«Desde su agujero de arcilla escuchó el eco de las voces que lo llamaban y, como si de grillos se tratara, intentó ubicar a cada hombre dentro de los límites del olivar» (Jesús Carrasco, Intemperie)

jueves, 18 de junio de 2015

‘Los hijos de la libertad’ de Marc Levy y Alain Grand. La trastienda humana de la Resistencia francesa.

Los de mi generación, cuando fuimos pequeños, aprendimos la II Guerra Mundial a través de las imágenes que nos transmitían los tebeos de ‘Hazañas Bélicas’ de Boixcar o del Sargento Gorila, obra del guionista Eugenio Sotillos y el dibujante Alan Doyer. Aunque no recuerdo muchos más detalles, en aquellas viñetas en blanco y negro, los alemanes siempre eran los malos excepto cuando guerreaban contra los rusos, momento en el que se convertían en seres con sentimientos y valores humanos sin cuento. En 2013, el  valenciano Paco Roca  publicó ‘Los surcos del azar’, novela gráfica en la que nos habló de las tribulaciones de un puñado de republicanos españoles que pelearon en Francia y contribuyeron a la liberación de París, de hecho llegaron antes que nadie. Y es ahora, un par de años después, cuando nos llega el álbum ‘Los hijos de la libertad’, editado por Planeta Cómic, dibujado por Alain Grand y basado en la novela homónima de Marc Levy, que relata el papel desempeñado por la resistencia francesa en la lucha contra la ocupación alemana de Francia, una Francia dividida en dos: el norte, dominado por los alemanes, y el sur, controlado por el gobierno de Vichy, encabezado por el mariscal Pétain. Si, como decía antes, con Roca nos desayunamos de que en la División comandada por el general Leclerc, Compañía la Nueve, pelearon los republicanos españoles, con ‘Los hijos de la libertad’ descubrimos que en la 35ª brigada FTP-MOI, que operó en la zona de Toulouse, militaron inmigrantes polacos, húngaros, italianos, españoles y también ciudadanos franceses, algunos de ellos judíos, todos muy jóvenes. Bajo estas premisas podemos detenernos unos instantes y plantearnos la importancia que tuvo la intervención extranjera en el país vecino durante la II Guerra Mundial.

El comienzo del álbum de Grand no puede resultar más significativo: en la Francia gobernada por Pétain, mientras el pueblo le aclama durante un desfile, un grupo de muchachos hace llover panfletos en su contra: “La juventud de Francia no quiere un mariscal traidor”. La voz narradora prosigue: “Para nuestros compañeros, todo empezó como un juego de niños. A algunos no les dará tiempo de convertirse en adultos”. La causa de la libertad no distingue entre jóvenes y viejos, solo entre ocupados y libres,  vivos y muertos. La siguiente escena, 21 de marzo de 1943, introduce de lleno al lector en la trama: un padre se despide de Raymond, su hijo, que casi no tiene dieciocho años, mientras ambos toman un café acodados sobre la barra de un bar. La decisión del joven de enrolarse en la  es firme y su padre no se opone, pero como luego recordará el muchacho “en sus ojos había una urgencia que yo tardaría años en comprender. No era su muerte la que imaginaba, sino la mía”. A partir de ese momento, Raymond trocará su nombre por un alias: Jeannot, su salvoconducto, su deneí para la guerra subterránea. En su idealismo, intenta ingresar en la R.A.F. o en el maquis, pero terminará encuadrado en la guerrilla urbana, porque él quiere matar a un nazi antes de morir. Poco a poco asistiremos a su integración en el grupo, a la aceptación de las normas de seguridad y al aprendizaje de las estrategias guerrilleras. Jeannot, igual que su hermano Claude que le acompañará en esta lucha, pronto se regirá por una doble vida: la real en la clandestinidad y la aparente en la pensión que habitan como estudiantes.



El trazo que anima las viñetas de ‘Los hijos de la libertad’ expresa por sí solo el espíritu que impregna la obra: vivo pero triste. Cuando alguien abre cualquier página del álbum, encuentra escenas plagadas de un colorido atractivo a la vez que apagado, que alternan momentos de humor con otros de miedo y drama, en los que también queda espacio para el amor, un amor vedado por las normas de la guerrilla para no crear vínculos ni delatar compañeros durante los posibles interrogatorios.  Alain Grand explica con detalle los avatares de la vida clandestina: los golpes, la escasez de armas y municiones, la planificación de las acciones, los atentados, los reveses, las detenciones, las ejecuciones…

Pero los miembros del grupo son humanos y, como ya he dicho, muy jóvenes también. Tienen hambre, pasan frío y sienten el miedo cuando les llega la hora de actuar. El bautismo de fuego, la primera vez, se presenta como algo difícil, complicado, apto solo para tipos de piel curtida. Alguno de los comandos no se atreverá a disparar sobre sus objetivos por la espalda y, para armarse de valor, pronunciará sus nombres en voz alta, obligándoles a volverse para reconocer el rostro, como si el gesto sorprendido o alertado de una persona a punto de morir le infundiera el ánimo necesario para acabar con ella. Al mismo tiempo procuran que sus acciones sean limpias y no dudan en arriesgar sus propias vidas – entre las páginas 61 y 63 hay una excelente muestra de ello – para evitar la muerte de cualquier inocente (eso que en las guerras modernas, eufemísticamente, se  denomina “daño colateral”). Quizá este detalle permita establecer la diferencia entre un resistente y un terrorista, ya que a este último no le importan nada las vidas anónimas que pueda cercenar una acción indiscriminada con tal de alcanzar el objetivo propuesto.

Podemos dividir ‘Los hijos de la libertad’ en dos partes bien definidas. La primera, que alcanza hasta la página 120, cuenta la lucha pura y dura y su trastienda. La segunda arranca a partir del momento en que las autoridades francesas deciden entregar a los prisioneros políticos a las fuerzas alemanas, para que los trasladen a sus campos de concentración en un convoy ferroviario, a cuyo frente figura el infernal teniente Schuster. El viaje se convertirá en una terrible odisea en la que perderán la vida muchos prisioneros. Mejor no describir sus penalidades, innumerables, ya se encarga de ello la paleta cromática de Alain Grand que se ensombrece o se ilumina a lo largo de estas páginas para acentuar el dramatismo de cada instante.

Antes de concluir, es preciso hablar de Marc Levy (Boulogne-Billancourt, Francia, 1961), guionista del álbum y autor de la novela que ha versionado Alain Grand para el cómic como señalaba al comienzo. Cuando publicó su novela, el escritor francés dejó bien claro que los hechos que había narrado eran reales y se referían a la vida de su padre, Jeannot en la ficción, quien durante mucho tiempo mantuvo oculto su pasado como luchador de la  francesa. A Levy le llevó más de veinte años interrogar a su progenitor utilizando a su propia madre como anzuelo, para conocer la información indispensable para escribir la obra. Y de aquellas averiguaciones, aquella novela; y de aquella novela, este cómic duro, sacrificado y alentador sobre la trastienda de la Resistencia gala.



‘Los hijos de la libertad’. Marc Levy y Alain Grand. Planeta Cómic. 2015. Color, tapa dura y 176 páginas. Precio: 25 euros.