«Desde su agujero de arcilla escuchó el eco de las voces que lo llamaban y, como si de grillos se tratara, intentó ubicar a cada hombre dentro de los límites del olivar» (Jesús Carrasco, Intemperie)

sábado, 5 de julio de 2014

‘El jilguero’ de Donna Tartt. Escritura y lectura de largo aliento.

‘El jilguero’ de Donna Tartt (Greenwood, Mississippi, 1963), novela escrita en primera persona, se anuncia como el primer clásico del siglo XXI. Lo afirma en la contraportada del libro Michiko Kakutani, crítico de The New York Times. Y algo de eso tiene o, al menos, en modelos clásicos (Dostoievksy, Dickens, Stevenson) se fundamenta. El protagonista, Theodore Decker, por un problema en el colegio, acude con su madre a ver una exposición en el MET de Nueva York. Y en esa visita cambiará su vida. Un atentado terrorista – ficticio, afortunadamente – ocasionará varios muertos y convertirá parte de sus instalaciones y obras de arte en un puñado de escombros. Theo saldrá indemne, pero su madre no. En su desesperación y buscando la salida, el muchacho tropezará con el moribundo Welton Blackwell quien le entregará un anillo y un cuadro, ‘El jilguero’, obra del holandés Carel Fabritius, un pintor que curiosamente falleció en 1654 como consecuencia de la explosión de un almacén de pólvora. Theo se llevará ambos objetos a su casa y tratará, casi involuntariamente, de rehacer su vida. Pero no resultará sencillo. En su camino se cruzarán los servicios sociales estadounidenses, una familia de acogida, los Barbour, y la reaparición de su padre, sujeto alcohólico y jugador al que no veía desde que abandonó el hogar familiar, acompañado de Xandra, su nueva pareja. Con ellos viajará a Las Vegas y comenzará una nueva existencia en un territorio que, sin resultarle hostil, sí se le antoja extraño y, por supuesto, muy diferente al paisaje neoyorquino. Siempre acompañado por ‘El jilguero’, que poco a poco se convertirá en un lastre, un peso en la conciencia por el temor a ser reclamado por la justicia en cualquier momento. Entonces llegará Boris, otro “exiliado” en Las Vegas como Theo.

Decía al principio que anuncian ‘El jilguero’ como el primer clásico del siglo XXI y que algo de eso tiene. En efecto y aunque pueda parecer un pretexto absurdo, su aspecto externo, su grueso volumen, poco menos de mil doscientas páginas, invita a pensar en ello. Pero hay más cosas. Por ejemplo, el hecho de que en esta historia salen y entran un puñado de personajes realmente pintorescos, que fácilmente podrían devenir en clásicos. Y también porque la presencia de Dickens es evidente, no tanto en las atmósferas como en esos personajes a los que aludía antes y en la evolución de la peripecia de Theo Decker. Por supuesto, nos encontramos ante una peripecia actualizada al día de hoy: donde antes había diligencias, hoy hay autobuses; dónde sólo alcohol, hoy también droga; y donde antes raterillos y maleantes malcarados, hoy hay delincuentes sofisticados y fríos ejecutores.

No debe resultar sencillo mantener el ritmo y la tensión narrativa a lo largo de tantas páginas. En absoluto. De hecho y en mi opinión, por ahí se resiente ‘El jilguero’. Donna Tartt, que ha tardado once años en escribir la novela, se demora con exceso en algunos lances. Más de treinta páginas dedicadas a describir el paisaje posterior al bombazo, dejando en el gaznate del lector un sabor a polvo volatilizado, cables cortados, escombros, cascotes y miembros humanos medio cortados, resultan excesivas. Este mismo exceso se observa en la prolija descripción de la relación, fraternal en sus inicios, que se establece entre Theo y Boris. La escritora norteamericana no deja recoveco por explorar, profundiza exhaustivamente en pensamientos y sensaciones, y eso le conduce a la reiteración de situaciones: borracheras, vomitonas, peleas de adolescentes, problemas con los padres… Es mucho el espacio dedicado a estos extremos y eso conlleva, además, la ralentización del ritmo. La novela discurre así, con tono monocorde, hasta que avanzamos más allá de las setecientas páginas, momento en el que se produce el gran giro de la historia, que la conducirá a su desenlace. A partir de ahora aumenta el dinamismo pero siempre sin llegar a lo nervioso. Probablemente y debido a la magnitud de la obra, Donna Tartt en algún momento debió pensar que llevaba entre manos una novela de gran volumen y que debía tomarse su escritura con tranquilidad para conseguir ese acabado pulido que ‘El jilguero’ tiene. Y eso, sin duda, se ha trasladado al texto, a pesar de que la autora norteamericana también es escritora concisa y de pocas líneas cuando quiere. Lo podemos constatar en esta descripción extraída de la página 984: “El hombre que se acercó a la puerta de cristal del café era un individuo enclenque, anodino y con tics de unos sesenta años, con la cara larga y estrecha, una melena hippy por debajo de los hombros y una gorra tejana de visera sacada de Soul Train 1973”. A este respecto, el estadounidense Stephen King, en un artículo publicado sobre ‘El jilguero’, señala que “Tan enorme inversión de tiempo y de talento es indicio de una ambición igualmente enorme, si bien con seguridad ha habido fases de falta de confianza en sí misma. Escribir una novela de esta extensión y densidad equivale a hacer la travesía de Estados Unidos a Irlanda en una barca de remos, un trabajo al mismo tiempo solitario y agotador”.

Pero  ‘El jilguero’ contiene también aspectos positivos. Al más importante ya me he referido antes: la creación de una galería de tipos notables. James Hobart, Hobie, el recuperador de muebles antiguos, es un personaje con aroma a madera restaurada, a barnices, de los de toda la vida, a rituales viejos, tocado con una pizca de misterio y bonhomía, uno de esos que no se suelen olvidar y que, afortunadamente, parecen estar condenados a repetir siempre el mismo papel en la novela. Precisamente esa cualidad, asumir su rol, es lo que al final los convierte en inmortales. Boris, el otro “exiliado” de Las Vegas, con el que Theo establece una complicidad que desemboca primero en pillerías adolescentes y, después, en algo más duro, desaparece de la vida del protagonista. Y el lector vive aguijoneado por el presentimiento de que al pasar cualquier página o al dar la vuelta a alguna esquina, surgirá de nuevo. Pippa es el amor anhelado de Theo, el imposible, el idealizado. Hay otros personajes, que parecen insignificantes pero que no lo son, porque aportan a la narración un condimento especial. Me refiero al perro Popper, siempre fiel a su dueño, y a los conserjes, Goldie y José, del inmueble que Theo habitaba con su madre en Nueva York y a los miembros de la familia Barbour (la propia señora Barbour, Andy, Platt o Kitsey), sin olvidar al chantajista Reeve.

Sin embargo y por encima de esa panoplia de principales y secundarios, se esconde el cuadro de Fabritius, ‘El jilguero’, que da título a la novela, ese oscuro objeto del deseo que vive, primero, oculto y colgado detrás de la cabecera de la cama del propio Theo y, después, alojado en un guardamuebles que el joven visita de vez en cuando para asegurarse de su presencia. El cuadro en sí, la escena retratada, no es lo relevante, aunque la figura de un jilguero encadenado a una barra metálica de por vida resulte conmovedora, pero sí lo es el peso en la conciencia del protagonista que representa su tenencia ilícita y que agusanea constantemente su mente, recordándole que se ha convertido en el responsable de una obra de arte que la policía busca y reclama. Durante todo el texto, el deseo de restituir la pintura a su legítimo dueño, es decir el MET, revolotea el ambiente, establece la necesaria tensión entre protagonista y lector y forma parte del desenlace final, que para que nada falte se desarrollará en fechas navideñas.

Para terminar regreso un momento al artículo de Stephen King sobre ‘El jilguero’. Señala el estadounidense que en esta época de prisas y aceleración, los libros de grueso volumen están siempre “bajo sospecha” y que los lectores, antes de comprarlos, calibran si van a estar en condiciones de dedicar un par de semanas de su vida a la aventura de leerlos. Por mi experiencia y una vez concluida su lectura, solo puedo indicarles, mis improbables, que están ante un reto lector de esos que ahora llaman de largo aliento, perfecto para corredores de fondo. En sus manos está sumergirse, o no, en ella, pero no olviden que para opinar hay que leer primero.



‘El jilguero’ de Donna Tartt. Editorial Lumen, año 2014. Tapa blanda. 1148 páginas. Precio: 24,90 euros.
Calificación: 2