La Guerra Civil anda aún por sus albores. Franco gira una visita de inspección al palacio episcopal de Salamanca, edificio en el que piensa instalar su cuartel general. Le acompaña el obispo Enrique Pla y Deniel. El general golpista se separa del grupo y se detiene ante un cuadro que cuelga sobre uno de los muros. Pla y Deniel se le aproxima y, mirando la pintura, le dice: «Nuestro Cid. Qué gran hombre y no estos políticos de hoy del tres al cuarto». «Un caballero cristiano», responde Franco sin dejar de contemplar al «caballero cristiano», que se afana en escabechar moros en el fragor de una batalla. «Diga Usted que sí. Por eso fuimos imperio», remata el purpurado. Estas palabras del futuro dictador en la película ‘Mientras dure la guerra’ de Alejandro Amenábar, ejemplifican la imagen tradicional que ha acompañado a Rodrigo, o Ruy, Díaz de Vivar: «Un caballero cristiano». A los que ya peinamos más canas que pelos, la frase nos suena familiar. La estudiamos de pequeños, cuando utilizábamos la ‘Enciclopedia Álvarez’ de Tercer Grado, en cuya página 432 podemos leer: «Por su lealtad y grandes virtudes [se refiere al Cid] es considerado como modelo de caballero cristiano».
Y, de dónde arranca esta afirmación? Realmente El Cid era
así? O era otra cosa? Norma Berend (Budapest, 1966), catedrática de Historia
Europea en la Universidad de Cambridge, especialista en el medievo, acaba de
publicar ‘El Cid. Vida y leyenda de un mercenario medieval’, editado por
Crítica, donde aborda estas y otras cuestiones sobre el controvertido guerrero
castellano.
Parece probado que ‘El cantar de Mío Cid’, de autor anónimo, tal
vez la fuente de la que procede la mayor información sobre Rodrigo, que no la
única, fue escrito después de su muerte. El ejemplar de la obra que nos ha
llegado fue copiado por Per Abbat, un abogado castellano de principios del siglo
XIII. El texto lo describe como una figura legendaria, heroica y de
comportamiento modélico, que tal vez no se corresponda demasiado con la imagen
real del Cid.
El siglo XI fue una centuria violenta y belicosa. La guerra
flotaba en el ambiente y se vivía para ella. Fueron momentos propicios para el
éxito de un guerrero como el Cid. Sus orígenes son un tanto difusos. No está
clara su fecha de nacimiento, tal vez a finales de la década de 1040. Rodrigo
Díaz tenía propiedades y es posible que se formara en la corte, tal y como
ocurría con los hijos de los nobles. Sobre 1070 contrajo matrimonio con Jimena
y fue jefe de las mesnadas de los reyes castellanos Sancho II y Alfonso VI. Para
Berend el concepto de Reconquista no existía entonces como tal. En su lugar,
había un deseo de los reyes por apoderarse de territorios musulmanes con los
que engrandecer sus dominios. Pero la situación era confusa, porque los reyes
cristianos no solo pelearon contra los moros, sino también contra otros
monarcas, estableciendo a menudo alianzas con los musulmanes, si cuadraba a sus
conveniencias y a las parias que percibían. A grandes rasgos, este es el
paisaje por el que se moverá el Cid. Y luchará contra moros y cristianos,
indistintamente, guiado únicamente por el deseo de ganancias con las que
enriquecerse y mantener a sus tropas.
Tras el desencuentro provocado por un ataque a la ciudad de
Toledo, Rodrigo Díaz de Vivar fue desterrado por Alfonso VI. Durante un tiempo
guerreó a su aire, prestando sus servicios al mejor postor y cobrando parias a las
taifas a cambio de su protección. Tras levantarse el destierro, un nuevo
contratiempo con el monarca le envió al exilio por segunda vez. Fruto de sus
incursiones peninsulares, Rodrigo puso sus ojos en la ciudad de València, donde
se vivía una revuelta interna. Y el 17 de junio de 1094, rendida por el hambre,
València abrió sus puertas a las tropas del guerrero burgalés, que estableció
una entidad política independiente de Castilla, un principado, donde él era el princeps,
tal vez con la intención de convertirlo más adelante en un reino propio. Es
probable que su temprana muerte le privase de llevar a cabo sus propósitos. Dado
que no era un administrador, sino un guerrero, el Cid recurrió a la ayuda de cadíes,
visires y algún judío recaudador para solventar los problemas de gobierno. Y,
aunque su forma de manejarse fue rígida y cruel, muy negativa desde el punto de
vista musulmán, como señala la escritora «Es bastante increíble que Rodrigo
hubiera podido instalar un régimen más controlador que la Rusia estalinista o
que la Stasi de la Alemania del Este». El Cid ordenó construir una
catedral, sobre la antigua mezquita valenciana, al tiempo que creaba una nueva
diócesis, al frente de la cual se situó el cluniacense Jerónimo de Perigord,
que más tarde llegaría a ser obispo de Salamanca. Se aceptó entonces el rito
eclesiástico romano, tal vez con la intención de que, en el futuro, el papa
reconociese directamente el título de rey para él o sus descendientes.
Algo menos de un lustro duró el sueño. La muerte de Rodrigo sobre
los cincuenta años de edad se produjo por causas naturales. Había combatido en
numerosas campañas militares, fue herido en varias ocasiones y vivió bajo unas
condiciones muy duras, pasando frío, calor y, a menudo, falta de sueño, lo que
contribuyó a acortar su existencia. Como posible fecha de su óbito, Berend cita
el 10 de julio del año 1098. En principio, fue sepultado en València, pero las
nuevas oleadas de almorávides obligaron a su esposa a exhumar el cuerpo del
guerrero, evacuar la ciudad y marcharse hacia tierras castellanas. Y aquí arranca
su relación con el monasterio de San Pedro de Cardeña, puesto que allí
recibieron nueva sepultura sus restos, mientras Jimena vivió recluida entre sus
paredes, junto a su marido. Rodrigo fue un fino estratega y un excelente
guerrero, dos cualidades muy valoradas en la época que le tocó vivir. Y de
ello, tal vez, los monjes se aprovecharon para revitalizar la existencia de un
monasterio que no pasaba por sus mejores momentos. Poco a poco levantaron la
leyenda que ha engrandecido su figura y ensombrecido aquellos aspectos menos
«amables». Al Cid se le llegaron a atribuir cualidades de santo, hasta el punto
de que, en tiempos de Felipe II, se inició un proceso de canonización que,
finalmente, no llegó a buen puerto.
En su libro, Nora Berend también contempla otros aspectos de
la aureola que rodeó al burgalés, tales como la difusión de su leyenda a través
de la literatura a lo largo de los siglos, tanto en España como en Francia, o
el papel secundario que jugaron en su vida Jimena y sus hijas, Cristina y
María, siempre utilizadas por los distintos narradores para ensalzar la figura
del héroe.
A la hora de sintetizar las cualidades esenciales de Rodrigo
Díaz, la historiadora ha utilizado la palabra mercenario, que figura en el
título, pero, al mismo tiempo, enumera las diferentes calificaciones que ha
recibido el guerrero. El propio término mercenario procede del siglo XIX,
cuando las investigaciones históricas sobre su figura decidieron contraponerlo
a la legendaria imagen de héroe cristiano, tan difundida hasta entonces. Parece
claro que el Cid no se movió por estrictas razones religiosas, con lo que su
acepción cristiana quedaría en entredicho. El historiador David Porrinas
González afirma que sólo se le podría definir como mercenario durante el tiempo
que anduvo bajo las órdenes de la taifa de Zaragoza. Según Porrinas, el término
más adecuado sería el de adalid. Otros autores se resisten a considerarlo
únicamente un tipo oportunista y victorioso. Hay opiniones muy diversas.
Por otro lado, no podemos olvidar que existieron otros
guerreros, tanto árabes como cristianos, que se dedicaron a lo mismo que el
Cid. Sin embargo, por qué no alcanzaron tanto renombre como Rodrigo? Pues, tal
vez se deba a que ninguno de ellos conoció ningún éxito tan notable como lo
obtuvo él frente a los almorávides, algo que le imprimió un carácter especial.
Sobre el resurgimiento actual de la figura de Rodrigo Díaz,
afirma Berend que «El hombre al que se celebraba como guerrero y saqueador
triunfante era exaltado por la sanguinaria matanza de enemigos en una de sus
versiones, mientras que en otra posterior quedaba retratado como un perfecto
caballero amante de la paz». Es decir, el Cid ofrece una imagen lo
suficientemente poliédrica para ser visto como el patriota perfecto o un líder
multicultural, lo que, a su vez, facilita que los dos lados del espectro político
actual pretendan llevarlo a su redil. El Cid no luchó por la fe y no fue
tolerante. El enfoque radica en los episodios de su vida que se escojan. Hay
que comprender y situar su figura en el contexto de su propia época.
No es cierto que Rodrigo Díaz de Vivar ganase ninguna batalla
a campo abierto después de fallecer. Pero sí resulta innegable que se ha
hablado mucho más de él muerto que vivo. En este sentido, en el año 2025, en
pleno siglo XXI, el Cid continúa dando guerra, a pesar de estar enterrado desde
1921 en la catedral de Burgos, lugar al que fueron trasladados sus huesos desde
el monasterio de San Pedro de Cardeña.
Herme
Cerezo/Diario SIGLO XXI.