«Desde su agujero de arcilla escuchó el eco de las voces que lo llamaban y, como si de grillos se tratara, intentó ubicar a cada hombre dentro de los límites del olivar» (Jesús Carrasco, Intemperie)

martes, 4 de agosto de 2009

Rafael Solaz, bibliófilo, documentalista, escritor... un detective del pasado







Herme Cerezo. Publicada en SIGLO XXI el 4 de julio de 2007
Nacido en Valencia, 1950, a sus once años compró ‘Las aventuras de Tom Sawyer" de Mark Twain, primero de los nueve mil ejemplares que componen su biblioteca. De vocación artística y formación autodidacta, Rafael Solaz Albert no ha parado de coleccionar y perseguir libros, como un Lucas Corso de carne y hueso. Trabajador de banca durante más de treinta años, recorrió varias ciudades españolas hasta regresar a Valencia, su gran pasión, el norte de su vida junto con su familia y los libros. Guarecidos del calor del junio mediterráneo en la terraza de su domicilio, hace unos días nos pusimos a charlar de él, de su vida y de sus proyectos.

¿De dónde arranca la afición por los libros de Rafael Solaz? Es una cosa muy extraña porque en mi casa, desgraciadamente, no había libros, ni dinero para ellos. Tuve que ponerme a trabajar muy joven y mi primera novela, ‘Las aventuras de Tom Sawyer’, la compré en las ‘paraetas de Sant Joan’ con las estrenas navideñas. Yo tenía entonces once años y me apasionaba este mundo. Mira hasta qué punto llegó la cosa que el único libro que había en mi casa, la Guía Telefónica, casi me la leí entera. Con esto quiero decir que mi pasión por los libros no me la inculcó nadie, es algo innato.
Y entonces Rafael Solaz se convirtió en un coleccionista, un detective del pasado, un cazalibros, un bibliófilo de reconocido prestigio. A los quince años entré como botones en un banco y a los veinte me destinaron a Madrid, donde conocí a la esposa de un librero de lance a la que le caí bien. Resultó que la mujer era de Xàtiva y como yo siempre le pedía libros sobre Valencia, se comprometió a guardarme todos los que le llegaran. Más tarde, conocí a Manuel Marqués, abogado y escritor, que poseía una biblioteca espléndida. Como no tenía hijos me la fue vendiendo poco a poco. Esos fueron los inicios de mi colección, que fui incrementando en la medida de mis posibilidades. Por mis manos han pasado ejemplares extraordinarios, únicos, muchos de los cuales no los pude adquirir por razones económicas, pero otros sí. Me he centrado especialmente en libros sobre Valencia, las crónicas y esas pequeñas historias que se cuentan, relacionadas con el costumbrismo valenciano. El noventa por ciento de mi biblioteca, nueve mil libros más o menos, pertenece a autores valencianos, trata de Valencia o ha sido editado por imprentas valencianas.
Evidentemente, su interés por la lectura es enorme.Claro. Siempre he leído literatura moderna y libros antiguos, pero jamás me he ido a dormir sin leer. Ni una sola noche.Decía en el encabezamiento que Rafael Solaz era un Lucas Corso, ese personaje nacido de la pluma de Pérez-Reverte, pero un buen día este cazalibros decidió escribir sus propias obras, ¿de dónde surgió esta idea?Yo compaginaba mi trabajo en el banco con la preparación de fichas y apuntes sobre los temas que me interesaban. La aparición del ordenador fue muy importante para mí, porque pude volcar ahí todo el trabajo que había realizado. Cuando me jubilé, llegó la hora de aprovechar todo ese cúmulo de datos. Mi primer libro, ‘Pulverizadores Geno’, fue un encargo de la propia empresa para conmemorar el centenario de su existencia. Se trataba de una edición limitada, muy cuidada y de contenido muy interesante, porque cien años en la vida de una empresa da para mucho: guerras, hambre, miserias, avances tecnológicos ...
Y después de ‘Pulverizadores Geno’ vino todo lo demás. Efectivamente, en 2001 publiqué un opúsculo ‘La calle de San Fernando de Valencia’; en 2002, ‘La Guía de las Guías’ que fue un trabajo arduo, el primer libro de este estilo editado en toda España y que alcanzó una gran difusión; en 2003, ‘San Vicente Ferrer, la palabra escrita’ en colaboración con Alfonso Solera; en 2004, ‘La Valencia prohibida’; en 2005, ‘Valencia, ciudad de postal’; en 2006, ‘Editorial Carceller, la maleïda’, con ilustraciones extraídas de la revista ‘La traca’, ‘¿Pero ... existe el diablo?’ y ‘El Marítim’, este último dedicado a los poblados marítimos de nuestra ciudad.
Un hombre inquieto como usted no puede permanecer impasible, con las manos cruzadas, ¿qué está preparando ahora? Estoy ultimando un par de cosas. Una, sobre el Barrio del Carmen y otra sobre la muerte en Valencia. Desde hace cuatro o cinco años he recogido material sobre una historia monumental del Barrio del Carmen. Y cuando digo monumental es porque lo va a ser, ya que contendrá más de seiscientas imágenes. Además he rescatado la antigua denominación de unas doscientas cincuenta calles desaparecidas, incluyendo su historia y sus fiestas. En esta obra he puesto mi mayor ilusión porque es la memoria de ese barrio tan carismático para nuestra ciudad, en el que, además, nací yo. Lo de la muerte en Valencia es otra cosa. Es la historia de los cementerios, donde se guarda una buena parte de la vida de nuestra ciudad, de los rituales funerarios y de otras costumbres relacionadas con este tema. Es una mezcla de historia, costumbrismo y antropología.
Rafael Solaz ya no vive en el Barrio del Carmen pero veo que no lo puede olvidar. No, claro que no. Yo siento por mi barrio una pasión desmedida y regreso a recorrerlo en cuanto puedo. Todavía conservo mis amistades. Esas calles para mí significan cosas entrañables, recuerdos imborrables, vivencias irrepetibles.
¿Hay una cierta propensión en su obra por lo escabroso: el diablo, la Valencia prohibida, ahora la muerte...? No, no, en absoluto. Estoy interesado en los temas de esta ciudad, prohibidos o no, sobre los que se ha escrito poco. En concreto, los rituales antiguos relacionados con la muerte en Valencia son verdaderamente muy curiosos.
Rafael Solaz, no es el único de su familia vinculado a los libros, porque alguien sigue sus pasos ¿no? Pues sí, cuando mi hijo acabó el bachillerato, me dijo que quería ser librero. Primero hizo un curso de encuadernador pero enseguida se dio cuenta de que él quería dedicarse a su comercio, no a la encuadernación. Abrió una pequeña librería en la plaza Margarita Valldaura, pero en menos de un año se le quedó corta. Como es un comerciante nato, tiene instinto fenicio, de repente, le surgió la oportunidad de trasladarse a un local mucho mayor en la calle San Fernando, un buen punto comercial sin duda. Mi hijo se ha convertido en un auténtico experto, sobre todo del libro antiguo. Ahora, su librería me sirve a mí también como punto de encuentro para conseguir ejemplares con los que enriquecer mi biblioteca.
Pero nuestro cazalibros también hace otras cosas como, por ejemplo, pintar y con buena mano, se lo puedo asegurar, amigos lectores. ¿Usted tiene algo de renacentista en este sentido? Soy una reminiscencia del humanismo, me gusta todo lo relacionado con los libros, la música, las bellas artes. Yo nací y viví al lado de la Academia de San Carlos, a cuyas clases asistía como alumno libre porque trabajaba. Como profesor de pintura tuve a Genaro Lahuerta y de escultura a Esteve Edo, artistas muy prestigiosos. Obtuve sobresaliente en dibujo y matrícula de honor en colorido, pero mis padres no lo entendían y decían que eso no daba de comer. Así que continué pintando y dibujando por mi cuenta. Como ya he dicho, las circunstancias de la vida me llevaron a trabajar de botones de un banco desde los quince años, pero a la larga mi talante humanístico no cuadraba y en cuanto pude lo dejé, porque yo iba por la calle pintando con la vista o escribiendo con el pensamiento.
¿Qué le queda a Rafael Solaz por hacer? Me gustaría esculpir, y no lo descarto, una escultura dedicada a algún aspecto de mi ciudad. Y hay una idea que me ronda mucho por la cabeza: convocar personas interesadas en contar historias antiguas, costumbres y tradiciones perdidas de Valencia, para recuperar una buena parte de nuestro pasado.