«Desde su agujero de arcilla escuchó el eco de las voces que lo llamaban y, como si de grillos se tratara, intentó ubicar a cada hombre dentro de los límites del olivar» (Jesús Carrasco, Intemperie)

sábado, 25 de julio de 2015

José Luis Muñoz, escritor: “Una de las cosas más extraordinarias de la creación literaria es que los tipos que tú te inventas viven en la ficción”

Con José Luis Muñoz me une una relación especial y común a la vez: la de un escritor que escribe libros que un lector, en este caso yo, lee y disfruta enormemente, ya sean novelas o relatos breves. Muñoz se mueve fundamentalmente dentro del género negro, pero no olvida otros registros. Sus títulos, hasta ahora, jamás me han decepcionado porque detrás de ellos se esconde alguien que escribe bien, que tiene suficiente gancho, que sabe atrapar al lector y desarrollar historias inteligentes e interesantes o interesantes e inteligentes, en este caso el orden importa muy poco. José Luis termina de publicar un nuevo volumen, el trigésimo noveno de su carrera literaria, que lleva por título ‘Marero’, editado por Contrabando. ‘Marero’ es la suma de diecinueve relatos que el salmantino ha escrito a lo largo de varios momentos de sus treinta años como escritor. Sobre ellos, sobre los relatos no sobre los años, tuve la oportunidad hace unos días de charlar durante unos minutos con el propio José Luis. Esta fue nuestra conversación.

José Luis, según has comentado por ahí, ‘Marero’ es tu trigésimo noveno libro publicado. Si giras la vista atrás y observas con un poco de detenimiento tu carrera literaria, ¿qué sientes, qué impresión guardas en tu memoria?
La carrera literaria es eso, una carrera. Una carrera de obstáculos en los tiempos en que vivimos y en la clase de país que tenemos, con índices bajos de lectura y escasa afición por ella. Si echo la vista atrás no puedo quejarme, porque hay otros colegas que tiraron la toalla y se quedaron por el camino, y esta es una carrera de fondo en la que resistir es vencer. Hay, en el curso de la carrera, muchos sinsabores y satisfacciones, pero lo importante, más allá del éxito de un libro, de que guste o no, de que la crítica lo aplauda o lo escupa, está la satisfacción personal de que aquello que publicas es algo a lo que le has dedicado un tiempo inmenso, que lo has trabajado, y de lo que te sientes medianamente satisfecho, porque todo es mejorable. Los escritores somos creadores, pero también artesanos de la palabra que van aprendiendo su oficio según crecen. A lo largo de todos estos años, creo que treinta o quizás más, he incursionado en casi todos los géneros, he ganado algunos de los premios más importantes del panorama literario español, he conocido a muchos colegas a los que aprecio y considero mis amigos, y, sobre todo, me lo he pasado muy bien en mi actividad. No puedo quejarme. Pero me quejo. Y es importante no estar satisfecho al cien por cien, un poco frustrado, porque eso actúa como aliciente y te hace progresar.   




De todo lo hecho hasta hoy en este sentido, si volvieras a empezar ¿cambiarías algo, incluso de actividad?
No la escogí, sino que me escogió. Un niño extraño y retraído que prefería estar en la biblioteca que dando patadas a la pelota, que soñaba con los libros que caían en sus manos y que fueron determinantes para su vida posterior, para sus viajes, otra de mis pasiones. La de escritor, salvo contadas excepciones, no es una profesión con la que te forres. Si quieres ganar dinero, dedícate a fundar un banco. Pero los escritores, en lo nuestro, somos como dioses, dueños de un mundo que creamos en nuestra fantasía, de unos personajes que casi podemos tocar mientras los perfilamos sobre la pantalla del ordenador, porque una de las cosas más extraordinarias de la creación literaria es que los tipos que tú te inventas viven en la ficción. Además sospecho que los escritores, los seres más egocéntricos del mundo, quieren trascender, que se hable de ellos cuando ya no estén, aunque no se enteren, así que soñamos en esa segunda vida con el lector que nos descubra dentro de cien o doscientos años, en el caso hipotético de que existan los libros. El artista es eterno a través de la obra que lega a la posteridad.
¿Eres escritor de guión férreo o de brújula?
El único guión férreo que hube de escribir, porque era por encargo, fue el de “La pérdida del paraíso”. Ahí, previamente, tuve que imaginar la deriva de los tres libros que integraron la trilogía y desarrollarlos luego capítulo a capítulo con una enorme disciplina, aunque siempre hubo alguna rebeldía: un personaje que se negaba a morir. No es mi forma de trabajo habitual porque me dejo llevar por la improvisación y por la propia historia que escribo y tira de mí. La historia es la que me marca, sin yo saberlo, la voz narrativa y el estilo. Hay historias que se me ocurren después de ver una película o leer un libro, o de ver un telediario o leer una revista. Hay muchas historias que las cojo de mi alrededor, de gente que conozco, de lo que me han contado, de lo que oigo en la terraza de un bar, de mis experiencias en viajes. Toda esa amalgama la proceso luego. Creo que la improvisación, en literatura, es  buena, porque, al no saber adónde va a ir a parar la historia que uno comienza, la sorpresa que uno mismo se lleva con el desenlace, por ejemplo, la trasladas al lector.
¿Escribir es una fiebre o lo que es una fiebre es escribir género negro?
Escribir, más que una fiebre, es una enfermedad. Como enamorarse. Se es escritor a tiempo completo, porque no se descansa nunca. La gente se ríe cuando digo que estoy trabajando mientras me tomo una cerveza en un bar, pero es así. Los poros de la piel del escritor tienen que estar muy abiertos para captar situaciones, personajes, atmósferas. Me nutro, por lo general, de experiencias propias, salvo excepciones: nunca he matado a nadie ni creo que lo haga. Lo del género negro viene por añadidura. No tiene nada que ver género negro con género policial, salvo en que en ambos pueda existir violencia y a lo mejor hay policías y delincuentes. Lo negro es casi una filosofía, una mirada hacia la sociedad, una herramienta muy crítica. Uno de mis escritores norteamericanos favoritos, Hubert Selby, el de “Réquiem por un sueño” y “Última salida a Brooklyn”, escribía novela negra aunque no había asesinatos en sus páginas. Casi todas mis novelas, hasta las que puedan parecer más alejadas del género, como “Patpong Road”, por ejemplo, una novela erótica centrada en la ciudad de Bangkok, o la misma “Pérdida del paraíso”, son género negro. Lo negro incide en la parte más oscura que todos llevamos dentro, salvo los arcángeles. Si miramos en nuestras propias vidas, encontramos algún pasaje turbio.
¿A qué crees que se debe que esté tan de moda este género y por qué han proliferado tantos escritores de repente? Y tantos policías-escritores, además…
Bueno, no es una moda tan reciente. La literatura negra como tal empezó a dar sus primeros pasos en Estados Unidos, y por esa razón la tengo muy presente en el díptico formado por “La Frontera Sur” y “Lluvia de níquel”, que aparece este septiembre en Francia de la mano de Actes Sud. Estados Unidos, por sus dimensiones, y, sobre todo, por el desarraigo de sus habitantes, que siguen siendo unos recién llegados al continente, es el escenario perfecto para ese tipo de historias. Con la muerte del Dictador se produjo en España una eclosión del género y le dieron impulso Manuel Vázquez Montalbán, Francisco González Ledesma, Juan Madrid y Andreu Martín, entre otros. Luego ha habido una serie de oleadas, como la de los nórdicos, que ha agitado el panorama. Se escribe novela negra en Islandia, en donde no hay crimen y a lo mejor lo haya en un futuro si la realidad se empeña en imitar a la ficción. Lo de los policías escritores ya sí que es un fenómeno más nuevo, y además esos tipos, policías nacionales, guardias civiles y, sobre todo, mossos de esquadra, juegan con mucha ventaja, tienen información de primera mano sobre hechos delictivos. Yo no tengo ningún amigo policía, ni médico forense, ni juez, ni abogado, al que recurrir, pero puedo meterme en la cabeza de cada uno de ellos y saber cómo piensan y cómo actúan. Es una habilidad que no se enseña en ninguna escuela de escritura. Es un don que se tiene o no se tiene.
¿Se está convirtiendo escribir en la profesión del “sobresueldo”?
Casi siempre sí. Lo fue para mí durante una buena parte de mi vida. Lo malo de los ingresos literarios, cuando los hay, es su irregularidad. Uno no sabe cuándo un libro va a funcionar. No lo saben los autores, ni los editores, ni los lectores. No hay una ciencia exacta sobre el best-seller. Lo negativo del best-seller es que no deja espacio a otro tipo de libros, que tiene una masa lectora esclavizada que lee ese libro de moda, y únicamente ése, para poder comentar pasajes del mismo con sus amistades. Yo asistí a una discusión muy encendida entre dos amigas, a través del teléfono móvil, en un vagón del metro, y el casus belli creo que era “Juego de tronos”. Se dijeron de todo a cuenta de la interpretación de la novela. Los fenómenos literarios, como el que cito, hacen que otro tipo de libros pasen desapercibidos, y eso es lamentable, pero eso se produce porque en España no hay una promoción de la lectura, no la han llevado en sus programas ni las izquierdas ni las derechas, y así nos va a los escritores.
¿Para escribir género negro hay que matar mucho o solo lo justo?
Si hay un asesino en serie se mata mucho, claro. Pero puede haber novelas negras sin crímenes, por supuesto. El tratamiento de la violencia tiene su intríngulis. Hay autores que utilizan la parodia cuando su asesino, pongamos por caso, está descuartizando a alguien. Los momentos violentos de mis novelas procuro que sean estremecedores, que provoquen un impacto negativo en el lector. Lo mismo pienso del cine. La violencia con toques de humor de Quentin Tarantino no me hace ninguna gracia, por ejemplo. Banalizar la violencia es un flaco favor que le hacemos a la sociedad. La violencia, y la muerte violenta, es lo más terrible que se puede hacer y por ello, en las páginas de mis libros, esas escenas son revulsivas. Tenemos, por nuestro pasado depredador, el instinto de matar que debemos reprimir, y unos lo hacen por razonamientos éticos, por empatía hacia el otro, y otros simplemente por miedo al castigo.
Y ¿con elegancia o con sangre?
La elegancia no cuadra bien con el género negro, sí la sordidez, lo oscuro. Elegantes y vacías eran las novelas de Agatha Christie. Yo siempre fui más de Georges Simenon. Pero lo cierto es que en determinados ambientes sociales se mata con escasa profusión de sangre, pero se mata. Además creemos que los asesinos son gente insociable, marginal, y resulta que hay mucho psicópata en las altas esferas de las finanzas, y al FMI me refiero, o en la política. Los grandes asesinos en serie de la humanidad no han sido Jack El Destripador, Richard Kuklinski, el caníbal de Rostov o El Arropiero, sino Hitler, Stalin, Pol Pot, que no tuvieron que mancharse las manos de sangre. Hay grandes asesinos psicópatas en la cúspide de los poderes, que condenan a la inanición a pueblos enteros. Hay grandes asesinos en las corporaciones empresariales internacionales que alimentan el infierno de África para hacer sus negocios privados.    
Decía Carlos Zanón el otro día que para escribir género negro hay que incluirle tensión, originalidad y ritmo-intensidad,  ¿estás de acuerdo con esa receta?
Completamente. Y añadiría una cosa más: golpear al lector. Una lectura que deje al lector indiferente es el mayor fracaso que existe. Uno escribe para cambiar al lector, aunque sólo sea durante el tiempo que está secuestrado con tu libro. Hay lecturas inocuas, que pasan como un soplo; y hay las que perduran, de las que te acuerdas siempre: “Bajo el volcán”, de Malcom Lowry, por ejemplo.  
¿Por qué has decidido publicar cuentos, ahora?
A lo largo de mi carrera he publicado unos cuantos volúmenes de cuentos. Procuro irlos alternando con las novelas. Es un género poco valorado, pero resulta muy intenso para el que lo escribe y para quien lo lee. El cuento tiene que ser perfecto, tiene que estar limpio de paja, enganchar desde el primer párrafo y no soltar de las solapas al lector hasta el desenlace. La novela te puede permitir bajar algo el ritmo en alguno de sus pasajes. Inexplicablemente el cuento está devaluado. Yo, por suerte, durante una época, publiqué un buen número de ellos en las revistas Playboy, Penthouse e Interviú, y he recuperado algunos de ellos para este volumen junto a alguno, como “Revoloteos”, escrito cuando era universitario.
¿Los cuentos te atacan y has de sentarte a escribirlos enseguida o en tu caso requieren de una “digestión más lenta”?
Te atacan de forma violenta. No puedes dejarlos escapar. Es una historia que pasa por la cabeza, y si no la desarrollas, la pierdes. Los escribes al instante, de una tacada. El cuento no es algo a lo que te puedas poner un día y retomarlo al cabo de una semana. Hasta que no lo acabas, no descansas. Por su brevedad, es difícil perderte.
Estos cuentos son de terror, de sexo, policiacos, ciencia-ficción, sobre fútbol y vudú, incluso alguno taurino…, no hay precisamente una unidad temática, ¿cuál es el hilo que los une?
Una mirada negra. Todos tienen un cierto componente oscuro, hasta los que están escritos en clave de humor. El de fútbol fue un desafío, porque a mí no me gusta ese deporte y me siento un zombi en esta sociedad abducida por el balón. Con el de los toros recuperé una afición que tenia de joven, hasta los 18 años, porque entonces yo era muy taurino, joven de pelo engominado, traje y corbata que se iba al tendido con cigarro habano incluido. Son variopintos, no sólo en temas sino también en estilos, y eso creo que es uno de sus atractivos. Nunca fui al boxeo, pero es un deporte que me gusta, si me abstraigo de la barbarie que lleva implícita, porque el boxeo tiene mucho de danza masculina. Creo que la recopilación de “Marero” es un conjunto ameno, que se pueden leer en viajes cortos en el transporte urbano, por ejemplo. Podrían tener los ayuntamientos iniciativas de esa índole, vender a los usuarios del transporte público libros de relatos a muy bajo coste, para sacarlos de esa locura de sinfonía de mensajes de whatshap en que se convierten los trayectos urbanos. Y creo que las historias de “Marero” atrapan por la simple lógica de que me atraparon a mí al escribirlas.
‘Marero’, un cuento premiado en el concurso Ignacio Aldecoa 2013 de la Diputación de Álava, abre el volumen ¿por qué decidiste comenzar  el volumen con el cuento más laureado?
Es un cuento fuerte, potente, por la historia que cuenta y por la forma en que está contado. Cuando fui a recoger el premio a la Diputación de Álava, me hizo gracia que el jurado creyera que estaba premiando a un autor guatemalteco y lo complejo que sería traerlo de allá: respiraron al abrir la plica. Lo he hecho algo bien, pensé. La violencia que late en buena parte de Hispanoamérica es algo que  no se comprende desde Europa, pero cuando uno viaja allá se entiende un poco más. Las bolsas de miseria son tan insoportables como las de riqueza. Esa gente que vive y muere en la calle no tiene muchas alternativas de salir de ese callejón sin salida de la delincuencia. Estamos hablando de países con estados fallidos, como es México. La violencia se extiende por toda la sociedad y la rige. Con “Marero” quise acercarme, literariamente, a esas organizaciones despiadadas y sectarias, con unos ritos de iniciación terribles, que actúan con una absoluta falta de empatía. La integran tipos que saben que su vida va a ser rápida y breve porque lo normal es que otro más fuerte los liquide, y aun así aceptan ese juego. El desprecio por la vida humana es algo que siempre me ha horrorizado. La idea de “Marero” surgió después de leer un reportaje muy bueno sobre la Mara Salvatrucha en El País Semanal. La figura del periodista, como hilo conductor, me pareció la adecuada, y que fuera un relato muy dialogado me motivó más todavía porque tenía que cuidar el lenguaje para que parecieran diálogos de gente guatemalteca. El diálogo es todo un arte literario que no todos los escritores dominan.
Algunos cuentos (‘El último inquilino’ o ‘Última cena en Sofía’), están protagonizados por ti mismo, o por un alter ego, ¿te apetecía ser protagonista y escritor a la vez?
En “Última cena en Sofía” desde luego. Recreo, dramatizando el final, un suceso que viví en primera persona como consecuencia de fiarme de las redes sociales. Originalmente sucedió en Nueva York. Lo adapté a la ciudad de Sofía porque así me lo pidió el editor para el libro en que apareció. A veces uno escribe sobre lo que puede pasar. Aun me acuerdo de mi cara, y la de la chica que me acompañaba y protagoniza el relato, cuando la fan literaria de Facebook, que me pidió una cita para conocerme, presentó a su  novio como albanokosovar. Nos cambió la cara por asociación de ideas. “EL último inquilino” es, quizá, el relato que más me gusta de la antología, y era un encargo de Fernando Marías. Había que escribir un relato gótico sobre fantasmas y amores. Tiré de mis recuerdos y de esa casa que describo de forma minuciosa, en el Ensanche barcelonés, porque estuve a un paso de comprarla, pero no me decidí porque presentí en ella presencias extrañas. La bañera con sangre es de otra casa vieja por la que también me interesé. Me tomé a mí mismo, más los rasgos algo psicóticos de un conocido mío, más la figura de una chica francesa a la que acababa de conocer, para el escritor protagonista, y añadí un portero que tuve, bastante pesado, y los metí a todos en esa casa fantasmal. Disfruté mucho escribiéndolo, y además me parece que es una historia de amor muy romántica y muy acertada para cerrar el volumen. 
Hay varios cuentos con final sorpresa – a mí me encantan, me parecen una recompensa al lector – ¿por qué han caído en desuso estos finales sorpresivos? A veces creo que incluso se les mira mal.
No los busco especialmente, pero me vienen, valga la redundancia, por sorpresa. Si me sorprenden a mí, también sorprenden al lector. Hay que evitar que sean tramposos, es decir, que tienen que cuadrar con el resto del relato. Si además de atrapar al lector en pocas páginas, le das esa sorpresa final, miel sobre hojuelas. En los relatos, sobre todo los fantásticos, veo influencias de Julio Cortázar. Lo hay en “Calle cortada”, en donde narro un asedio que sufrí, por unas malditas obras en la calle, en un apartamento que ocupé durante cuatro años en Granada; coincidió, además, con un calor extremo. “Vuelo a Orly”, otro de los relatos fantásticos, es un exorcismo literario: tenía que volar a Nueva York y ese avión, el del relato, acababa de precipitarse en el Atlántico, a cuatro mil metros de profundidad. Lo escribí para poder volar. La literatura es terapia gratuita.
En ‘Fumadores clandestinos’ tratas de posibles persecuciones legales contra los fumadores, ¿llegaremos a padecer una situación como la que dibujas en el cuento?
Bueno, es que ya estamos casi. Lo escribí cuando esa histeria antitabaco no había llegado todavía, así es que fue premonitorio. Todo nos viene importado de Estados Unidos. Fumar no es sano, evidentemente, y el fumador invade con su humo al que no fuma. Pero creo que nos hemos pasado unos cuantos puertos. Yo me he criado entre fumadores y en las clases de la universidad no se veía al profesor por la nube de humo que había. Obligar a las tabaqueras a que vendan su producto con imágenes repugnantes me parece una imposición desmesurada. Pongamos obesos mórbidos en las chocolatinas y en la Coca-Cola; o venas obstruidas por el colesterol en los McDonald. Se lo ponen dificilísimo al fumador. Lo cierto es que también mueren miles de personas intoxicadas por el CO2 de los coches. El tabaco tiene muchísimos años de antigüedad. En “La pérdida del paraíso” saco a Cristóbal Colón disfrutando de un cigarro que le ofrecen los taínos. Lo malo no es la hoja de tabaco en sí, sino las sustancias adictivas de los cigarrillos. Yo nunca me he enganchado, pero en invierno nadie me quita el placer de encender una pipa y sentir entre las yemas de los dedos el calor de la cazoleta.
Le rindes un pequeño homenaje a Holmes en ‘Aromas mortales’ con la muerte de Lord Halifax, ¿si no hubiera existido Holmes habría que inventarlo?
La pareja Holmes/Watson es paródica, intelectual, y utiliza la deducción, algo que los hace muy atractivos aunque poco creíbles. Durante una época leí mucho a Conan Doyle, y a Chesterton, sus cuentos del Padre Brown, con los que me lo pasaba en grande. ¡Lo listo que era ese curita! Tanto en uno como en otro autor, el asesinato no tenía esas connotaciones terribles que tiene en la realidad, resolver el crimen era casi un problema aritmético, despejar la incógnita de esa muerte, con sangre escasa, que, parafraseando a Thomas de Quincey, convertía el asesinato en una bella arte. Ese, “Aromas mortales”, es, además, un relato british, elegante, en el que doy rienda suelta a mi devoción por lo victoriano y que en cine se equipara a lo mucho que me gustan las películas de James Ivory. De querer ser algo que no soy, sería un caballero inglés con galgo que viviría en un cottage con buena servidumbre pero cocinero español.
Los dos relatos sobre sexo son subidos de tono, ¿rayan el porno o son abiertamente pornográficos?
Fueron publicados en la revista Penthouse. Sí, son pornos, por supuesto, porque la actividad sexual está descrita de forma muy explícita. Pero entonces, cuando los escribí, el porno aún escandalizaba algo, era transgresor. Ahora el porno forma parte de nuestra vida. La gente se grava haciendo sexo y lo cuelga en la red. El porno se ha convertido en una clase de biología con un par de mamíferos que se acoplan de la forma más estrambótica posible. Pero también puede resultar muy didáctico. Gaspar Noé, el director franco argentino de “Irreversible”, acaba de realizar un porno en tres dimensiones con corrida a cámara incluida. El sexo forma parte de la vida y es una de las máximas satisfacciones, pero cuando lo trasladamos al arte hay que hacerlo con sentido estético y no cayendo jamás en la vulgaridad. Nagisha Oshima hizo un porno extraordinario con “El imperio de los sentidos”, lo elevó a obra de arte. Las novelas eróticas de Henry Miller son impecables. La literatura licenciosa siempre ha existido. Para mí uno de los mejores libros que he leído es el “Satyricón” de Petronio. Pero los dos relatos a los que haces referencia son profundamente transgresores. Mi Robinson Crusoe de “Robinson” no se comporta como el de Daniel Defoe cuando el mar le trae una sirena a su isla: el sexo tiene algo de caníbal. “La esclava” estuve a punto de apearlo del conjunto. Hasta me pareció muy fuerte a mí mismo que lo había escrito veinte años atrás. Pero finalmente vencí a mi autocensura. Lo escribí después de visitar esas bonitas plantaciones del sur de Estados Unidos hijas de “Lo que el viento se llevó”. Gente muy elegante que se comportaba como psicópatas con los negros que eran simples objetos de usar y tirar. Curiosamente tiene muchos puntos de contacto con “Doce años de esclavitud” de Steve McQueen, pero escrito veinticinco años antes de que se estrenara la película. Exploté el mito del negro semental y el del amo que se encapricha de una esclava, de una sola esclava, no de todas. Y ahí empiezan los problemas, cuando él le da el título de persona a esa chica con la que se desfoga todas las noches a escondidas de su casta esposa. Es muy erótico, muy porno, pero muy negro también. 
El último relato es de terror, de misterio al menos, ¿tienen puntos de contacto el género negro y el terror?
Soy asiduo al género de terror, pero me revienta el gore, la casquería. Ese relato, “El último inquilino”, es de terror y fantástico. Existe un perfecto maridaje entre ambos géneros, y, volviendo la vista al cine, te puedo citar, por ejemplo, a “Seven” de David Fincher: negro y terror van de la mano. Como negro y fantasía, y de nuevo el cine: “El corazón del ángel” de Alan Parker. En ese relato hay presencias, una fémina irreal y pálida que visita al protagonista todas las noches. Hay vampirización del protagonista por el anterior inquilino de la casa. Y también hay bastante de Roman Polanski, de “El quimérico inquilino”, aunque no pensara en absoluto en esa película mientras escribía ese relato que es de los más largos del conjunto. Antes hablabas de elegancia. Ese, creo yo, es un relato elegante y con escasa sangre, creo que ninguna.
Recientemente has participado en la Semana Negra de Gijón, donde has presentado ‘Marero’, ¿para qué sirven realmente estos eventos de escritores?
Pues lo fundamental es para cruzar palabras entre unos y otros, charlas ante una copa, hablar los históricos de los primeros encuentros, que eran épicos, y de nuestros proyectos. Son acontecimientos sociales. La Semana Negra es un campamento de verano para autores. Pero presentar un libro allí siempre es importante. Es el acontecimiento negrocriminal con más solera del país y con el que me une una vinculación muy sentimental al asociarlo a los inicios de mi carrera. En la primera Semana Negra estuve y ya pocos quedamos de aquella. Digo medio en broma a Ángel de la Calle, el coordinador, que también escribo para estar allí cada año. Pero a la Semana Negra le han salido docenas de competidores distribuidos por toda la geografía nacional.
¿Os queda tiempo a los escritores para escribir después de asistir a tantos saraos de este tipo?
El tiempo es lo más preciado. Uno mataría por más tiempo. Los días son cortos. Si los dedicas a leer lo que se publica, las revistas literarias, lo que pasa en el mundo y los festivales, te quedas sin horas. Si además vives en un entorno idílico, como es en mi caso, rodeado de bosques y montañas, pues la has fastidiado porque te echas al monte. Durante años me ha obsesionado la falta de tiempo, que los libros se amontonen sin poderlos leer, así es que he decidido, para mi salud mental, vivir como si fuera a durar eternamente. Mientras existan cosas pendientes e ilusiones, vivir tiene sentido.
La última por hoy, ¿te queda algo por explorar en literatura? ¿Por dónde dirigirás tus próximos pasos literarios?
La ciencia-ficción pura y dura, la de los viajes espaciales a otros mundos. Un lector me lo reprochó hace unos días. Pero es una tarea muy compleja. Prefiero viajar al pasado, a la época épica de los conquistadores españoles del Nuevo Mundo que eran como los exploradores del espacio del futuro. La novela histórica es una de mis grandes pasiones literarias, pero hay que echarle tantísimas horas que creo voy a dejarlo para una próxima reencarnación.


SOBRE JOSÉ LUIS MUÑOZ
José Luis Muñoz (Salamanca, 1951) escribe novelas, casi siempre negras, artículos, críticas literarias y cinematográficas, imparte conferencias y viaja. Es autor de las novelas ‘Lluvia de níquel’, ‘El mal absoluto’, ‘La Frontera Sur’, ‘La pérdida del paraíso’, ‘Llueve sobre La Habana’, ‘Marea de sangre’, ‘Ciudad en llamas’ y ‘Te arrastrarás sobre tu vientre’ entre otras. Ha obtenido los premios Tigre Juan con ‘El cadáver bajo el jardín’; Azorín con ‘Barcelona negra’; La Sonrisa Vertical con ‘Pubis de vello rojo’; Camilo José Cela con ‘La caraqueña del Maní’ y Café Gijón con ‘Lifting’, entre otros. Como articulista ha colaborado en las revistas Interviú, Penthouse, Playboy, Leer, GQ, DT, Viajes National Geographique, Nómadas y Traveler, así como en los diarios El Sol, El Observador, El Independiente y El Periódico. Actualmente escribe en los medios digitales El Cotidiano, El Destilador Cultural, Tarántula y Calibre 38. Desde hace años conduce el blog La soledad del corredor de fondo, con más de 700.000 visitas en su haber. Como escritor de relato breve es autor de ‘La lanzadora de cuchillos’, ‘Una historia china’ y ‘La mujer ígnea’. Sus libros han sido traducidos al checo, italiano y francés.

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