En esta ocasión, el escritor cartagenero nos presenta no un policial como la vez anterior, sino una novela de aventuras, una trama histórica relativamente contemporánea, que arranca en plena Guerra Civil Española. En marzo del año 1937, en el Mar Egeo, el marino Miguel Jordán Kyriazis, «un hombre imperturbable, casi abúlico, para quien el mar suponía un recurso y la vida a bordo una solución», recibe el encargo por parte del bando golpista de tomar parte en la guerra de modo pretendidamente anónimo, hundiendo en el mar barcos que transportan material armamentístico y ayuda militar al legítimo gobierno de la República.
Por supuesto este tipo de operaciones han de llevarse a cabo de manera subterránea, pues las grandes potencias se afanan por mantener una neutralidad aparente de no intervención, que les impide prestar ayuda o apoyar abiertamente a uno u otro bando. Resulta evidente y es de sobras conocido que, por un lado, alemanes e italianos dieron soporte a los rebeldes golpistas y, por otro, la Unión Soviética al bando republicano, y que ni unos ni otros lo hicieron de manera desinteresada.
Una vez más, al menos siempre ocurre en sus mejores novelas, Reverte recurre a la presencia de personajes secundarios más que importantes. En ‘La isla de la mujer perdida’ son dos hombres quienes juegan ese papel: Salvador Loncar, agente republicano, y Pepe Ordovás, agente nacional, dos espías, que en cierta manera recuerdan a la Niña Puñales, don Ibrahim y el Potro, secundarios de lujo de ‘La piel del tambor’. Además de sus partidas de ajedrez, ambos comparten confidencias operativas, un juego de estrategias rentable, no sincero del todo, pero sí profesional, que les reporta beneficios sustanciales a cada uno de ellos. Un quid pro quo desarrollado en Estambul, donde ambos tienen ubicadas sus respectivas bases de operaciones. Y también sus espacios de goce gastronómico, restaurantes bien catalogados, y de vicio, lupanares de clase distinguida. El juego de añagazas y celadas que se tienden entre sí proporcionan algunos de los momentos más atractivos de la novela. De alguna manera, estos dos personajes influirán en el desarrollo de la contienda peninsular, pero el resultado final de la lucha no les va a afectar mucho. Seguramente, nada.
Como acostumbra, Don Arturo despliega esa exhaustiva documentación de la que gozan todas sus novelas. En alguna entrevista he podido observar los mapas, revistas, fotografías, paquetes de tabaco y otros objetos que ha llegado a adquirir para vestir el atrezzo de la novela. Es, sin duda, otra de las marcas identitarias de la casa. Pero ahora, en 2024, igual que en años anteriores, qué distinto resulta leer la descripción de todos estos elementos, ya que la posibilidad de hacerlo con el teléfono móvil al lado permite al lector orquestar una composición de lugar casi perfecta. El propio escritor, en uno de sus habituales tuits, ha llegado a insertar la lancha Schnellboot S—7 que utiliza la protagonista de la novela en sus desplazamientos por el mar. Es algo similar a leer en 3D.
Me he guardado a propósito hasta este momento, el comentario del triángulo amoroso que se establece en la novela entre Jordán y la pareja compuesta por el barón y la baronesa Katelios. Un matrimonio que me atrevería a calificar de trágico y cruel, en el que brilla con luz propia Lena, la baronesa. Está clara la preferencia de Reverte por las mujeres curtidas y duras, la cita de Joseph Conrad del principio del libro trata sobre eso, y no puede ocultar su devoción por Milady de Winter, una mujer que pelea en un mundo de hombres. En este caso, sin embargo, la protagonista femenina se me antoja como un ser cansado, consciente de su suerte, contra la que lucha sabiendo que tiene la batalla perdida. La venganza, a través del sexo temporal y otras actividades no tan temporales, parece ser su último recurso, su último asidero. «A veces – añadió ella –, cuando eres infiel, torturar a un hombre que te adora y al que desprecias puede producir verdadero alivio…» Por su parte, el barón Pantelis Katelios juega un papel capcioso, el de un perverso bon vivant que ha perdido también el sentido de su vida o que ha descubierto que siempre fue un tipo abyecto, y que asiste al final de un mundo que él representa.
Durante un instante regreso al apartado de secundarios, donde es reseñable la presencia del personaje Bobbie Beaumont, un radiotelegrafista inglés, cuyos diálogos rezuman frases de Shakespeare. Beaumont es un poco el contrapunto de la imagen del marino tradicional: filósofo, psicólogo, observador, antiguo bebedor, ahora con el gaznate seco desde hace tiempo, y un algo sacerdote/sanador de almas atormentadas. Según ha explicado en distintos medios Pérez-Reverte, con su presencia en el libro ha tratado de rendir homenaje a uno de sus mejores amigos, el fallecido novelista Javier Marías, quien para titular sus novelas utilizaba frases extraídas de los textos del Bardo de Avon.
Y nada más. Después de haber leído veintitrés o veinticuatro novelas, relatos y artículos de Arturo Pérez-Reverte, lo que quien suscribe busca encontrar en cada nueva publicación suya es lo mismo de siempre: una historia atractiva, sugerente, contada con ese estilo estudiado y medido, en algunos momentos quizá demasiado medido, con corrupción, traición, engaño y otros salazones, que ofrecen sus novelas. Quizá ahora, al menos eso me ha parecido detectar en ‘La isla de la mujer perdida’, los diálogos, que muchas veces recuerdan a Hammet y Chandler, los grandes maestros del género negro norteamericano, han cobrado mayor importancia en detrimento de las descripciones. Pero tal vez eso sea producto de los tiempos que corren. Cada vez describimos menos y fotografiamos más.
Herme Cerezo/Diario SIGLO XXI