
El comienzo del álbum de Grand no puede resultar más
significativo: en la Francia gobernada por Pétain, mientras el pueblo le aclama
durante un desfile, un grupo de muchachos hace llover panfletos en su contra: “La juventud de Francia no quiere un mariscal
traidor”. La voz narradora prosigue: “Para
nuestros compañeros, todo empezó como un juego de niños. A algunos no les dará
tiempo de convertirse en adultos”. La causa de la libertad no distingue
entre jóvenes y viejos, solo entre ocupados y libres, vivos y muertos. La siguiente escena, 21 de
marzo de 1943, introduce de lleno al lector en la trama: un padre se despide de
Raymond, su hijo, que casi no tiene dieciocho años, mientras ambos toman un
café acodados sobre la barra de un bar. La decisión del joven de enrolarse en
la es firme y su padre no se opone, pero
como luego recordará el muchacho “en sus
ojos había una urgencia que yo tardaría años en comprender. No era su muerte la
que imaginaba, sino la mía”. A partir de ese momento, Raymond trocará su
nombre por un alias: Jeannot, su salvoconducto, su deneí para la guerra
subterránea. En su idealismo, intenta ingresar en la R.A.F. o en el maquis,
pero terminará encuadrado en la guerrilla urbana, porque él quiere matar a un
nazi antes de morir. Poco a poco asistiremos a su integración en el grupo, a la
aceptación de las normas de seguridad y al aprendizaje de las estrategias
guerrilleras. Jeannot, igual que su hermano Claude que le acompañará en esta
lucha, pronto se regirá por una doble vida: la real en la clandestinidad y la
aparente en la pensión que habitan como estudiantes.
El trazo que anima las
viñetas de ‘Los hijos de la libertad’ expresa por sí solo el espíritu que impregna
la obra: vivo pero triste. Cuando alguien abre cualquier página del álbum,
encuentra escenas plagadas de un colorido atractivo a la vez que apagado, que
alternan momentos de humor con otros de miedo y drama, en los que también queda
espacio para el amor, un amor vedado por las normas de la guerrilla para no
crear vínculos ni delatar compañeros durante los posibles interrogatorios. Alain Grand explica con detalle los avatares
de la vida clandestina: los golpes, la escasez de armas y municiones, la
planificación de las acciones, los atentados, los reveses, las detenciones, las
ejecuciones…
Pero los miembros del grupo son humanos y, como ya he dicho,
muy jóvenes también. Tienen hambre, pasan frío y sienten el miedo cuando les
llega la hora de actuar. El bautismo de fuego, la primera vez, se presenta como
algo difícil, complicado, apto solo para tipos de piel curtida. Alguno de los
comandos no se atreverá a disparar sobre sus objetivos por la espalda y, para
armarse de valor, pronunciará sus nombres en voz alta, obligándoles a volverse
para reconocer el rostro, como si el gesto sorprendido o alertado de una
persona a punto de morir le infundiera el ánimo necesario para acabar con ella.
Al mismo tiempo procuran que sus acciones sean limpias y no dudan en arriesgar
sus propias vidas – entre las páginas 61 y 63 hay una excelente muestra de ello
– para evitar la muerte de cualquier inocente (eso que en las guerras modernas,
eufemísticamente, se denomina “daño
colateral”). Quizá este detalle permita establecer la diferencia entre un
resistente y un terrorista, ya que a este último no le importan nada las vidas
anónimas que pueda cercenar una acción indiscriminada con tal de alcanzar el
objetivo propuesto.
Podemos dividir ‘Los hijos de la libertad’ en dos partes bien
definidas. La primera, que alcanza hasta la página 120, cuenta la lucha pura y
dura y su trastienda. La segunda arranca a partir del momento en que las
autoridades francesas deciden entregar a los prisioneros políticos a las fuerzas
alemanas, para que los trasladen a sus campos de concentración en un convoy
ferroviario, a cuyo frente figura el infernal teniente Schuster. El viaje se
convertirá en una terrible odisea en la que perderán la vida muchos prisioneros.
Mejor no describir sus penalidades, innumerables, ya se encarga de ello la
paleta cromática de Alain Grand que se ensombrece o se ilumina a lo largo de
estas páginas para acentuar el dramatismo de cada instante.
Antes de concluir, es preciso hablar de Marc Levy (Boulogne-Billancourt,
Francia, 1961), guionista del álbum y autor de la novela que ha versionado
Alain Grand para el cómic como señalaba al comienzo. Cuando publicó su novela, el
escritor francés dejó bien claro que los hechos que había narrado eran reales y
se referían a la vida de su padre, Jeannot en la ficción, quien durante mucho
tiempo mantuvo oculto su pasado como luchador de la francesa. A Levy le llevó más de veinte años
interrogar a su progenitor utilizando a su propia madre como anzuelo, para
conocer la información indispensable para escribir la obra. Y de aquellas
averiguaciones, aquella novela; y de aquella novela, este cómic duro,
sacrificado y alentador sobre la trastienda de la Resistencia gala.
‘Los hijos de la libertad’. Marc Levy y
Alain Grand. Planeta
Cómic. 2015. Color, tapa dura y 176 páginas. Precio: 25 euros.