Elvira, contaba Vargas Llosa en una entrevista reciente que,
en una ocasión, caminaba por París con Julio Cortázar. Durante la conversación,
el escritor argentino le dijo: «Esta tarde tengo que escribir ‘Rayuela’ y no sé
qué va a pasar». ¿Te sucede a ti algo parecido?
Me ocurre lo mismo, sí. Nunca tengo claro hacia donde voy,
sobre todo cuando el libro está en ciernes y también cuando lo llevo
medianamente desarrollado. Además, soy bastante caótica, porque no escribo la
novela unitariamente sino que estoy trabajando sobre un tema y de ahí surgen
varias ramificaciones. Una vez que tengo la sensación de que ya ha escrito todo
lo que quería escribir, hago un trabajo de montaje. Pero en ese momento el
libro es algo informe todavía. ‘Las voces de Adriana’, por ejemplo, llegó a
tener trescientas páginas y le quité la mitad porque quedaba un Frankenstein.
Así que, cuando ya tuve clara la línea de la narración, lo desmonté y lo volví a
montar.
Sé que a ti eso de los géneros no te importa mucho. ‘Las voces
de Adriana’ es una novela en la que has incluido prosa, poemas, diálogos,
relatos cortos... ¿En una novela cabe de todo?
Pues en esta novela desde luego que sí. Han cabido relatos y
algo parecido a poemas, pero quizá en todas las novelas no suceda igual. Si lo
pensamos genéricamente, la novela es un género que se presta a contener en su
interior múltiples formas o diversos estilos, pero siempre pensando que lo que
incluyas ha de funcionar dentro del libro.
¿La escritura de ‘Las voces de Adriana’ viene provocada por el fallecimiento de tu madre?
Si mi madre no hubiera fallecido, seguramente el libro no se
habría escrito… Sí, surge de su fallecimiento. Cuando ella murió me puse a
escribir sobre duelos, sin tener ninguna pretensión de construir un libro, pero
sí con la sensación de que necesitaba tratar este tema. Sin embargo, ocurre que
yo no puedo escribir de manera inmediata sobre lo que me pasa. Necesito que
transcurra un tiempo para sedimentar esa vivencia y tener la capacidad de
inventar algo a partir de ella. Digo inventar, porque aunque en ‘Las voces de
Adriana’ hay componentes autobiográficos, también hay un gran componente de
ficción. En este sentido, fue muy importante para mí la película ‘Cría
cuervos’, de Carlos Saura, protagonizada por una madre, interpretada por
Geraldine Chaplin, y una hija, que es Ana Torrent. En realidad, la madre está
muerta, pero la niña la ve y habla con ella. En un momento determinado, vemos a
la hija ya de mayor, ahora interpretada por Geraldine, y ahí detecté que la
película hablaba de una fusión entre la madre y la hija, el fruto de un fruto.
De repente, me sentí movida a escribir la tercera parte, la de las voces. Y lo
hice casi del tirón, en dos sentadas. Ese fragmento se mantuvo ahí, solo,
durante bastante tiempo, sin saber muy bien qué quería hacer con él. Es un
texto que contiene mucha intensidad emocional y al que no se puede acceder de
manera directa. Además, a mí tampoco me gusta alargar la historia de manera
innecesaria, así que seguí escribiendo las otras partes de la novela, hasta que
me di cuenta de que existía un hilo conductor y que podría efectuar un tránsito
para conectarlas con ese texto solitario.
De alguna manera, ¿escribir ‘Las voces de Adriana’ ha sido
una forma de cerrar el duelo para ti?
Es una forma de hacerlo, quizá también lo es de despedida y
asunción de las memorias… No sé si ha significado cerrar el duelo… Pero desde
luego sí que ha supuesto asumir la pérdida.
Carlos Zanón, en su crítica de la novela en el ‘Babelia’ del
pasado sábado, consideraba que ‘Las voces de Adriana’ era una “pieza musical en
tres partes”. ¿Te parece adecuada esta comparación?
Bueno, en la medida en que tiene tres tonos, y que también en
música hablamos de tonos, pues sí podría resultar acertado considerarla como
tres piezas musicales.
¿A qué obedece esa estructura de tres partes?
Son tres momentos muy diferentes. Hay dos duelos y un
semiduelo, la enfermedad del padre, que en el fondo no es más que el miedo a
sufrir otro duelo. Por otro lado, no podemos olvidar el duelo de la casa donde
Adriana fue dejada al cuidado de su abuela a los seis meses de haber nacido. Siempre
digo que la casa sustituyó al cuerpo de la madre, es decir, de alguna manera
ofició, junto con la abuela, de abrigo materno. Cuando, por el fallecimiento de
sus habitantes, la casa se queda vacía, ella misma también está sentenciada ya
que no hay vida en su interior, ha perdido sentido, es una ruina y entonces se
produce ese duelo por el espacio al que aludía.
¿Por eso has cambiado la voz narrativa: has pasado de la
tercera a la primera, aunque esa tercera voz es muy especial, muy personal?
Sí, por eso al final cambié. Necesitaba hacerlo, pero a la
vez había que mantener una coherencia estilística dentro del relato. Esa
tercera parte es muy personal, porque tiene mucha densidad emocional y porque la
primera persona siempre es muchísimo más cercana. Son tres personas que están
monologando, contando lo más importante de sus vidas y por eso producen una
sensación de profundidad.
¿Escribir esa última parte ha sido tu forma de darle una
oportunidad a las voces para expresarse por sí mismas, para contar su versión?
Sí y no. No es el punto de vista de la madre y de la abuela,
que continuamente están revelándose cosas. En realidad, es lo que para Adriana
significa la memoria de ambas, pero cuando ella mete estas pequeñas cuñas sabe
que esa memoria no es exactamente ni la de su madre ni la de su abuela. Les da
voz y tiene la sensación de convivir con esas voces, que son sus fantasmas
internos, que se proyectan hacia fuera. Pero no se puede afirmar que sean las
voces de la madre y de la abuela de verdad y tampoco podemos decir que Adriana
mienta, porque la sustancia de la memoria quizá no responde a conceptos como
verdad o mentira.
La escritura de la segunda parte, La Casa, cambia mucho. Se
vuelve más luminosa, más vital, son otras imágenes. ¿A qué crees tú que puede
obedecer esa transformación?
Creo que es una escritura de
evocación… Se trataba de describir un espacio y un espacio es pura
sensorialidad. En consecuencia, no hay manera de no acudir a olores y
sensaciones visuales y quizá eso sea lo que produzca ese cambio. Cada momento
requiere una escritura propia. Por tanto, no puedo seguir con el mismo
registro, porque hemos pasado del protagonismo del padre en la parte primera,
al del espacio de la casa en la parte segunda.
Adriana, que cuida a su padre tras el ictus, se interroga si
tiene derecho a prohibirle que fume y recetarle ciertas privaciones para que su
tiempo de vida se prolongue. En las familias, cuando llega el momento de este
tipo de situaciones, ¿invertimos los papeles?
Creo que sí. Esta inversión de roles viene dada por la situación.
En el momento en que tú te pones a cuidar a una persona, los roles se invierten
y siempre surge el conflicto, porque, digamos, que de los padres a los hijos la
autoridad está clara y, sin embargo, de los hijos a los padres no lo está
tanto.
Bueno, los padres sí tienen claro donde está la autoridad
[risas]. De ahí lo difícil de la situación.
[Risas] Es verdad, ellos sí lo tienen claro, pero entonces aparece
una serie de conflictos al imponerles cosas a las personas que son cuidadas. En
el caso de la novela, es el padre quien ha sufrido un ictus y no tiene que
fumar, pero él hace lo que quiere y fuma. Para mí ahí está la tensión que se
origina entre la idea que tienen las personas de cómo quieren ser cuidadas y la
tuya de cómo hacerlo, que no tienen por qué coincidir. Para ellas seguir
viviendo bien sería continuar haciéndolo como hasta entonces,
independientemente de lo que les pueda pasar. Y eso hay que respetarlo, pero,
claro, en ocasiones eso no sucede.
Otras voces suenan también en la novela, las de las redes
sociales y las apps para ligar. ¿Qué espera el padre de Adriana de esa web de
ligue: autoafirmarse como hombre o ahuyentar la soledad de su viudez?
Creo que hay mucho de ahuyentar soledades, más que de
autoafirmación. Yo solo estuve durante veinticuatro horas en una web de esas y
la sensación que tienes no es de autoafirmación, sino de catálogo. Un catálogo
en el que te sientes expuesta a la vista de los demás. Me resultó algo muy frío
y no me gustó nada. En el caso del padre de Adriana, se trata de una manera de
paliar su soledad y de retomar su juventud. Ya no tiene el cuerpo joven, pero
el espíritu que le alienta es ese. Él es un personaje muy vitalista que va a
aprovechar todo lo que tiene a mano, incluidos esos sitios, para encontrar una
novia y divertirse.
Esa actitud de su padre, lleva a Adriana a pensar que su comportamiento contrasta con la idea de «casi cuarenta años de marido fiel» que tiene de él y que, tal vez, esa «versión oficial» no fuera completamente cierta.
No tenía yo la intención de que hubiera una segunda lectura
de esa frase. La escribí de una manera bastante literal, como de una persona
que ha vivido de una determinada manera en su matrimonio y, cuando sale de él,
retoma lo que había sido antes mientras era soltero. Sería como una vuelta al
pasado. Cuando estamos muchos años con una misma persona somos casi como ella y
con su desaparición a lo mejor vuelves a ser lo que eras antes, o eso creo yo. No lo sé. La cabra tira al monte
[risas].
La abuela de Adriana llevó siempre encima una fotografía de
sus hermanos, muertos durante la Guerra Civil. ¿Los muertos prolongan sus vidas
entre nosotros a través de esas fotografías?
Desde el momento de su muerte prolongan
su vida a partir de sus imágenes, que provocan una recreación, en la que hay
mucho de creación. Por ejemplo, las fotos antiguas de familiares que tú no
conociste ni de pequeño y que existen en todas las familias, crean en nosotros
ficciones vividas que son como algo muy real, porque nos han hablado mucho de ellos.
También hay que tener claro que la memoria de toda persona posee un componente de ficción, que se manifiesta cuando nos referimos
a personas muertas, porque ellas no están presentes y, en consecuencia, no
pueden atestiguar si nuestras palabras son ciertas o no. Es la memoria de la
memoria, una amalgama de ficciones, que no lo son por mentir, pero sí porque
corresponden a unos hechos que no son exactos como nosotros los contamos. Es
una verdad emocional, vehiculada y transmitida a través de esas historias.
Esta mujer era muy religiosa. ¿Cuántos rosarios de los
buenos, de los completos, con su letanía y glorias, ha rezado Elvira Navarro en
su vida?
Rosarios, muchísimos. Tengo una familia materna y una parte
de la paterna que son bastante religiosas, desde monjas de clausura hasta mi
abuela, que iba a misa y que todas las tardes lo rezaba.
Creo que sí, hasta que ese olor se va. Depende también de las
casas. Las que son de tipo pueblo, como la que describo en la novela, son muy
grandes, con muchas habitaciones, algunas de ellas sin ventanas, con recovecos,
alacenas, la cámara, el patio, el corral, la bodega… Son casas que habitaron
nuestros abuelos, e incluso varias generaciones de sus antepasados, y que
conservan las paredes impregnadas de su olor. En la novela describo una estancia
donde se hacía el queso y que, veinte años después, continúa oliendo a queso. De
un piso, y menos en los de nuestra generación, no habría podido escribir eso,
porque el vínculo que establecemos con él no tiene esa entidad. Los pisos
actuales son lugares de paso y los frecuentes trasiegos de sus moradores hacen
que pierdan ese peso, esa densidad de las casas de pueblo. Son volátiles, como
también lo son nuestras propias vidas.
La Parca visita las casas, las vacía, las priva de sus
habitantes. Como dice su título, esta es una novela de voces, pero también del
silencio de los recuerdos de una casa familiar vacía. ¿La seña de identidad de
la muerte es el silencio que deja a su paso?
Cuando la muerte llega a una casa deja el silencio, la falta
de vida, los objetos que se quedan allí sin ser utilizados durante meses y años,
el vacío de los armarios, si la ropa del difunto se tira… Sí, sin duda que el
silencio es su seña de identidad.
Hablas en la novela sobre los diarios personales y explicas
que Julio Ramón Ribeyro decía que los diarios se escriben mientras existe un
problema, pero que, cuando se soluciona, se abandona su escritura. ¿El diario
tiene algo de confesionario de papel y tinta?
Creo que sí. Supongo que cada uno tiene un motivo para llevar
un diario. Hay quien necesita anotar cosas que le suceden, como si quisiera dar
fe de ellas. Algunos, como los de Susan Sontag, son listas, funcionan como un libro
de anotaciones. Pero en general, son muy confesionales, muy obsesivos, y creo
que sí que responden a la existencia de un problema y que desaparecen cuando el
problema se esfuma. Soy mala lectora de diarios, porque detesto ver la ropa
sucia y los diarios son normalmente muy sucios… Me parece que tienen mucho de
desahogo y el desahogo te deja una sensación muy asquerosa, de mucha bajeza moral.
Acabamos con una pregunta casi obligada: ¿dónde estás tú en
‘Las voces de Adriana’?
Yo estoy… Podría estar repartida en toda la novela, porque
creo que, cuando un personaje sale de tu interior y eres capaz de escribir
sobre él, sin duda es porque está dentro de ti.