas estas cosas han generado que esta sociedad teológica cada vez crea
menos en el ser humano y más en la tecnología, un concepto mal entendido. Por
otro lado, hemos cambiado los valores y cada vez estamos más preocupados por
cubrir los objetivos, sin mirar los procesos. Directamente nos enfocamos en los
resultados, sin pensar si lo que hacemos está bien o mal. Creemos que está bien,
porque nos genera más producción y, si producimos más, nos sentimos menos
culpables. Pero producir más nos provoca un mayor cansancio. Hay ahí un extraño
desplazamiento. Hemos reemplazado la divinidad por la tecnología, pero usamos
las mismas herramientas de siempre y nos sentimos igual de culpables que antes con
la religión. Y me parece que deberíamos pensar en todo esto. Pero como no hay
un procedimiento reflexivo, cada vez disponemos de menos herramientas para
abrir grietas, destruir tópicos e inercias y cuestionar lo que es correcto y
bueno. Si regresáramos a la tradición medieval nos daríamos cuenta de que ese
es uno de los elementos que introduce el mal. Cuando creemos que estamos
haciendo el bien, estamos haciendo el mal. Aún hay un último factor que tener
presente: vivimos muy atomizados, pensamos demasiado en nosotros mismos. Si
pensáramos en los demás, vivir en común nos resultaría más fácil. Pero hacemos
lo contrario.
Por lo tanto, necesitamos a la filosofía más que nunca.
Siempre ha sido necesaria y, si hoy lo es más que nunca, se
debe al momento tremendamente inquietante que vivimos. Todos estamos cansados,
saturados. No disponemos de tiempo para vivir, se nos agota. Estamos demasiado
pendientes de la eficiencia y la producción, de sentirnos adecuados… Todo eso
implica que la filosofía ha de empezar a actuar. Y lo primero que hemos de
hacer es atrevernos a preguntar. En ese sentido, la forma de abordar la
filosofía que, humildemente, he tratado de aportar con mi libro es la de ser
una consolación filosófica. Pero esa consolación no tiene nada que ver con la
idea de que, como filósofa, yo considere que puedo arreglar los problemas de otras personas. No, mi misión
es generar un proceso de pensamiento y, si tú me quieres acompañar en él, pues,
maravilloso. Y me alegraré de ayudar a los demás, pero mi trabajo no se orienta
a ahuyentar el dolor, sino a saber qué significa la vida, ver lo que podemos
cambiar y lo que no.
Cuando alguien muere se lleva consigo una parte nuestra a la
tumba. Y en nosotros se abre un vacío que hay que tratar de reparar. Tú
planteas que ese vacío no es sólo individual sino colectivo. ¿La función del
duelo consiste en ayudarnos a cubrir ese hueco?
Efectivamente, tenemos varias maneras de entender el dolor de
la pérdida, algo que sucede cuando fallece alguien que nos importa mucho y deja
un hueco en nosotros. ¿Por qué ocurre eso? Porque esa persona, con la que hemos
tenido tantas vivencias en común, no es un mero acompañante y acaba
incorporándose a nuestra propia identidad. Por eso, cuando desaparece el
referente, el eidos como diría Platón, nos sentimos tremendamente vacíos.
Y lo importante, como has dicho en tu pregunta, es que hay que tratar de reparar
esa situación. Pero el problema es que, en la sociedad actual, no tratamos de
reparar sino de rellenar con otra cosa y olvidar. Si se te muere un perro, te
compras otro. Pero tú no puedes comprarte una abuela o un padre. Sin embargo,
sí puedes regresar a tu actividad laboral a los dos días y trabajar mucho para
no pensar. De esta manera el agujero que se ha creado en nosotros aumenta,
crece el vacío y la tristeza. ¿Qué supone un verdadero proceso de duelo? En
este punto hay que diferenciar entre dolor y duelo. Dolor es el daño que
sentimos ante la pérdida. El duelo es cómo procesamos ese dolor. Y a lo largo
de ese proceso nos damos cuenta de que no podemos colmar el vacío. La pérdida
está ahí. Eso significa que has vivido bien, has querido a esa persona y su desaparición
te genera mucho daño. Pero no hacemos un duelo individual, porque estamos muy
preocupados en no pensar y le trasladamos todo el peso al dolor de la pérdida.
Y ¿qué encontramos ahora? Pues que hay muchas propuestas de autoayuda, ¡qué
horror! También acudimos a los textos helenísticos, pero como nos acercamos
desde un punto de vista individual y el pensamiento griego es colectivo,
inserto en un contexto en el que nunca se ha olvidado la dimensión comunitaria,
no nos sirve. No hay que confundir la pérdida con lo perdido. Es muy injusto
identificar a una persona a la que hemos querido tanto con su último momento,
el del dolor. Hemos de darnos cuenta de todo lo que nos aportó durante su vida.
Precisamente, eso es lo que nos ofrece la dimensión social, lo que nos da la
fuerza necesaria para reconocer el vacío, asumir la ganancia que te proporcionó
el fallecido y reconstruir tu vida de nuevo.
Tradicionalmente, pensamos que nuestra asistencia a las
exequias fúnebres, nuestros cánticos y oraciones van dirigidas al muerto, para
ayudarle a transitar hacia “la otra orilla”. Sin embargo, en ‘La muerte en
común’ insistes en que el duelo debe enfocarse a los deudos.
Claro, es que más que de duelo deberíamos hablar de los ritos
que ayudan a que una persona pueda llevar a cabo el duelo. En el mundo antiguo,
los ritos funerarios con relación al difunto iban destinados a ayudar al muerto
a cruzar a la otra orilla y, en el caso romano, a evitar que regresasen en
forma de divinidad maligna. Pero en el momento de la despedida, al difunto se
le recolocaba también en la comunidad. Esto es importante. En nuestras
sociedades actuales al difunto se le expulsa, pero sigue siendo partícipe de la
sociedad de otro modo. Mientras me documentaba, leí que en Atenas las personas
que querían participar de la vida política tenían que acreditar que seguían
ocupándose de su familia, tanto de los vivos como de los muertos. Lo mismo
sucedía en la cultura romana. Es algo que hay que tener en cuenta. El difunto
sigue formando parte de la familia. Respecto a la última parte de tu pregunta,
hay que decir que esos ritos van dirigidos a los dolientes. En el libro utilizo
la línea musical de las nanas, porque de lo que se trataba era de ayudar a la
familia para que reconstruyese su vida de otro modo, sin olvidar a la
comunidad. Si había un problema a título individual también lo había a nivel
familiar. Y la familia del difunto, con sus dolencias, también producía un desequilibro
en la sociedad. De ahí la importancia de los ritos y de la ayuda que prestan. Las
sociedades actuales no creemos en el otro lado, pero podemos aceptar que el
muerto sigue estando presente. A nivel familiar precisamos un tiempo de
acompañamiento, en el que no abandonemos nunca la dimensión de la comunidad
para transformar ese dolor y reconstruir nuestra vida y, también, para que la
sociedad pueda reactivar su capacidad de reconocimiento del dolor de sus
miembros. No hay nada peor en el mundo que el hecho de que alguien niegue a
nadie el derecho a sentir dolor por la pérdida de un ser querido. Y, por
desgracia, eso sucede a menudo.
La música desempeña un papel destacado dentro del ritual
funerario. En el libro citas los réquiems de Mozart y de Fauré, así como otras
piezas fúnebres de Mahler o de Brahms. ¿En la actualidad se componen partituras
con finalidad funeraria?
En realidad, sí que hay música para acompañar la pérdida,
pero la escuchamos de una manera distinta. Habitualmente se trata de música
pop. Pero entiendo que en tu pregunta te refieres a música sacra clásica. Hasta
donde yo sé, además de la música compuesta durante los siglos XVII, XVIII y
XIX, disponemos de los réquiems de Ligeti o Karl Jenkins, este último concebido
en tonos mayores más sublimadores. La música es un elemento muy importante,
tiene algo de especial, te abre la sensibilidad y hace que sientas que formas
parte de algo más grande. La Iglesia siempre ha sido muy lista y, aunque soy
atea, me encanta visitar templos. Me gusta mucho la música religiosa porque,
mezclada con la luz y los colores de las vidrieras, produce un efecto
maravilloso. Cuando escuchas ese tipo de música, sientes una cierta
trascendencia, que la Iglesia emplea como parte del vínculo con Dios. Sin
embargo, si suprimimos el componente religioso, tu yo desaparece y la música
hace que nos sintamos conectados con algo más grande. Y justo eso es lo que
sucedía en los rituales. Has perdido algo, pero formas parte de una comunidad
que te recoge, abraza y acuna. Gracias a eso puedes salir de la tonalidad en re
menor, que es más triste, para llegar a la de re mayor que tiene cosas
maravillosas. Es lo que ocurre con el Réquiem de Mozart y el de Fauré o la
famosa Nänie de Brahms. La música recoge el sentimiento en tonalidades
bajas y, poco a poco, consigue que el dolor se acompase con los ritmos y la
sensibilidad de una melodía que permite salir de ahí e intentar la
reconstrucción.
A pesar de que tampoco soy creyente, no me gusta olvidarme de
la muerte. Cada Miércoles de Ceniza procuro entrar en un templo para que me la
impongan y recordar que «polvo somos y en polvo nos convertiremos», aunque ahora
el sacerdote pronuncia otras palabras.
No sólo tenemos miedo a la muerte. También la negamos. Y en
esa negación ocurre una paradoja. Continuamente luchamos para ser inmortales.
Practicamos un transhumanismo que pretende convertir al ser humano en una
especie de máquina que lo aguanta todo. La lucha contra el envejecimiento, en
el fondo, es un intento de prolongar la vida pensando que, de alguna manera,
podemos vencer a la muerte. Pero la muerte siempre gana. De hecho, nos llamamos
a nosotros mismos seres mortales [risas]. Y cuanto más huimos de la muerte,
cuanto más pensamos en ser jóvenes siempre y mantenernos activos para exhibir
nuestra energía, más nos convertimos en muertos vivientes. Hegel afirmaba que «la
muerte cuanto más se niega, más fuerza tiene». No podemos hacer nada contra
ella. Y no tiene cara. En el mundo medieval había representaciones de la
muerte, pero ¿cuál es su retrato hoy? Seguimos usando la imagen del mundo
antiguo, la del monje con la guadaña. Como no nos enfrentamos a la muerte, no
pensamos en ella y como vivimos pendientes de negar nuestra mortalidad, dejamos
de vivir, de pensar en nuestra vida afectiva, de relacionarnos con los demás…
Hemos de trabajar dieciséis horas diarias y no nos paramos a vivir. Por eso
decía que había una paradoja: negamos la muerte, intentamos obturar la herida, pero
al mismo tiempo nos cargamos de más tristeza, eso que he llamado pothos
al principio de nuestra conversación, una añoranza relacionada con la nada y el
vacío. Abrazamos la nada y el vacío, en lugar de abrazar la presencia real que
nos aportan las personas. ¿Qué triste, no?
Martín de Alpartil, un clérigo aragonés que vivió a caballo
de los siglos XIV y XV, al referirse al fallecimiento de alguien, escribe que con
su muerte el difunto «cumple la parte final del compromiso que cada persona
asume al nacer». Se nos olvida ese compromiso…
Es cierto que cuando nacemos ya sabemos que hemos de morir,
por supuesto. El filósofo Martin Heidegger afirmaba que somos seres para la
muerte. Es su manera de expresar lo mismo que Alpartil. Es una frase real y, a
la vez, muy ceniza. Hanna Arendt, discípula suya, decía que somos seres natales
y mortales, que tenemos todo el camino por delante. Yo pienso que somos natales
y mortales, pero también el camino, el
vivir… Realmente la vida es un verbo, no un sustantivo. Un verbo que se conjuga
permanentemente, estamos viviendo, y que tiene que ver con el camino que construimos
cada mañana. No podemos centrarnos tanto en el nacimiento y la muerte, pero hemos
de ser conscientes de la muerte para vivir plenamente.
El camino es lo que importa, el viaje, el recorrido, las aportaciones…
En su libro ‘Ser y tiempo’, Heidegger explica lo que
significa finalizar o cesar o cumplir la vida. Afirma que no podemos decir que,
al morir, un ser humano ha finalizado o ha cesado. Él intenta buscar otras
palabras equivalentes y yo le he dado la vuelta y he pensado que, si no podemos
decir que un ser humano cesa, es porque no cesa y no lo hace porque todo ese
proceso, ese camino, sigue siendo conjugado a través de los demás. Me parece
importante recuperar ese pensamiento. La idea del libro es reconocer un poco la
presencia de la muerte y aceptarla. Vamos a tratar de combatir lo que significa
el sufrimiento. La vida es un proceso y esa es la clave. Y sí, aceptamos la
muerte, pero para vivir la vida.
El escritor Sánchez Dragó dormía siestas en un ataúd, según
él para acostumbrarse. ¿Un ser humano puede prepararse para su último viaje?
Bueno, aceptar la muerte no significa que no te cueste
hacerlo, que no tengas miedo. No voy a ser como Anaximandro, que afirmaba que
su hijo murió porque lo había concebido mortal y a otra cosa mariposa. No, lo
que me parece importante es aceptar el dolor y el miedo, algo normal y natural,
pero cuanto más plenamente hemos vivido y mejores aportaciones hemos hecho a la
vida de los demás, mejor nos sentimos. Vamos a morir, sí, pero ¿cuál es la
forma de afrontar la muerte? Yo nunca me metería en un ataúd, pero no lo haría
porque la imagen no sólo es macabra, sino porque muestra la idea de un ser
humano solo, encerrado en una caja. La muerte y la vida no son eso. Tú no vives
dentro de una caja, vives con los demás. La preparación para la muerte ha de
cimentarse justamente en tus aportaciones a la vida. Cuanto más hayas hecho por
ti y por sus semejantes, más preparado estarás para marcharte. Hay que abrir la
caja, conectarse con los demás.
¿En algún momento te planteaste la posibilidad de escribir ‘La
muerte en común’ bajo el prisma de la ficción?
¡Uf! Este libro posee elementos especiales. Uno de ellos es
que el índice es una poesía. Yo escribo poesía, aunque aún no me he atrevido a
publicar. Pero con eso sí me atreví. Me pareció que era el momento adecuado. Y
no me planteé hacer nada de ficción porque me parece muy difícil. Es complicado
explicar todo este tipo de cosas a través de la ficción. Creo que hay que
poseer un talento especial para ello. Alguna vez he pensado en escribir alguna
novela, pero aún no he dado el paso.
Terminamos: ¿la forma en que enterramos a nuestros muertos actualmente
nos retrata como sociedad?
Sí, lamentablemente nos define. Un observador imparcial,
ajeno a todo, pensaría que tenemos una existencia muy extraña, en la que
intentamos vivir de una manera que no nos corresponde, siguiendo unos ritmos
que no son humanos. Tratamos de llevar una vida maquínica, en la que cada vez
necesitemos menos descansar, dormir y disfrutar los fines de semana. Si no
podemos seguir trabajando nos tomamos café o una pastilla para combatir el
sueño. Los ritmos de la vida son biológicos y nuestros procesos lentos. Somos
seres de proceso y precisamos de un tiempo. Pero no vivimos conforme a todo
eso, vivimos al compás de una máquina de producción, un ritmo que, por
definición, no podemos cumplir sin rompernos. No nos cuidamos, lo que nos
convierte en una sociedad tremendamente moribunda, y huimos de nosotros mismos,
como si estuviéramos demonizados, para alcanzar el ideal de que podemos con
todo. El ser humano debe aprender a aceptar su vulnerabilidad.