«Desde su agujero de arcilla escuchó el eco de las voces que lo llamaban y, como si de grillos se tratara, intentó ubicar a cada hombre dentro de los límites del olivar» (Jesús Carrasco, Intemperie)

domingo, 7 de julio de 2024

Clara Usón: «En ‘Las fieras’ muestro las contradicciones del ser humano para que la reflexión corra a cargo del lector»

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Nº 685.- Hubo un tiempo en el que frecuentaba el aeropuerto. Muy a menudo contemplaba el
pasquín con los rostros de seis etarras reclamados por la policía nacional. Una de esas fotografías correspondía a una mujer: Idoia López Riaño, apodada la Tigresa. Por su belleza, destacaba sobre sus correligionarios de busca y captura. Inevitablemente. Ahora, más de tres décadas después, Clara Usón acaba de publicar ‘Las fieras’, editada por Seix Barral, una novela en la que López Riaño ocupa el papel central. Resulta evidente que Usón no ha querido centrar el papel principal de su nuevo título en la etarra, sino sobre una generación de jóvenes vascos que vivió sacudida por la violencia. Es por ello por lo que la existencia de la Tigresa discurre en paralelo con la de Miren, una adolescente que busca su lugar en el Euskadi de los años del plomo. Pero el personaje de Idoia López Riaño es potente, pesa y no renuncia a su protagonismo en una narración en la que también nos encontramos con Amadeo, un policía nacional al viejo estilo franquista, o la propia familia de Miren. Los años 1984 y 1985 resultaron particularmente duros en la guerra sucia entre ETA y los GAL, casi ochocientos días que llenaron de crueldad y sangre miles de páginas de nuestro pasado más abominable. Pero ahora estamos en el primer jueves del mes de junio. Y he quedado citado con la escritora barcelonesa para conversar sobre ‘Las fieras’ en la cafetería del Hotel Meliá de la plaza de
l’Ajuntament de València. El bochorno de la primera hora de la tarde  filtra una luz borrosa sobre el rincón donde nos encontramos. El play de la grabadora está accionado. Las preguntas, listas. El micrófono sólo aguarda nuestras palabras.   

Clara, ¿cómo surge la idea de escribir 'Las fieras'?

Surge por azar, como suele sucederme a menudo. En mis últimas novelas siempre me he encontrado con personas reales, normalmente una mujer, cuya vida ha atravesado periodos turbulentos. A partir de ese punto, he desencadenado una documentación que se interconecta con otra historia de ficción. En el caso de Idoia López Riaño, me tropecé con un artículo de prensa que hablaba de ella. Yo no recordaba nada sobre su figura, pero mis contemporáneos varones sí sabían quién era, perfectamente además, porque lo primero que atrae la atención sobre Idoia es su belleza. Y eso ya quiere decir muchas cosas.

Realmente, Idoia López Riaño, es muy guapa.

Sí, pero no se trataba de hacer un retrato de la fascinación por una  femme fatale, que además de guapa, mata. Un aspecto que parece mucho más imperdonable, porque tanto hoy como hace cuarenta años, la belleza sigue siendo el activo más importante de una mujer y también de un hombre. Como dice Isabel Pisano, la única periodista que logró entrevistarla, Idoia podía haber hecho en su vida lo que le hubiera dado la gana, porque con su belleza hubiera tenido todas las puertas abiertas.  

Pero ‘Las fieras’ no solo habla de Idoia López Riaño…

Al final he hecho lo de siempre, indagar sobre el dogmatismo y los aspectos del dogma… Me centro en el nacionalismo extremo, que ahora está muy pujante, porque también hay un nacionalismo español. En este país consideramos que solo son nacionalismos los periféricos, pero el central, el de la señora Ayuso, que ahora además es muy madrileño, también existe. Sin embargo, nos parece algo natural. Dejémoslo ahí… El nacionalismo que tiene esa parte bonita del apego a la tierra, a la cultura, a las tradiciones y al sentido de hermandad con los que han nacido en un mismo sitio, también presenta esa otra cara más fea que es su definición del enemigo. Hay un enemigo común que nos une y que va cambiando, aunque suele ser el que tenemos al lado. En el caso de ETA, se trata de un nacionalismo radicalizado hasta el punto de que sólo se ve en él lo que supone un peligro para nuestro ideal. En su momento, a Idoia López Riaño no sólo se le dijo que podía matar, sino que debía hacerlo para preservar la patria vasca. Le enseñaron que, para salvar unas vidas, había que quitar otras. Y esa contradicción es lo que me interesa.

Al comienzo, el lector se tropieza con mucha información, abundantes datos y noticias, casi como un teletipo de agencia. ¿Por qué tanta prisa en las primeras páginas?

Yo pienso que esto es como lo de Scheherezade. No escribo bestsellers, pero sí intento mantener la atención del lector, algo que creo que les ocurre a muchos otros escritores. Soy lenta para escribir y me gusta jugar con los estilos. Escribo novelas para escapar de mi vida y, al hacerlo, vivo otras vidas [risas].



La figura de Idoia es muy particular. Parece que en el abecé del terrorista el camuflaje desempeña un papel muy importante y, sin embargo, ella hacía todo lo contrario, llamaba la atención.

Es muy presumida. Mis fuentes de información, que son las que hay, dicen que Soares Gamboa, un excompañero y enemigo suyo del comando Madrid, la detestaba y afirmaba que era esclava de su cuerpo y de su cabello. Además, no entendía la manía de la cúpula etarra de incluir mujeres en los comandos, porque no servían para nada. La mujer que pretende entrar en un mundo machista debe convertirse en una especie de «hombre honorario» para ser aceptada. Por otro lado, obviamente un terrorista ha de pasar desapercibido y es cierto que en las fotografías que se conservan de ella, dejando a un lado los pasquines policiales, las de sus juicios, se aprecia que va muy arreglada, guapa y pintada como si fuera a una fiesta. Pienso que tenía ciertos rasgos narcisistas.

En los años oscuros en que se mueve tu novela, ¿ingresar en ETA se podía considerar como una salida cualquiera para la gente joven de entonces?

Como una salida cualquiera no, pero es cierto que en determinados medios estaba bien visto y aceptado. En su caso, también influyó el azar. Idoia era hija de emigrantes y después se quejaría amargamente de que se había sentido menospreciada por ello. Se introdujo muy pronto en el mundillo de la izquierda abertzale. A los quince años ya estaba en las Gestoras Pro-Amnistía. Tuvo un novio, que era etarra, y ella ingresó en la organización por ese motivo. Eso era algo bastante frecuente, aunque no ocurría lo mismo si la militante era una mujer. Dentro del ambiente abertzale de Errentería, ser de ETA se veía como alguien que se sacrificaba por su patria, una persona excelsa, admirable. Idoia alardeaba de que actuaba de acuerdo con sus ideales e incluso llegó a manifestar que, si muchos hicieran un poquito, otros no tendrían que hacer tanto. Tampoco podemos olvidar que le gustaba la acción y las emociones fuertes, puesto que quería ser bombera. Por ello, no le bastaba con pertenecer al comando Madrid, el más buscado, sino que se escapaba a las discotecas. Necesitaba adrenalina. Estoy convencida de que si en lugar de emigrar a Gipuzkoa hubiera ido a cualquier otro lugar, ella no habría pertenecido a ETA.  

Tú ni eres vasca, ni vives en Euskadi. A la hora de escribir sobre aquellos años, ¿qué le aporta la mirada de una persona foránea a la narración?

Nunca pensé que me metería en ese mundo, porque era algo ajeno a mí, al menos en parte, porque yo también viví los atentados de Hipercord y porque el miedo a ETA lo sentíamos todos, creo. Fue el personaje y la historia paralela que arrastra lo que me llevó a ello. Es lo mismo que me sucedió cuando escribí mi novela sobre la guerra de Bosnia. Soy catalana y sé lo que significa vivir entre dos nacionalismos enfrentados. En los momentos de polarización, de pronto dejas de hablarte con tus amigos y con la familia, y brotan los silencios peligrosos y los tabúes… Indudablemente, lo de ETA fue mucho peor, porque cuando hay muertos, violencia, represión policial y la aparición de los GAL todo se convierte en un infierno. En resumen, creo que conocer estos detalles me ha proporcionado la distancia suficiente para escribir la novela, algo que no me sucede con relación a las últimas cosas que han ocurrido en Catalunya.

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A diferencia de tus novelas anteriores, ‘Las fieras’ habla de una persona viva. ¿Eso te supone algún riesgo?

Hombre, he de tener rigor, en la medida en que no afirmo nada. Yo expongo lo que se dice sobre Idoia y le proporciono la posibilidad de replicar. Sólo muestro las contradicciones de la naturaleza humana y pretendo que la reflexión corra a cargo del lector. He tenido pudor mientras escribía y, si me he inventado algo, he procurado que fuese algún detalle anodino. Yo lo que pretendía era hablar sobre eso que Hannah Arendt denomina la banalidad del mal, es decir, cómo se trivializa la eliminación de personas para conseguir ciertos objetivos, sin que los individuos que la ejecutan se cuestionen lo que hacen. Las personas que cometían los atentados eran absolutamente mediocres, no tenían nada que ver con los tipos diabólicos que vemos en las películas, seres que carecen de la capacidad de ponerse en el lugar del otro porque han emprendido un proceso de deshumanización. Y en eso, Idoia era perfecta, porque me servía para hablar de las contradicciones del ser humano. Constantemente me preguntaba qué hacía una chica como ella en un mundo como el de ETA.

Los etarras siempre vivieron una doble vida. Al leer ‘Las fieras’ uno se da cuenta de que también los guardias civiles se veían obligados a llevar esa doble existencia. Aquello debió de ser una fábrica de esquizofrénicos.

Sí, y también los que estaban metidos en los GAL. ETA pretendía cargarse la democracia, pero cuando el gobierno quiso hacer lo mismo que ellos, saltarse las leyes para preservar el estado de derecho, en realidad se lo estaba cargando también. Eso era un error y ahí entró la corrupción en todos los sentidos. En ese momento se rompió la separación de poderes, porque cuando dice que el fin justifica los medios, los medios terminan convirtiéndose en el fin. El personaje Amadeo, un policía franquista, justifica a los Gal aduciendo que con ellos se consiguió lo que se pretendía. Pero, como reconoció el propio ministro Belloch, lo que se hizo fue legitimar a ETA. Si tú te comportas como ellos, les das la razón, y reconoces que estás en guerra. Eso llevó a muchos jóvenes a ingresar en ETA para acabar con los GAL. Si a eso le sumamos la tremenda corrupción que hubo con los fondos reservados, está todo dicho. En un muro de Irlanda del Norte había una pintada que decía: «Si los que hacen la ley infringen la ley, no hay ley». Evidentemente, ETA mató a mucha gente pero, de alguna manera, esta nueva situación legitimó a la banda terrorista. La Memoria Histórica debe ir por ambos lados y sería muy bueno que Bildu dijera que no hay dogma patriótico, que no hay ninguna independencia del País Vasco que justifique eliminar vidas ajenas. Y sería bueno también que este gobierno, que no tiene nada que ver con el de entonces, reconociera el terrorismo de estado y la condición de víctimas de los muertos de los GAL.  

La narración discurre con una voz en tercera y otras en primera, una de ellas escrita en cursiva, que se interpelan y discuten…

Es una novela polifónica, de voces, de ventriloquía. Cada vez que me planteé la novela pensé en cómo reflejar una realidad tan compleja. Quería ofrecer al lector todas las caras del prisma, de tal manera que cada personaje se reconociera a través de su propia voz. Me costó mucho conseguirlo, especialmente la parte de Idoia, porque en torno a ella existe una leyenda muy grande y no sé qué es verdad y qué es mentira. Se había convertido en una celebrity porque los periodistas estaban enamorados de ella. Isabel Pisano se puso especialmente guapa para entrevistarla en la cárcel, con tacones, porque iba con la sana intención de averiguar por qué se mata a alguien. Pero cuando la tuvo delante, quedó tan desarmada que sólo se le ocurrió preguntarle cómo se vivía en una prisión sin amor. ¡Y se lo decía a una mujer que había cometido veintitrés asesinatos! Esa entrevista que, como tal, es desastrosa, te dice mucho acerca de cómo tenemos interiorizada la belleza, la bondad y ese tipo de cosas. Una visión machista, porque a una mujer guapa la miramos de otra manera.

Para la opinión pública estaba mucho peor visto que la terrorista fuera una mujer. Resultaba más natural creer que fueran hombres quienes disparaban. ¿Machismo terrorista y machismo social también?

Sí, eso es así siempre. Esos prejuicios machistas los tenemos asumidos todos. La mujer lleva interiorizado el rol de cuidadora y, lo quiera o no, lo mantiene. Hay mujeres que atienden a sus hijos, nietos y padres, sin disponer de tiempo libre para ellas mismas, cosa que me repugna. Unas veces, el marido les acompaña y otras, no, y aún decimos ¡pobre marido, lo tiene desatendido!  La gente piensa que si la mujer da a luz, cría y cuida, ¿cómo va a quitar la vida? Nos resulta mucho más cruel que lo haga ella a que lo haga un hombre. Si encima es guapa, aún se entiende menos. Es la femme fatale, como te decía antes. Los periodistas acudían a la cárcel para preguntar a los funcionarios con quién hablaba Idoia, qué comía, que hacía… Como si fuera una actriz. Cuando salió a hacer prácticas para obtener el permiso de conducir, la televisión vasca colocó cámaras para captarla. Es alucinante.  

Parece pura prensa del corazón.

Sí y estamos hablando de una terrorista.  Esa mezcolanza es lo que a mí me interesaba para la historia.

En España, Idoia fue condenada a 30 años, pero cumplió 23.

Para ETA sus presos eran carne de cañón. La cúpula controlaba lo que tenían que hacer los militantes. Sin más. Y ellos ejecutaban las órdenes. Era como un ejército, obediencia ciega. Les decían que no colaborasen con el estado español, que tuvieran poco trato con los presos comunes… Ellos se consideraban la élite de los reclusos. Cada dos por tres les ordenaban hacer huelgas de hambre. Pero en un momento dado, los presos se cansaron. Llegaba un abogado, que venía de disfrutar de una buena comida, y les ordenaba ponerse en huelga. Y ahí se fueron dando cuenta de que estaban haciendo el imbécil. Primero mataban para cumplir un ideal; después para negociar sobre los presos. El ideal ya había desaparecido. Idoia se chupó muchos años en aislamiento y, en otra muestra de su hiperactividad, se casó dos veces en la cárcel y pasó por varias prisiones. Por fin, con su pareja de entonces y al igual que otros muchos etarras, decidió meterse en la llamada vía de Nanclares de Oca para reinsertarse. Hizo cursos muy diversos para reducir condena y redimió siete años. Entiendo que haya víctimas que quieran que los asesinos se pudran en la cárcel hasta el final, pero el objetivo del encarcelamiento es reinsertar y recuperar al individuo para la sociedad. Idoia y los demás etarras que se acogieron a la reinserción no han vuelto a delinquir, que es de lo que se trata. De hecho, mi impresión es que ahora mismo ella reniega de aquel pasado y se ha montado otra vida.

Supongo que no sabrás si Idoia ha leído esta novela.

¡Cómo voy a saberlo! No tengo ni idea. Dicen que lee todo lo que se escribe sobre ella, pero percibo que no quiere que nadie le recuerde su pasado, más allá de que, como no lo asume, vive perseguida por él. Hasta que no lo acepte seguirá así. Pienso que mi novela le recordaría precisamente ese tiempo del que reniega.

Terminamos por hoy: ¿de su paradero actual se sabe algo?

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Cuando salió de la cárcel se vistió con una chupa roja muy llamativa. Idoia no quiere saber nada de la prensa, pero en el fondo le gusta y por eso salió vestida de aquella manera, para que se le viera bien. En la foto está tan guapa que parece una actriz. Se metió en una camioneta y luego, en una curva, se subió a una moto y desapareció. Como una película. Y ya no se sabe más de ella. Casualmente, hace dos semanas me enviaron una nota diciéndome que había trabajado en el servicio de ambulancias de San Sebastián. Pero entonces ya no estaba allí. Como ya te he dicho, mi impresión es que sigue huyendo de su pasado.  

Herme Cerezo/Diario SIGLO XXI.