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Javier, de nuevo a
vueltas con el mundo del arte y sus suburbios. Se esconde en tu cabeza un
artista frustrado del pincel o la gubia?
No, no, para nada.
Decidí hace muchos años que quería escribir novelas que yo pudiera leer y, al
final, escribo para mí. Y, ojalá, que lo que a mi me gusta consiga conmover a otras personas. La mezcla de arte y aventuras
que utilizo me parece emocionante y es algo que no encontraba en otros libros. Pero
no soy ningún experto. Me guío únicamente por las emociones que el arte suscita
en mí.
A ti te buscan las
historias o eres tú quien va tras ellas?
Siempre estoy
viendo documentales, leyendo, curioseando… Me interesan las anécdotas peculiares
que, o bien no están resueltas o bien no son muy conocidas. A partir de ahí
trato de generar una historia. En ‘Los guardianes del Prado’, por ejemplo, no
todo el mundo sabía que, durante la guerra civil, los cuadros del museo
madrileño estuvieron en València. Y eso me pareció muy interesante, tanto que
me dio pie a ficcionar un complot para robar ‘Las Meninas’. Esta novela de ‘El
rey de bronce’ nace de la historia de Han van Meegeren, que cuento al principio
del libro. Van Meegeren creó falsos cuadros de Vermeer con los que engañó a los
nazis. Conocí la historia a través de un documental y me pregunté si, con las
técnicas actuales que existen para detectar falsificaciones, hoy sería posible
engañar a un gran museo con un objeto que tuviera miles de años.
Esta novela está
muy bien engrasada. Todo encaja, nada chirría. Cuántas horas hay detrás de la
escritura de ‘El rey de bronce’?
No se pueden
contar. Hay mucho tiempo invertido en la documentación y en la escritura. Bastantes
compañeros me cuentan que sus personajes les hablan y toman el control del
libro. A mí no me habla nadie [sonrisa]. Lo intento, pero ninguno me dice nada
[nueva sonrisa]. A la hora de escribir, necesito saber hacia dónde voy y
conocer a los personajes. ‘El rey de bronce’ es una historia contemporánea, en
consecuencia no era necesaria tanta documentación como, por ejemplo, la que
utilicé en mi novela sobre Goya, donde hasta el detalle más nimio era
importante. Pero sí que he tenido que averiguar cómo los griegos fabricaban los
bustos, cómo funciona el mercado ilegal del arte y el mundo de las subastas.
Podemos decir que se trata de una documentación «más amable». El verdadero reto
de esta novela es la estructura, componer el plano del relato. Por otro lado,
siempre trato de que mis novelas rindan tributo a ciertos géneros literarios
que adoro y este libro es mi homenaje a eso que los ingleses denominan «heist»,
el género de los golpes, de los desengaños…
Significa eso que
la fuerza, el tirón de ‘El rey del bronce’ radica más en la tensión que lo
sostiene que en la propia peripecia?
Totalmente, si
bien es cierto que, si quisiéramos comunicar que hemos encontrado un busto de Alejandro
Magno, tendríamos que estudiar muy bien el lugar donde diríamos que aparece.
Grecia es un queso gruyere, allí está todo encontrado y hay que documentarse
mucho sobre el ciclo vital del rey macedonio, sus batallas, etcétera, para
elegir el punto idóneo. Por eso, el busto se encuentra en Lahore, Pakistán,
escenario de una de sus últimas campañas militares. Sin embargo, insisto en que
lo más importante es la composición del plan para intentar colar esa obra de
arte, inexistente, en un museo, para que supere las más sofisticadas pruebas de
autentificación que existen actualmente. Es lo más complejo del libro y, por
eso, siempre digo que el reto de la novela ha consistido en crear un personaje
que es más inteligente que yo.
Claro, el cerebro
del plan, Luca, es mucho más inteligente que yo. Como escritor resulta
inevitable volcar experiencias propias, aspectos de nuestra forma de ser en los
personajes. Esto que dicen que la escritura es terapéutica yo no sé si es
cierto, pero sí que es verdad que hay veces en las que, a través de ella, paso
cuentas con la vida. A mis personajes los coloco en situación de resolver
ciertos problemas que yo no he podido solucionar, y que ellos, sin embargo, sí son
capaces de hacerlo. Es decir, los resuelvo yo en modo figurado. Me encantaría
ser Luca Santamarta y componer un plan para todo el mundo donde nadie, excepto
yo, sepa lo que sucede. Este género de trampas y engaños no es muy literario.
En cambio, sí que hay mucho cine sobre él y eso se debe a que en la pantalla
visualizas más fácilmente lo que pasa que en un libro. Además, siempre nos
ponemos de parte de alguien que hace algo ilegal, que nos genera empatía,
porque ataca a una institución moralmente reprobable y posee motivos de mucho
peso para actuar como lo hace, algo con lo que conectamos bien. Por último, el
plan se lleva a cabo desde la inteligencia, no desde la violencia. Nos gustan los
planes muy elaborados y sin pistolas.
Ese plan, ideado
por Luca, el protagonista, esconde una venganza y fragua en el pasado, durante
su adolescencia. Qué sería de la literatura sin el pasado?
Buuufff! Nada, no
sería nada. Y qué somos nosotros sin nuestro pasado, sin nuestras experiencias
acumuladas? ‘El rey de bronce’ navega entre dos épocas diferentes, una actual
(2022), y otra anterior (2004), separadas por veinte años, en los cuales el protagonista
pone en práctica un plan que ha diseñado durante todo ese tiempo. Y ese plan
consiste en vender una estatua de bronce del siglo IV a. C. a un museo
estadounidense. La literatura y la empatía con los personajes nos permiten
conocer los motivos que llevan al protagonista a comportarse como lo hace. Y
esos motivos están en la trama del pasado, que es fundamental para comprender
toda la historia.
No es la primera
vez que València aparece en tus libros. Tu ciudad funciona bien como escenario de
tus novelas. O eso parece. Cuando luego vuelves a transitar por los lugares donde
transcurre la acción, cómo los ves?
Mira, lo primero
es que soy valenciano, vivo aquí desde siempre y para mí es un honor poder presentar
a València en mis novelas y si, por fortuna, son leídas por personas de otros
lugares, me gusta que les permita conocer un poco más mi ciudad y que, por qué
no, decidan visitarla porque han leído algo que yo he escrito sobre ella. Hay
historias que no se prestan a desarrollarlas en València, pero en este caso
tenía que decidir la ubicación general del equipo y opté por mi ciudad. Y la
acción transcurre no precisamente en sus lugares más famosos, sino en esos
rincones menos conocidos, anónimos, que transitamos cuando éramos pequeños y
que encierran un significado especial para nosotros.
En la actualidad,
cuántos cuadros falsos dan el pego en museos prestigiosos?
Según el
exdirector del Metropolitan de Nueva York hay un cuarenta por ciento de cuadros
falsos. Para otros expertos la cifra es del treinta por ciento. Pero hay que
ver qué entendemos por falsificación. Si yo pinto un cuadro y lo firma
Leonardo, ya es una falsificación, y es bien sabido que grandes artistas tenían
talleres y ellos acudían únicamente a pintar dos detalles y a firmar el lienzo.
En consecuencia, me he preguntado si los cuadros que cuelgan de las paredes de
los museos fueron hechos por el mismo pintor que los firmó y la respuesta es
que no lo sé. Cambiemos ahora de punto de vista. Cuando el Museo del Prado
abrió sus puertas hace doscientos años, se nutrió fundamentalmente de fondos
procedentes de las colecciones reales, regalos de otros países y donaciones de
familias nobiliarias. Pero, quién certifica que los cuadros pertenecían
realmente a sus autores? No existe trazabilidad sobre esas pinturas. El momento
en que verdaderamente se producen falsificaciones es el primer tercio del siglo
XX. Para certificar la autenticidad de un cuadro hay que superar un proceso que
consta de dos partes: la datación de los materiales empleados, que hoy se hace
con medios científicos de gran precisión; y el análisis visual de los expertos
sobre la técnica pictórica empleada. Cuando ambos aspectos coinciden, estamos
ante un cuadro auténtico. Actualmente, esto es posible verificarlo, pero cuando
Han van Meegeren pintó sus falsos Vermeer y el director del Rijksmuseum
los dio por buenos, no sucedía así. A todas luces eran auténticos.
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Van Meegeren fue listo, porque la producción de Vermeer es escasa.
Claro, tan sólo
había 32 cuadros suyos, así que cuando aparecía uno nuevo era una locura. Si
hay alguien dotado con este toque genial, con esa capacidad para crear una
nueva obra de Vermeer, que pasa por buena, por lo menos te preguntas cuántos
cuadros con esas mismas condiciones vemos hoy expuestos en los museos.
Aparentemente, la
figura de un falsificador de cuadros resulta atractiva para el lector, muy
literaria.
El inspector de la
Brigada de Patrimonio Artístico de la Policía Nacional me contó que la imagen
romántica del falsificador es la de un pintor en su estudio, creando un Van
Gogh, un Muñoz Degrain o cualquier otro. Pero la realidad es muy diferente. La
falsificación más corriente es la de un tipo que, en una reunión, comenta que
ha aparecido una colección de carboncillos de Sorolla en la casa de su abuelo,
recientemente fallecido, y dice que quiere venderlos porque no saben qué hacer
con ellos. A la segunda o tercera reunión que acude, siempre pica alguien, que pregunta
el precio y se los compra por 3.000 euros. No los lleva a autentificar e ignora
que fueron dibujados el día anterior y que es mercancía falsa. Y eso se repite
un día tras otro. Estamos ante una falsificación industrial, porque no podemos
olvidar que el arte es el quinto negocio que más dinero mueve en el mundo.
Qué significaría
para un gran museo, por ejemplo, la National Gallery o el Prado,
reconocer que uno de sus cuadros es falso y que se la han colado?
Hasta donde yo sé
eso no ha ocurrido nunca. Por lo tanto, debe significar mucho... Si nos pusiéramos
en su piel y nos preguntáramos cuántos visitantes traen al museo ‘Las Meninas’
o las ‘Pinturas negras’, nos responderíamos que muchísimos. En consecuencia, si
descubriéramos que son falsos lo haríamos público? Ahí surgiría un dilema moral
grande. Si nosotros mismos comprásemos un Goya y, tras analizarlo, resultase que
no es auténtico, lo diríamos? Seguro que no. Ni de coña. Existe una resistencia
muy grande, tanto por parte de museos como de coleccionistas particulares, a
reconocer la falsedad de un cuadro de su propiedad.
Hay épocas de la
historia de la humanidad más propicias para falsificar obras de arte que otras?
Totalmente. La antigüedad
es más proclive, porque no hay que darle la autoría a un artista concreto, sino
seguir un estilo, un canon, el de Grecia o el de Roma. Al igual que los cuadros
se autentifican estudiando materiales y estilo, sucede lo mismo con el bronce,
que es el caso que se trata en la novela. Y hoy se puede saber cuántos años
tiene una pieza de bronce. Aunque hay determinadas pruebas que no se pueden
aplicar, como la del carbono 14, sí se puede saber si fue esculpida con
herramientas de aquel tiempo y si el bronce empleado correspondía a la misma
época o no. Existe una base mundial de aleaciones que permite determinarlo. Por
lo tanto, si tú quieres crear un falso original del siglo IV antes de Cristo, como
el del libro, inevitablemente necesitas bronce de ese siglo. Y eso no lo venden
en cualquier tienda.
En las páginas de
‘El rey de bronce’ has deslizado referencias a Goya y no sé si también a
Sorolla, personajes históricos sobre los que tú has escrito ya. Te gusta que
tus novelas disfruten de un universo propio, que dialoguen entre ellas?
Me gusta que mis
libros se auto referencien entre sí y me ocurre lo mismo con los de mis autores
preferidos. Son cosas completamente aisladas, que no afectan para nada a la
trama, pero quien ha leído mis novelas anteriores encuentra, de vez en cuando,
algún pasaje que se las recuerda. En concreto, ‘El rey de bronce’ comparte
universo con otra novela mía, titulada ‘Cuatro monedas’. Ambas se pueden leer de
manera completamente independiente.
Otro de los
personajes, Vera Castillo, según dejas caer en la Nota del Autor, tal vez tenga
una nueva oportunidad en un futuro libro tuyo.
Bueno, ya te he
dicho que ‘El rey de bronce’ y las ‘Cuatro monedas’ comparten universo, y no
descarto para nada escribir otra novela sobre ese mismo espacio. No entra en
mis planes a corto plazo, ya que estoy trabajando en otro proyecto, pero no lo
descarto en absoluto.
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‘El rey del bronce’ significa un cambio de registro dentro de tu carrera literaria?
Creo que sí. Esta
novela presentaba un hándicap para mí. Como escritor tratas de generar tu
propio nicho, de manera que el lector sepa, a priori, lo que va a encontrar en
un libro tuyo. Yo había trabajado mucho la ficción histórica y, de repente, me
iba a una novela policíaca contemporánea. Con todo el derecho del mundo, mi
agente y la propia editorial albergaban sus dudas. Y creo que he conseguido
quitárselas, a la vez que me he demostrado a mí mismo que puedo escribir otras
cosas, lo cual me abre un campo mucho más amplio. Hay directores de cine, como
Ridley Scott, que en sus películas cubren géneros muy diversos. Sin embargo, no
ocurre lo mismo con los escritores, porque el lector no suele perdonarles que
abandonen sus registros habituales.
Visto desde fuera,
cada reto distinto es una propuesta fascinante que permite crecer al autor.
Sí, incluso, si
ese reto ni siquiera lo advertimos los lectores. A mí me apasiona el cine y los
cineastas se marcan objetivos como, por ejemplo, utilizar determinados lentes o
cámaras en sus nuevas películas, algo que los espectadores igual no detectamos.
Pero para ellos eso significa avanzar. Y creo que a los escritores nos sucede
lo mismo. A veces introducimos una innovación, que pasa desapercibida, pero que
a nosotros nos hace estar muy satisfechos por haberlo hecho.
Entre las páginas
de ‘El rey de bronce’ deslizas una frase de Groucho Marx: «La principal causa
del divorcio es el matrimonio». Te ha quedado un hueco para el humor.
Sí, era algo
personal. Lo necesitaba. No soy un tipo gracioso, pero el humor me gusta mucho,
porque a lo largo de nuestra vida nos ayuda a gestionar momentos complicados.
En la novela, Luca se reúne con personas que tienen sus más y sus menos y esas
situaciones admiten el humor. Y yo las he aprovechado.
Resulta más
complicado hacer reír que sembrar la tensión en una novela?
No hay muchos
escritores de humor. Yo no lo soy y me he permitido dos o tres pinceladas. Por
otro lado, si alguien no lo pilla o no le hace gracia, pues tampoco pasa nada.
Creo que el humor, en cualquier forma, es el género narrativo más difícil que
existe. Hacer llorar puede ser relativamente fácil, pero hacer reír y
convertirlo en el objetivo principal de una novela debe ser dificilísimo.
El Javier Alandes
que comenzó a escribir esta novela es el mismo que la ha acabado? Qué te ha
aportado la escritura de ‘El rey de bronce’?
Qué interesante
pregunta… Soy consciente de mis momentos vitales. Hay etapas que estoy más alto
o más bajo y ya me he dado cuenta de que, en mis procesos creativos, cuando las
mezclo repercuten negativamente en el libro. Por lo tanto, intento que mi
primer borrador esté hecho en una misma etapa vital, unos cuatro meses, que es
lo que me suele costar terminarlo. Por otro lado, es bien cierto que cada
novela supone un viaje interior, que me remueve aspectos de mi vida, y yo salgo
transformado de cada una de ellas. No sé si para mejor o peor, pero
transformado.
Si miras tu trayectoria
como escritor en perspectiva, en qué lugar te encontrarías respecto al camino
que te trazaste al principio?
Otro tema
interesante, Herme… He descubierto que escribir y publicar son dos cosas
diferentes. Escribir podemos hacerlo todos y nos hace bien, nos ayuda. Pero
publicar es exponer lo que has escrito. Los escritores somos tan presuntuosos
que creemos que lo que hacemos es bueno y que a la gente le va a gustar. Como
persona que escribe estoy muy satisfecho. Pienso que en cada novela crezco y,
de alguna manera, lo que me propuse lograr en cada una de ellas lo he conseguido.
Como escritor que publica aún me queda mucho camino por recorrer.
Herme Cerezo/Diario SIGLO XXI/16/06/2025