Por ahora Órdenes sagradas’ es la
última entrega de la serie policiaca protagonizada por el forense Quirke. Si no
es el mejor título, sin duda, es uno de los mejores. Y una vez más, Black (o
debería decir Banville) se descuelga con un recital literario de primer orden.
En esta ocasión, el forense irlandés se ocupa en investigar el asesinato de un
amigo de Phoebe, su hija, llamado Jimmy Minor, al que ya conocíamos de novelas
anteriores y cuyo cadáver aparece flotando en las aguas del canal. Esta
aparición remueve los cimientos de Quirke hasta el punto de retrotraerle a sus
tiempos pasados en el orfanato católico de Carricklea.
En ‘Órdenes sagradas’ importa
poco la investigación policial, aunque el inspector Hackett ande por medio. Es
marca de la casa. Mientras leemos la novela es frecuente que olvidemos que el
objetivo de muchas novelas policiales es descubrir al culpable y encontrarle
una explicación al crimen, para centrarnos en el puro placer de la lectura de
esta delicia. Black explora sin omitir detalle, las consecuencias que la muerte
de Minor causa en su entorno, en su
propia familia. Asistimos al retrato psicológico, no solo de la víctima, de la
que se nos revelan detalles desconocidos de su perfil, sino también de sus
seres más allegados. Y es ahí donde profundizamos con nuestra mirada, guiados
por la mano, segura y engrasada, del narrador de Wexford.
Quirke está cambiando para
precipitarse hacia un vacío con poco espacio de maniobra. En ‘Órdenes sagradas’
se muestra como el alcohólico total que es, un personaje que camina, página a
página, novela a novela, hacia su propia destrucción. El alcohol, al que de
ningún modo puede renunciar, se ha enseñoreado de su persona y únicamente
consigue no comenzar a beber cada día demasiado pronto, aunque esto tampoco ocurre
siempre. Las alucinaciones comienzan a ser frecuentes en su vida. Phoebe cada
vez se muestra más resignada a la degradación de su padre. Lo considera un
aspecto más de su personalidad, tan inherente a su modo de ser que
probablemente no concebiría a un Quirke demasiado tiempo sobrio. Además, la
brusca aparición de la hermana de la víctima, le incitará a internarse por
territorios completamente desconocidos para ella hasta entonces.
Dublín continúa siendo el
escenario indispensable. Un Dublín lloroso, húmedo gris, quizá un poco más
sórdido que en novelas anteriores. Los personajes mueven nuestra mirada a
través de los comedores de varios de sus hoteles, estancias a veces un poco
lúgubres, por momento cutres y rancias, en las que lo mismo tropezamos con
artistas venidas a menos, ligones de nómina o sacerdotes católicos compartiendo
whiskies o pintas de cerveza negra. Guinnes, claro.
El desenlace es correcto, sin
más. Pero no importa. Sin ser un escritor policial de cuna, en mi opinión
Benjamin Black, o John Banville, se ha convertido, desde hace ya mucho tiempo,
en la oferta más interesante de novela negra que existe en la actualidad. Black
practica una variante del género que no destaca precisamente por lo intrincado
de sus argumentos y estructuras policiales, sino por la calidad de su escritura.
Leer ‘Órdenes negras’ es un placer de los sentidos, una llamada a la
concentración, la consagración de una literatura brillante que, incluso en los
momentos tensos, se ve tamizada por el verbo preciso del escritor con
seudónimo.
Claro que, bien mirado, la
traducción al castellano de estas ‘Órdenes negras’ efectuada por Nuria Barrios,
periodista, traductora y escritora, no debe ser ajena a estos piropos. Al menos
para el que suscribe, que desconoce la lengua de Shakespeare, así debe ser. A
gozarla, mis improbables.
Herme Cerezo
‘Ordenes sagradas’ de Benjamin
Black. Penguin Random House Grupo Editorial. Colección Debolsillo. Tapa blanda,
336 páginas; 9.95 euros. Año 2015.
Calificación: 3