«Desde su agujero de arcilla escuchó el eco de las voces que lo llamaban y, como si de grillos se tratara, intentó ubicar a cada hombre dentro de los límites del olivar» (Jesús Carrasco, Intemperie)

miércoles, 10 de diciembre de 2025

Julio Llamazares: «Las guerras solo las ganan los que las provocan, los que las dirigen y los que se benefician de ellas»

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Nº 709. Fue un viernes novembrino. Temprano. Frío por las calles. Algo casi insólito por estas 
latitudes, tan azotadas por el cambio climático. Estaba citado con Julio Llamazares para entrevistarle. Para hablar de su nuevo libro, ‘El viaje de mi padre’, editado por Alfaguara. Para que me contara algunas cosas de ese viaje y de los motivos que le llevaron a escribirlo. Era esta una de esas ocasiones en las que nuestros progenitores se borran de la vida sin haber contado nada, o muy poco, de sus pasos por la tierra? Qué pensaron, qué hicieron, cómo vivieron, qué sintieron…? Al padre de Llamazares, y a su amigo Saturnino, la guerra civil los movilizó a los dieciocho años. Aunque los sorprendió a los dieciséis. Se enrolaron voluntarios para elegir destino en el bando nacional y ambos viajaron, ora en tren, ora en convoy militar,
 desde La Mata de Bérbula (León) hasta la Sierra de Espadán (Castellón), armados con un aparato de radio de telegrafista y una antena. Su misión, en consecuencia, fue la de transmitir las órdenes o los relatos que sus superiores les encomendaban. Llamazares ha traducido a la literatura el viaje diagonal de ambos amigos, para más inri maestros ambos, que discurrió rodeado de peligros hasta llegar al frente de Teruel, donde, por primera vez en su vida, se asomaron a la guerra de verdad, no a la de la trastienda sino a la de la primera línea de combate, la del frente donde la vida valía poco. Justo lo que una bala. En el hall del Vincci Mercat Hotel de València, sentados frente a frente, con la grabadora lista, piloto rojo encendido, comenzamos a conversar.

Julio, movilizado por el ejército golpista, tu padre que no era muy viajero, se movió a causa de la Guerra Civil desde León hasta Castellón. En tu nuevo libro rememoras aquel viaje suyo, un viaje físico a la vez que emocional, qué te movió a escribirlo?

He escrito muchos libros de viajes, es un género que no me parece ni mejor ni peor que los demás. En la tradición anglosajona, alemana e italiana, la literatura de viajes es igual que la novela o la poesía y, sin embargo, en España no goza del mismo predicamento. De hecho, a las editoriales les gusta más que les entregues una novela que un libro de viajes. Y de entre todos esos libros viajeros míos, este es el más emocional, como tú dices, el más personal, porque es un viaje a la memoria de mi padre y a la de toda una generación a la que, en su momento, no hicimos caso, yo por lo menos, tratando de entender mejor la historia de este país y su esencia. Es un desplazamiento físico por un territorio extenso y, como todo viaje, también interior, que discurre entre el pasado, por el que anduvo mi padre, y el presente, por el que me he movido yo y donde he descubierto un enorme salto entre lo que he encontrado y lo que sé que allí ocurrió. Por resumir, es un homenaje a mi padre, y a toda esa generación a la que le tocó vivir aquellos malos momentos, al tiempo que un alegato contra todas las guerras, como digo en la dedicatoria inicial: «A los que perdieron la guerra civil española, de uno y otro bando». La idea de que hay un bando vencedor y otro perdedor es falsa. Las guerras solo las ganan los que las provocan, los que las dirigen y los que se benefician de ellas.

Tu padre no era un hombre demasiado hablador, y menos de los asuntos relacionados con la Guerra Civil, se te quedaron muchas cosas escondidas en el tintero por preguntarle?

A mí y a toda la gente. Es una ley generacional no interesarnos demasiado por lo que piensan, sienten o han vivido nuestros padres, nuestras madres y nuestros abuelos. Cuando eres joven piensas que lo único interesante es tu vida y la de tus amigos y luego te vas dando cuenta de que no es así. Todos somos gotas de agua, formamos parte de un río y nos alimentamos unos de otros. Pero eso lo entiendes con el paso de los años. Y cuando ya es tarde, te arrepientes de no haber hecho más preguntas, de no haber intentado entenderles mejor. Mi padre murió con setenta y seis años, se fue cuando estaba yo en ese punto de haber hablado más con él y me queda siempre ese sentimiento de culpa por no haber querido saber más cosas. Eso es algo que sucede mucho con el tema de la guerra. La gente habla muy poco, les trae malos recuerdos porque lo pasaron muy mal y, como nos ocurre a todos, los malos recuerdos los espantamos y acudimos a los buenos, porque si no la vida sería muy dura.

Pero a pesar de todo, has podido hablar de él en este viaje.

Sí, tuve la suerte de que mi padre sabía que lo iban a movilizar y antes de que lo hicieran, se presentó voluntario, junto con un amigo suyo, Saturnino, para elegir destino y no ir a las trincheras con la infantería, como carne de cañón. Les asignaron a transmisiones y, como la radio la manejaban entre dos, fueron y volvieron juntos. Y ese amigo, casi un hermano para mi padre, le sobrevivió veinte años y aunque tampoco le gustaba hablar – cada vez que me veía con la grabadora me decía que la dejara en paz –, me contó cosas, sobre todo para determinar el itinerario. Pero las preguntas emocionales y los sentimientos de aquellos momentos se quedan en el limbo de las historias que nunca se contaron.


Tiempo después, tu padre se enteraría de que en el frente de Teruel, pero al otro lado, en el bando contrario, estaba su hermano.

Es verdad, estaba un hermano con el que siempre se quiso mucho. La familia de mi padre eran cinco hermanos y tenía dos en el bando republicano, por ideología y por ubicación, y otros dos en el otro lado, uno por ideología y otro porque le pilló de vacaciones. Como tantas otras, la nuestra fue una de esas familias españolas partidas por la guerra. Y esa trinchera, esa quiebra, duró toda la vida. En la propia guerra tuvo consecuencias más directas, porque uno de ellos no regresó. Quedaría en alguna cuneta o fosa común, porque nunca apareció. Pero ese hermano unió mucho más a la familia, porque se pasaron la vida buscando al desaparecido. Yo recuerdo haberlos visto juntos y se llevaban muy bien, se querían mucho. Podríamos decir que ellos superaron la guerra mucho antes que este país. Pero lo ocurrido en mi familia sucedió también en otras muchas. Esa creencia de que los que lucharon en un bando participaban de esa ideología y los del lado contrario lo mismo, no es así. Mi padre es un ejemplo de eso. Le llevaron, obligado, al matadero donde no se le había perdido nada. Además, he conocido mucha gente que sintió tal espanto durante la guerra que después, harta y decepcionada con los suyos, se convirtió al bando contrario.

Has narrado ‘El viaje de mi padre’ en primera persona, en este caso parece más justificado que nunca utilizar precisamente esa voz, no?

Está muy bien visto eso. Cuando escribes no lo ves, porque solo te ocupas de escribir y nada más. Sin embargo, luego me he dado cuenta de que todos los libros de viajes que he publicado, que han sido unos cuantos, están en tercera persona, usando el recurso ese de «el viajero va» y «el viajero viene». Desde el principio, sabía que este libro había de escribirlo en primera persona porque, digamos, toca la fibra más íntima de mi identidad y mi sensibilidad y creo que funciona mucho mejor así. Un distanciamiento literario no tenía razón de ser en este caso.

Además, el uso de la primera persona te aproxima mucho más a todas esas personas con las que has dialogado a lo largo de tu camino.

Claro, al final haces que el lector vaya contigo, que viaje de tu mano, sentado en el asiento del copiloto y, a la vez, es como si en el asiento trasero fueran mi padre y Saturnino, soplándote a la oreja por aquí pasamos, por aquí no. Tenía la sensación, nada que ver con algo sobrenatural, que es un viaje hecho con mi padre, ese viaje que no llegué nunca a realizar con él. Me acuerdo una vez que hube de ir a Teruel y le llevé un par de libros institucionales, de cerámica y paisajes de aquella zona. Y le pregunté ─ entonces él atravesaba una depresión muy profunda tras enviudar ─, si no le apetecería volver a Teruel. No me dijo ni que sí ni que no. Pero me miró como si le propusiera ir al infierno. Lo cierto es que lo pasaron muy mal y no quería volver. Teruel y la Sierra de Espadán lo marcaron de por vida, porque allí fue donde estuvo muy cerca de morir. De hecho lo hicieron casi todos los de su compañía.

El viaje de tu padre y el tuyo coinciden con el del Cid Campeador, tres épocas históricas bien distintas que ya pasaron… Pero el paisaje continúa allí, incólume, en el mismo sitio, cuántas cosas habrá visto y vivido ese paisaje?

El paisaje es el personaje principal. Es determinante en la vida de todas las personas. Normalmente, pensamos que está ahí, que es neutro, que no influye para nada, pero lejos de ser un decorado es un espejo que nos refleja y en el que nos vemos proyectados. La gente de València, en parte, es como es por el paisaje donde se refleja cada día y la gente de mi tierra, León, es como es porque se refleja en el de allí. Y este viaje transcurre por una geografía muy particular, que ha tenido mucha relevancia a lo largo de la historia. Citas al Cid  porque según la tradición pasó por muchos de estos tramos, pero además todo el Sistema Ibérico, cada vez más despoblado, para mí es como el espinazo, la bisagra de la península, desde donde, hidrológicamente, unos ríos van al Mediterráneo y otros al Atlántico. Paco Cerdá lo cuenta muy bien en su libro ‘Los últimos viajes por la Laponia española’. Hablamos de un territorio muy inhóspito, muy de fronteras, porque no solo el Cid se escondió allí. También la Guerra Civil fue particularmente cruel en la zona, sin olvidarnos de los carlistas de Cabrera o de los maquis, ya que cuando el Partido Comunista decidió reactivar la lucha organizada, se establecieron en el Sistema Ibérico, entre Castellón, Teruel, Cuenca y València. Es una región con mucha personalidad y en este libro queda patente la fuerza de ese paisaje que acentúa la dureza de lo que en él se cuenta.

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No quiero ni pensar la sensación de angustia y temor que debieron sentir tu padre y Saturnino a medida que se aproximaban al frente de batalla.

Me imagino que irían aterrados en los trenes que los llevaban allí. Es lo que pensaba yo mientras viajaba. Cuando tú te acercas a un lugar en época tranquila, sientes una curiosidad normal, pero si te estás aproximando al frente, entre el frío, el hambre y el desvalimiento de los vagones sin ver el paisaje, viajando de noche con las luces apagadas para que no te detecte la aviación enemiga, la sensación de ansiedad e inquietud debe de ser terrible.

La soledad, la calma, parece inherente en muchos de los paisajes que atraviesa tu novela. Reproduces unos versos de Fernández Nieto sobre Palencia que dicen «Aquí, donde la vida se pasa sin sentirla/y la muerte se siente sin pasarla». Te encontrabas solo durante el viaje?

No, no. Como te decía antes, me he sentido acompañado por la memoria familiar. Es un viaje solitario porque están muy despoblados los territorios salvo Zaragoza y Teruel, que es una pequeña ciudad, y Castellón que es más populoso. El resto es un viaje crepuscular, en gran parte siguiendo líneas férreas abandonadas, con las estaciones cayéndose, relojes que llevan parados cincuenta años, zarzas en las vías… Es la sensación de viajar por un país irreal, porque España lo es. Hay dos Españas, y no solo ideológicas, una España creciente y otra menguante. Cualquiera que viaje en avión de noche verá que la periferia está toda iluminada. Luego hay oscuridad, un foco central encendido, que es Madrid, y otro en Zaragoza y, quizá aunque en tono menor, un tercero en Valladolid. Hay una enorme España muy poco poblada, que camina por vías muertas hacia la desaparición y otra, que va hacia el futuro en tren de alta velocidad. Eso se percibe muy bien en el pueblo de Rodén, que aparece en el libro, cerca de Zaragoza, que quedó destruido en la Guerra Civil como Belchite. Te sitúas en ese pueblo destrozado y oyes un estruendo enorme que produce el Ave, que pasa a unos doscientos metros de esas ruinas. Son la imagen del pasado y la del futuro juntas.  

Se disfruta mucho más ‘El viaje de mi padre’ con un móvil en la mano: podemos ver fotos y leyendas que citas en el texto. Los lectores tenemos la suerte de vivir en 2025, podemos considerarnos afortunados por ello?

Por un lado, el lector tiene mucha más información, lo que le ayuda a hacerse una idea mejor de lo que está leyendo. Pero, por otro, la información anula la imaginación en parte. Por ejemplo, antes leías un libro y te imaginabas cómo eran los Andes. Ahora los ves. Lo bueno, por lo malo. Hay cosas que favorecen y otras que perjudican.

‘El viaje de tu padre’ tiene su puntito de arqueología del siglo XX. Descubres un aeródromo utilizado durante la Guerra Civil, ahora ocupado por un campo de manzanos, algo que puede pasar desapercibido a los ojos de cualquiera.

Bueno, no lo descubro yo, me lo contaron. Se da el caso de lugares que permanecen intactos desde hace ochenta años y lugares completamente transformados. Y todo esto tiene mucho que ver con el paso del tiempo que en un libro de viajes constituye un elemento fundamental, claro.

En Teruel parece que la Guerra Civil continúa estando muy presente. Sus habitantes hablan con naturalidad de ella, como si estuvieran acostumbrados a hacerlo.

En realidad, la gente común, la de a pie, habla sobre la guerra con mucha más normalidad que los dirigentes sociales, políticos y los medios de comunicación. Y ese sería el objetivo: que la Guerra Civil en España se normalice, algo que ocurrirá cuando deje de ser memoria y se convierta en historia, es decir, cuando hablemos de la Guerra Civil como de la de Filipinas o de la de la Independencia, sin tomar partido, porque el destino de la memoria es convertirse en historia.

Describes Zaragoza como una ciudad bulliciosa, alegre, mientras que Teruel representa todo lo contrario. Parecen dos ciudades antitéticas en una misma comunidad autónoma.

De nuevo nos encontramos ante las dos Españas, que prácticamente se reproducen en todas las regiones o autonomías. Yo siempre digo, y esto trasciende la literatura, que si el estado autonómico se creó para equilibrar el país demográfica, económica y políticamente ha sido un fracaso, porque no solo el centralismo en Madrid es cada vez mayor y las diferencias entre comunidades también, sino que dentro de las propias autonomías, exceptuando quizá València y el País Vasco un poco, se reproducen esas dos Españas creciente y menguante y Aragón es el paradigma. Dos tercios de los aragoneses viven en Zaragoza y los demás se diseminan por el territorio restante. Y ese contraste también se observa en el libro, porque un viaje da para muchas reflexiones como esta.

Finalizamos con una cita de tu texto: «Nadie vuelve de una batalla siendo el que era»… Es el mismo Llamazares el que inició la singladura de este libro y el que le puso el punto final? Qué te ha aportado su escritura? 

Nadie vuelve de un viaje siendo la misma persona que lo empezó, y menos de un viaje bélico. No sé exactamente en qué grado, pero algo me ha cambiado. Quizá he entendido mucho más no solo el silencio de mi padre y de los que hicieron la guerra, sino también la esencia de este país. Como decía hace un momento, un viaje provoca reflexiones de muchos tipos, y ese flujo continuo de pensamientos te remueve por dentro y tú vas cambiando y enriqueciéndote con esas reflexiones.

Herme Cerezo, Diario SIGLO XXI/11/12/2025