«Desde su agujero de arcilla escuchó el eco de las voces que lo llamaban y, como si de grillos se tratara, intentó ubicar a cada hombre dentro de los límites del olivar» (Jesús Carrasco, Intemperie)

viernes, 27 de junio de 2025

‘El Cid. Vida y leyenda de un mercenario medieval’ de Norma Berend.

 

La Guerra Civil anda aún por sus albores. Franco gira una visita de inspección al palacio episcopal de Salamanca, edificio en el que piensa instalar su cuartel general. Le acompaña el obispo Enrique Pla y Deniel.  El general golpista se separa del grupo y se detiene ante un cuadro que cuelga sobre uno de los muros. Pla y Deniel se le aproxima y, mirando la pintura, le dice: «Nuestro Cid. Qué gran hombre  y no estos políticos de hoy del tres al cuarto». «Un caballero cristiano», responde Franco sin dejar de contemplar al «caballero cristiano», que se afana en escabechar moros en el fragor de una batalla. «Diga Usted que sí. Por eso fuimos imperio», remata el purpurado. Estas palabras del futuro dictador en la película ‘Mientras dure la guerra’ de Alejandro Amenábar, ejemplifican la imagen tradicional que ha acompañado a Rodrigo, o Ruy, Díaz de Vivar: «Un caballero cristiano». A los que ya peinamos más canas que pelos, la frase nos suena familiar. La estudiamos de pequeños, cuando utilizábamos la ‘Enciclopedia Álvarez’ de Tercer Grado, en cuya página 432 podemos leer: «Por su lealtad y grandes virtudes [se refiere al Cid] es considerado como modelo de caballero cristiano».

Y, de dónde arranca esta afirmación? Realmente El Cid era así? O era otra cosa? Norma Berend (Budapest, 1966), catedrática de Historia Europea en la Universidad de Cambridge, especialista en el medievo, acaba de publicar ‘El Cid. Vida y leyenda de un mercenario medieval’, editado por Crítica, donde aborda estas y otras cuestiones sobre el controvertido guerrero castellano.

Parece probado que ‘El cantar de Mío Cid’, de autor anónimo, tal vez la fuente de la que procede la mayor información sobre Rodrigo, que no la única, fue escrito después de su muerte. El ejemplar de la obra que nos ha llegado fue copiado por Per Abbat, un abogado castellano de principios del siglo XIII. El texto lo describe como una figura legendaria, heroica y de comportamiento modélico, que tal vez no se corresponda demasiado con la imagen real del Cid.  

El siglo XI fue una centuria violenta y belicosa. La guerra flotaba en el ambiente y se vivía para ella. Fueron momentos propicios para el éxito de un guerrero como el Cid. Sus orígenes son un tanto difusos. No está clara su fecha de nacimiento, tal vez a finales de la década de 1040. Rodrigo Díaz tenía propiedades y es posible que se formara en la corte, tal y como ocurría con los hijos de los nobles. Sobre 1070 contrajo matrimonio con Jimena y fue jefe de las mesnadas de los reyes castellanos Sancho II y Alfonso VI. Para Berend el concepto de Reconquista no existía entonces como tal. En su lugar, había un deseo de los reyes por apoderarse de territorios musulmanes con los que engrandecer sus dominios. Pero la situación era confusa, porque los reyes cristianos no solo pelearon contra los moros, sino también contra otros monarcas, estableciendo a menudo alianzas con los musulmanes, si cuadraba a sus conveniencias y a las parias que percibían. A grandes rasgos, este es el paisaje por el que se moverá el Cid. Y luchará contra moros y cristianos, indistintamente, guiado únicamente por el deseo de ganancias con las que enriquecerse y mantener a sus tropas.  

Tras el desencuentro provocado por un ataque a la ciudad de Toledo, Rodrigo Díaz de Vivar fue desterrado por Alfonso VI. Durante un tiempo guerreó a su aire, prestando sus servicios al mejor postor y cobrando parias a las taifas a cambio de su protección. Tras levantarse el destierro, un nuevo contratiempo con el monarca le envió al exilio por segunda vez. Fruto de sus incursiones peninsulares, Rodrigo puso sus ojos en la ciudad de València, donde se vivía una revuelta interna. Y el 17 de junio de 1094, rendida por el hambre, València abrió sus puertas a las tropas del guerrero burgalés, que estableció una entidad política independiente de Castilla, un principado, donde él era el princeps, tal vez con la intención de convertirlo más adelante en un reino propio. Es probable que su temprana muerte le privase de llevar a cabo sus propósitos. Dado que no era un administrador, sino un guerrero, el Cid recurrió a la ayuda de cadíes, visires y algún judío recaudador para solventar los problemas de gobierno. Y, aunque su forma de manejarse fue rígida y cruel, muy negativa desde el punto de vista musulmán, como señala la escritora «Es bastante increíble que Rodrigo hubiera podido instalar un régimen más controlador que la Rusia estalinista o que la Stasi de la Alemania del Este». El Cid ordenó construir una catedral, sobre la antigua mezquita valenciana, al tiempo que creaba una nueva diócesis, al frente de la cual se situó el cluniacense Jerónimo de Perigord, que más tarde llegaría a ser obispo de Salamanca. Se aceptó entonces el rito eclesiástico romano, tal vez con la intención de que, en el futuro, el papa reconociese directamente el título de rey para él o sus descendientes.

Algo menos de un lustro duró el sueño. La muerte de Rodrigo sobre los cincuenta años de edad se produjo por causas naturales. Había combatido en numerosas campañas militares, fue herido en varias ocasiones y vivió bajo unas condiciones muy duras, pasando frío, calor y, a menudo, falta de sueño, lo que contribuyó a acortar su existencia. Como posible fecha de su óbito, Berend cita el 10 de julio del año 1098. En principio, fue sepultado en València, pero las nuevas oleadas de almorávides obligaron a su esposa a exhumar el cuerpo del guerrero, evacuar la ciudad y marcharse hacia tierras castellanas. Y aquí arranca su relación con el monasterio de San Pedro de Cardeña, puesto que allí recibieron nueva sepultura sus restos, mientras Jimena vivió recluida entre sus paredes, junto a su marido. Rodrigo fue un fino estratega y un excelente guerrero, dos cualidades muy valoradas en la época que le tocó vivir. Y de ello, tal vez, los monjes se aprovecharon para revitalizar la existencia de un monasterio que no pasaba por sus mejores momentos. Poco a poco levantaron la leyenda que ha engrandecido su figura y ensombrecido aquellos aspectos menos «amables». Al Cid se le llegaron a atribuir cualidades de santo, hasta el punto de que, en tiempos de Felipe II, se inició un proceso de canonización que, finalmente, no llegó a buen puerto.

En su libro, Nora Berend también contempla otros aspectos de la aureola que rodeó al burgalés, tales como la difusión de su leyenda a través de la literatura a lo largo de los siglos, tanto en España como en Francia, o el papel secundario que jugaron en su vida Jimena y sus hijas, Cristina y María, siempre utilizadas por los distintos narradores para ensalzar la figura del héroe.  

A la hora de sintetizar las cualidades esenciales de Rodrigo Díaz, la historiadora ha utilizado la palabra mercenario, que figura en el título, pero, al mismo tiempo, enumera las diferentes calificaciones que ha recibido el guerrero. El propio término mercenario procede del siglo XIX, cuando las investigaciones históricas sobre su figura decidieron contraponerlo a la legendaria imagen de héroe cristiano, tan difundida hasta entonces. Parece claro que el Cid no se movió por estrictas razones religiosas, con lo que su acepción cristiana quedaría en entredicho. El historiador David Porrinas González afirma que sólo se le podría definir como mercenario durante el tiempo que anduvo bajo las órdenes de la taifa de Zaragoza. Según Porrinas, el término más adecuado sería el de adalid. Otros autores se resisten a considerarlo únicamente un tipo oportunista y victorioso. Hay opiniones muy diversas.

Por otro lado, no podemos olvidar que existieron otros guerreros, tanto árabes como cristianos, que se dedicaron a lo mismo que el Cid. Sin embargo, por qué no alcanzaron tanto renombre como Rodrigo? Pues, tal vez se deba a que ninguno de ellos conoció ningún éxito tan notable como lo obtuvo él frente a los almorávides, algo que le imprimió un carácter especial.  

Sobre el resurgimiento actual de la figura de Rodrigo Díaz, afirma Berend que «El hombre al que se celebraba como guerrero y saqueador triunfante era exaltado por la sanguinaria matanza de enemigos en una de sus versiones, mientras que en otra posterior quedaba retratado como un perfecto caballero amante de la paz». Es decir, el Cid ofrece una imagen lo suficientemente poliédrica para ser visto como el patriota perfecto o un líder multicultural, lo que, a su vez, facilita que los dos lados del espectro político actual pretendan llevarlo a su redil. El Cid no luchó por la fe y no fue tolerante. El enfoque radica en los episodios de su vida que se escojan. Hay que comprender y situar su figura en el contexto de su propia época.

No es cierto que Rodrigo Díaz de Vivar ganase ninguna batalla a campo abierto después de fallecer. Pero sí resulta innegable que se ha hablado mucho más de él muerto que vivo. En este sentido, en el año 2025, en pleno siglo XXI, el Cid continúa dando guerra, a pesar de estar enterrado desde 1921 en la catedral de Burgos, lugar al que fueron trasladados sus huesos desde el monasterio de San Pedro de Cardeña.

Herme Cerezo/Diario SIGLO XXI.