«Desde su agujero de arcilla escuchó el eco de las voces que lo llamaban y, como si de grillos se tratara, intentó ubicar a cada hombre dentro de los límites del olivar» (Jesús Carrasco, Intemperie)

lunes, 31 de mayo de 2010

Hernán Rivera Letelier, ganador del Premio Alfaguara 2010 de Novela: “El Cristo de Elqui no podría existir en otro paisaje que no fuera el desierto”.

Herme Cerezo/SIGLO XXI, 31/05/2010

Hernán Rivera Letelier, Talca (Chile), 1950, acaba de conseguir el Premio Alfaguara 2010 por su novela ‘El arte de la resurrección’, obra que destila efluvios de Vargas Llosa o de García Márquez, de realismo mágico y surrealismo. Rivera Letelier ha pasado cuarenta y cinco años viviendo en el desierto, trabajando las minas salitreras y sobreviviendo en esas oficinas, edificadas con camarotes de hojalata, fríos de noche, calientes de día, que retrata en buena parte de sus libros. Precisamente en una de ellas, La Piojo la llaman, transcurre la novela ganadora. Es allí donde Domingo Zárate Vega, un sujeto que se cree la reencarnación de Cristo en la Tierra, comienza a predicar la palabra de Dios. Enterado de la existencia de una prostituta que sigue fielmente a la Virgen del Carmen, decide ir en su búsqueda para que le ayude en su misión redentora. En el Hotel Valencia Palace, una tarde de mayo, pastosa y saturada de polen primaveral, frente a un café del tiempo, cálidamente frío, charlamos durante unos minutos con el escritor chileno.


Hernán, el primer libro que Vd. leyó fue la Biblia, ¿de ahí le vinieron las ganas de ponerse a escribir?
Aparte del Silabario con el que aprendí las letras, efectivamente, el primer libro que leí fue la Biblia. Era el único que había en casa y me lo leí casi entero. Luego, a los dieciocho años, cargué la mochila a mi espalda y me fui a recorrer el mundo, porque hasta entonces, lo más lejano que conocía era Antofagasta, que estaba a ciento ochenta kilómetros de mi casa. Fue en ese viaje precisamente donde comencé a escribir.

Ha llovido mucho desde entonces y ahora, termina de ganar el Premio Alfaguara, ¿qué sensación tuvo al saber que era el vencedor?
La primera sensación fue tan fuerte como la de la primera vez que gané un concurso de poemas. El premio entonces era una cena y yo estaba muerto de hambre. Lo cierto es que había enviado la novela al concurso con la convicción absoluta de que iba a ganar, pero cuando me lo dijeron no me lo creía, me quedé pisando el aire.

¿Este premio es un nuevo milagro de el Cristo de Elqui?
En realidad, este es el segundo. El primer milagro fue convertir ‘El arte de la resurrección’, que era mi décimo libro, en el que hacía once. Llevaba ya ciento cuarenta páginas escritas de esta novela, y me quedaba mucho todavía, cuando se me cruzó otra historia: ‘La contadora de películas’. La escribí de un tirón y me la publicaron. Luego retomé la novela del Cristo y por eso se convirtió en la número once, que es mi número de la suerte. Nací en día once y todo lo importante que me ha sucedido en la vida tiene que ver con el ese número.

El Cristo de Elqui ya aparece en otras novelas suyas, ¿qué le atraía con tanta fuerza de este personaje?
Desde niño, siempre escuché hablar de él y de lo que hacía. El Cristo se me colaba solo en las novelas y me persiguió hasta que escribí su historia. Estoy convencido de que él quería que nadie más que yo la contase.
En muchas novelas de escritores sudamericanos, y en la suya también, se habla del desierto. Por él desfilan personajes increíbles ...
El gran personaje de mis novelas es el desierto. Todos los personajes que aparecen en esta y en otras novelas están inspirados en personas reales, pero el escritor ha de novelizarlos, convertirlos en personajes de libro. Unos tienen más porcentaje de ficción que otros pero es así.

¿Domingo Zárate Vega es un producto genuino de la pampa atacameña o está en otras partes?
Es un producto del Norte de Chile. No podría existir en otro paisaje que no fuera el desierto, escenario idóneo para cualquier Cristo e iluminados en general. Si leemos los Evangelios observamos el paralelismo existente entre ambos cristos, ya que el de Elqui, antes de salir a predicar, se internó en el desierto durante cuarenta días y cuarenta noches para encontrarse a sí mismo, para escuchar su alma, para encomendarse a Dios … El desierto es “ad hoc” para esto.

¿En qué momento comenzó a predicar el Cristo de Elqui?
Apareció en 1931, justo cuando alcanzó los treinta y tres años, no antes, esperó a cumplirlos. Previamente, durante cuatro años, se internó en los cerros del valle de Elqui para purificarse. Se bañaba a las cinco de la mañana en ríos de aguas congeladas, comía frutos secos, dejó crecer su pelo, uñas y barba. Después salió con una túnica y sandalias para anunciar que él era la reencarnación de Jesucristo, en su segunda venida, para bautizar, para ungir, para bendecir… Este tipo era analfabeto, pero cuando predicaba tenía una vena inflamable que dejaba fascinados a los oyentes. La gente siguió a este Cristo atorrante y dejó de lado los templos y las iglesias.

La voz del narrador de ‘El arte de la resurrección’ se muestra firme y seria, pero mientras escribía la novela, Hernán Rivera Letelier ¿cuántas veces tuvo que parar para reírse?
[Risas] Es importante lo que dice. De niño, cuando leí los evangelios, siempre eché en falta que en ningún versículo apareciese un Cristo sonriente, con un mínimo sentido del humor. Así que yo dije: no, mi Cristo tendrá sentido del humor, gastará bromas a sus apóstoles, en una palabra, he de humanizarlo. Yo, como todos los pampinos, también tengo sentido del humor, porque es necesario para sobrevivir en la pampa. Si allí no lo tienes, sólo puedes sentarte a llorar sobre una piedra. Luego hay que reírse de uno mismo y, finalmente, del mundo.

¿En ‘El arte de la resurrección’ es importante que todo lo que allí se narra sea real o, por el contrario, carece de relevancia?
Que sea real o no es lo que menos importa. De alguna manera, lo que yo busco es que cuando el lector piense que algo es invención, sea real y que cuando piense que es real, sea ficticio. Si el lector cree que todo lo que se cuenta en ese universo cerrado es cierto, el libro está logrado. Pero si hay algo que no se cree, la novela falla.
En un fragmento del libro, habla de los cargamentos de locos que llevaban a las salitreras, ¿se utilizaba el desierto como manicomio?
No era así exactamente. Cuando en el desierto, que era como tierra de otro planeta, faltaba mano de obra, enviaban a un tipo con mucha verba, harto de plata, la cartera llena de billetes, con sortija y reloj de lujo, para que fuese a engatusar a la gente, explicándoles que en el desierto estaba su fortuna, su porvenir. Después los traían enganchados, en trenes o barcos. Se les llamaba enganches porque los campesinos venían enganchados con su familia. Pero en esos enganches había criminales, gente noble, locos, de todo.

¿‘El arte de la resurrección’ está escrita con estructura cinematográfica?
Soy un convencido de que el cine ha influido en mi forma de narrar, porque de pequeño yo iba al cine y veía una película cada día, o sea, trescientas sesenta y cinco al año. Pero yo no sé nada de cómo armar la estructura de una novela. Soy un práctico. Mi escritura es pura intuición, no tengo ni ramera idea de estructurar una novela.

Aunque no sepa explicar cómo escribe, hay mucha diferencia entre la prosa que empleó en su novela ‘La reina Isabel cantaba rancheras’, más densa, y la que ha utilizado en ‘El arte de la resurrección’, más sencilla.
Eso significa una sola cosa: ‘La reina Isabel’ fue mi primera obra y yo creía que no iba a publicar nada más. Así que metí de todo en ella. Ahora, cuando en una charla me piden que lea un fragmento de esa novela, me entran ganas de tachar, de despiojarla, de reescribirla. También supongo que mi estilo ha mejorado a lo largo del tiempo con el trabajo.

Seguimos con su prosa: en la novela conjuga narración en tercera y primera personas.
Cuando estaba escribiendo ‘La reina Isabel’ en tercera persona, quise probar y metí la primera. Vi que hacía la escritura más dinámica, más rotunda, que le daba más fuerza. Pensé que estaba inventando aquello, que era un genio, pero luego supe que ya lo había hecho otro escritor antes que yo. ¡Nada menos que Flaubert!

Concluimos, si el Cristo de Elqui se le vuelve a aparecer en otro libro, ¿pensará que no le gustó la novela?
No, no, pensaré que le acabó gustando tanto que vuelve a por otro premio [risas].
Hernán Rivera Letelier tenía que marcharse camino de un plató de televisión donde le esperaban, cómo no, para entrevistarle una vez más. Nos chocamos la mano y se fue, llevándose su mirada viva, las canas, su risa sincera y la tez quemada por el desierto. Pero esta entrevista no puede acabar aquí. Así que introduzco un mínimo fragmento de la venida del Cristo de Elqui a La Piojo: “Al llegar al andén, de inmediato fue rodeado por el grueso de la gente menos crédula, niños y hombres que lo miraban con la curiosidad con que mirarían a un viejo y oxidado animal de circo”. No les digo más. El resto, disfrutar con ‘El arte de la resurrección’, ya sólo es asunto suyo, mis improbables lectores.