«Desde su agujero de arcilla escuchó el eco de las voces que lo llamaban y, como si de grillos se tratara, intentó ubicar a cada hombre dentro de los límites del olivar» (Jesús Carrasco, Intemperie)

domingo, 23 de diciembre de 2018

Elga Reátegui: «Me gusta narrar a través de los personajes»


Nº 556.- Elga Reátegui, periodista y escritora, es una mujer que conserva muy viva la memoria del Perú actual, de su infancia y de su juventud limeña. Desde hace unos años reside en València, ciudad que le encanta por la luz y el cielo que la cobija. Recientemente, ha publicado el volumen de relatos titulado ‘La fugacidad del color’, editado por Lastura, con el que ha debutado en el género de la literatura breve. Con anterioridad ya tenía en el mercado varias novelas y poemarios. En el Prólogo del volumen, el escritor César Gavela habla del estilo de la escritora peruana: «los relatos de Elga Reátegui caminan por la siempre fecunda senda de la sugerencia. De esbozar un mundo en muy pocas frases, creando así un contar diverso y atractivo, que en parte se deja suspendido en el aire, a la espera de que el lector lo interprete. Lo haga suyo. Lo reviva». Sobre ‘La fugacidad del color’, su nueva experiencia literaria, conversé con Elga a comienzos de diciembre. Era una mañana tardía de otoño, más bien fría, teñida con esa luz que tanto le gusta.

Elga, eres peruana pero desde hace un tiempo resides en València, ¿cómo viniste a parar aquí?
Hace muchos años tuve la oportunidad de presentarme para estudiar en la Universidad de Navarra, pero estalló la crisis y no se dio. Un tiempo después, con mi carrera ya acabada, mi jefe me encargó un trabajo sobre chats entre hombres y mujeres. Le gustó y me pidió que hiciera otro igual, pero sólo con hombres mayores de cuarenta años. Allí conocí a un señor con quien, a pesar, de que lo teníamos prohibido, intercambié mi dirección de correo electrónico y comenzamos a charlar de la vida y de otras cosas, hasta que un día me propuso salir a cenar y yo acepté. Ninguno de los dos pretendíamos nada, pero salió así y este señor hoy es mi esposo. En mi familia fue una sorpresa grande, tanto que mucha gente asistió a mi boda por curiosidad. Y como él era valenciano y resultaba todo más sencillo, nos vinimos a vivir aquí.


Conocidos los motivos de tu llegada, ahora toca preguntar sobre la creación literaria: ¿qué significa escribir para Elga Reátegui?
Creo que he buscado siempre la escritura de una manera u otra, porque ha sido mi mejor manera de expresarme. Estudiar periodismo fue un pretexto para entrar a la escritura profesional. El periodismo me lo ha dado todo: la técnica de escritura, aprender un oficio, conocer gente… Y si te fijas, tanto en mi trabajo como en la literatura estás muy vinculada con las palabras. Una vez, un chamán me dijo que lo mío era tender puentes, unir a unos con otros y eso es lo que he hecho tanto con el periodismo como con la escritura. Cuando escribo intento entretener, pero induciendo a la gente a la reflexión.
El periodismo trabaja la realidad, la literatura la ficción.
La realidad me ha servido de mucho para ficcionar. Con otros ingredientes, muchos relatos proceden de allí. Ya dicen que la realidad supera siempre a la ficción. Además procedo de una familia que vivía en la selva amazónica, que está llena de mitos y leyendas. Mi casa era un lugar riquísimo, sustancioso, para recrear. He escuchado muchas historias que al final han resultado ser pura ficción.
Parece que en Sudamérica hay espacio para todo, lo del realismo mágico es una prueba evidente de ello, ¿no?
Sí, en Sudamérica hay de todo y cabe de todo. A mi padre, que era policía, le regalaron un cráneo que él velaba. Decía que pertenecía a un hombrecito llamado Panchito, al que había conocido en sueños. Lo puso en la cocina con una vela encendida y le dejaba un cigarrito y una copita de pisco para que cuidase de nuestra casa. Tal vez sugestionado por todo esto, un vecino le dijo  que, cuando no estábamos, se escuchaba bulla en la casa y que una vez llamó al timbre y le abrió la puerta un espectro, que le respondió que allí no había nadie. Yo he convivido con cosas como esta.
‘La fugacidad del color’, ¿de dónde arranca el título?
Mis relatos y poemas los guardaba en una carpeta titulada Cosas mías. De alguna manera yo quería rendir homenaje a Valencia, una ciudad que me ha acogido muy bien, aunque al principio me costó acostumbrarme un poco. Me gusta su luz y su cielo me da abrigo, confianza… En un momento pensé que aquellos textos podían ser mi homenaje. Una amiga mía, que es editora, me dijo que iba a inaugurar una colección de relatos y que si tenía algunos que se los enviara. Pasó el tiempo y cuando creía que ya no se publicarían, me llegó el contrato, al tiempo que me pedía que le cambiase el título que les había puesto, ‘Cosas mías’. Una mañana acompañé a mi hijo al odontólogo, en la sala de espera vi un cuadro pintado con trazos largos y comprobé que me transmitía una sensación de fugacidad, de desgaste, de cambio… En ese momento surgió el título: ‘La fugacidad del color’.
‘La fugacidad del color’ es un libro de microrrelatos y hasta ahora tú habías publicado poesía y novela, ¿por qué ese salto?
Era algo pendiente. A los diecinueve años, cuando trabajaba en el Expreso, me gustaba leer los escritos que Eugenio Buona publicaba en su columna Trazos. Los leía mucha gente y no podíamos saber exactamente qué era aquello: si relatos policiales, apuntes, cuentos cortos… Buona contaba aspectos de su familia y de su sentir y a mí me dio por escribir lo mismo, pero no me salía, así que lo dejé y seguí con la poesía. Más adelante sí me vi capaz y retomé el proyecto. Anduve dos veranos tomando notas en cualquier parte y cuando terminé la novela que llevaba entre manos, me puse a desarrollarlos.
El microrrelato impone unas normas estrictas, muy rígidas, contar mucho, o todo, en poco espacio, ¿te sientes cómoda en este territorio?
Es verdad que es un género riguroso. Cuando estaba en periodismo y por falta de sitio, a veces tenía que comprimir el espacio de los textos y esa exigencia me ha servido para escribir estos relatos, que he reducido al máximo hasta dejarlos en la sustancia. Hay que pulirlos mucho porque hay riesgo de repeticiones y, si no cuidas estos detalles, quedas en evidencia con facilidad.
En la Introducción del libro, César Gavela afirma que un microrrelato no es espacio para la reflexión, ¿estás de acuerdo con eso?
Yo creo que sí es posible reflexionar. Mucha gente me ha comentado cosas sobre este aspecto. En el cuento titulado ‘Esperando’, donde una quinceañera espera su inminente maternidad, encontramos un ejemplo de ello. Esto de la reflexión tiene mucho que ver con el lector y con lo que éste quiera creer y aceptar.
Por su corta extensión, ¿en el microrrelato queda espacio para ensayar estructuras, para experimentar…?
Sí, que lo hay, en ‘La fugacidad del color’ incluí un cuento donde juego con el tiempo y lo rompo, y en algunos otros se producen cambios temporales. Eso es algo que hago con mucha frecuencia en mis novelas, donde abundan los flashbacks. Algunos lectores dicen que les vuelvo locos con eso [risas], pero es que las cosas vienen de este modo. La verdad es que como escritora hay que estar muy concentrada siempre para tenerlo todo bien controlado.
Hay relatos escritos en primera persona y en tercera, ¿cómo determinas qué voz narrativa vas a utilizar en cada caso?
Aparece sola, se da, no la busco, no hago las cosas planificadas a propósito. Cuando surge una idea, percibo ciertas imágenes que a veces me indican la voz que voy a utilizar. Es así, no hay más...
Dividiste el libro en tres partes: De amores, Sociales y Del espíritu, ¿significa eso que no hay mestizaje entre los cuentos?
Sí, sí que lo hay. Establecí la división simplemente para poner un poco de orden y orientar al lector durante su lectura.
¿Las historias te asaltan a ti o eres tú quien las busca?
Se presentan solas, igual que la persona. De repente estoy mirando algo y surge. Por ejemplo, para escribir el cuento ‘La vida’ vi a un niñito y a su hermana en el carrito esperando el bus. El niño, de repente, comenzó a decirle a la niña que todos nos íbamos a morir. Eso me llevó a pensar en mi niñez, en una vez que estaba con mis padres, de noche, y vi la luna. Me invadió la angustia de que iba a morir, aunque yo temo más a la agonía que a la propia muerte. Para mí, la escena de los dos niños fue como ver una película en la calle y decidí contarla.
Respecto al miedo a la agonía de la muerte, ¿la escritura para ti es terapéutica?
No, en absoluto, no pienso en la posteridad, aunque a veces digo que escribo para que me recuerden. Creo en el más allá, pero en el fondo nadie sabe qué va a ocurrir después. Tampoco me parece que la escritura sirva para trascender. Ha habido muchos grandes escritores olvidados, a los que nadie se ha preocupado por rescatar…
En los relatos los lugares se intuyen, ¿lo importante es lo que hacen o dicen los personajes?
En general no soy muy descriptiva, en mis novelas me ocurre igual. Los escenarios no me interesan mucho. Narro a través de los personajes, que son quienes te cuentan lo que están viviendo y que también se describen a sí mismos a través de sus propias palabras. Lo importante es la situación, la acción. Algunos lectores me dicen que me paso muy rápido de un sitio a otro, pero es que la vida es así. Ahora mismo estamos terminando el año 2018 y no he asimilado el transcurso de los meses. Repetimos las cosas un año tras otro, pero no sabemos si hemos avanzado como personas.
Bastantes microrrelatos encierran una pequeña sorpresa en su desenlace, ¿te gustan más así o prefieres los finales abiertos?
No lo hago adrede, surge sin avisar. Detrás de esos finales tampoco hay ninguna intencionalidad. Tal vez de esta manera consiga que el lector no se quede tan colgado, pero repito que no hay ninguna intención de que sea así.
También hay espacio para el humor en ‘La fugacidad del color’, lo vemos en ‘Las obligaciones’.
Es verdad. Ese relato que comentas está basado en un hecho real, sucedió. Fue una experiencia traumática de un amigo mío, que es fotógrafo, y que nunca se lo contó a nadie, porque la mujer era amiga de su madre.
Y para la violencia de los cascos azules en ‘Y ellos venían a protegernos’.
No sucedió con los cascos azules, sino con los marines durante los tiempos del narcotráfico. Embarazaron a medio mundo, a las niñas sobre todo, muchachas que se acercaban porque ellos eran guapos y ellas tenían la sensación de no serlo tanto. Hay una leyenda enquistada en la realidad de que mejor cuanto más blanquito seas, y quizá esa era una manera de perfeccionar la raza. Pero ellos se dejaron querer, las embarazaban y luego se marchaban, claro.
En ‘La reflexión’ nos enseñas que un santo puede perder devotos «por no conceder milagros».
En mi casa mi padre tenía un altar inmenso, lleno de santitos. Si uno le fallaba, discutía con él, le quitaba la velita encendida y se la ponía a otro. En las iglesias hay santos que no tienen ninguna vela y, sin embargo, otros tienen muchas. Quitarles la vela o no darles el donativo es una forma de castigarles.
Concluimos por hoy, dentro de todos estos relatos ¿dónde se encuentra Elga?
Estoy en todos y en ninguno, soy la que escribe, la responsable. Vuelvo a ser un puente entre las voces que escucho y el lector. Mi obligación es contar lo que me llega, hago lo mismo que yo le pedía a mi padre, que era un gran contador de historias.