«Desde su agujero de arcilla escuchó el eco de las voces que lo llamaban y, como si de grillos se tratara, intentó ubicar a cada hombre dentro de los límites del olivar» (Jesús Carrasco, Intemperie)

martes, 25 de octubre de 2016

Hipólito G. Navarro: «Las historias las encuentro cuando ya tengo el cuento bastante avanzado»

Ángeles Encinar, escritora, doctora en Filología Hispánica y profesora universitaria,
autora de diversas antologías dedicadas al relato y al microrrelato en lengua castellana, considera que Hipólito G. Navarrro, (Huelva 1961) es un cuentista que maneja el resorte del humor «desde todos los ángulos posibles y con maestría excepcional». El onubense llevaba doce años dándole vueltas a unos cuentos muy queridos, huérfanos, con los que no sabía muy bien qué hacer. Después de darles muchas vueltas, como si fueran fichas de dominó, se decidió a reunirlos en un solo volumen titulado ‘La vuelta al día’, publicado por Páginas de Espuma. En el ‘Prólogo’ del libro, aunque uno no sabe muy bien si funciona como tal o simplemente se trata de un cuento más, Navarro explica que «me he solazado especialmente dando caza a las afinidades que pudiera encontrar entre ellos, y en conformar y destruir los más sutiles o más bastos agrupamientos que se me fueron ocurriendo en la configuración de la arquitectura de este volumen, su arquitextura». Desde este punto de partida, arrancó nuestra conversación del pasado viernes, donde dimos un repaso al género del cuento en general y a ‘La vuelta al día’ en particular.
Hipólito, ¿qué significa escribir para un cuentista tan experimentado como tú?
Esta es una pregunta muy difícil de responder para un escritor. Creo que en el momento en el que alguien supiera qué significa escribir para él, tal vez incluso dejaría de hacerlo. Para mí durante mucho tiempo fue un divertimento, una pasión. Traté de imitar aquello que leí de muchacho (Cortázar, los escritores del Boom, Rulfo, Onetti…), planteándome qué podía aportar yo a todo aquello. Lo que sí sé es lo que significa no escribir: un sufrimiento [risas]

Escribes cuentos, aunque también publicaste una novela.
Es verdad tengo una novela, pero fue una traición a dos cuentos largos, en los que intuí que existían ciertos puntos de anclaje para unirlos. Como ya había publicado varios libros de cuentos, la gente me empujaba a escribir una novela. Incluso la hipoteca de mi piso me preguntaba por qué no lo hacía [risas]. La escribí y con los cuatro millones que me dieron por ganar el Premio de la Crítica de Andalucía y el de Valladolid de Novela Corta, cerré la hipoteca. Pero la verdad es que no me atrevo a llamarla novela, es más bien un artefacto novelesco. En este libro de cuentos nuevo, he reparado aquel desmán, he reescrito los dos textos y los he publicado como debieron ser siempre. La novela no es para mí. Como lector me gusta, pero como escritor me cansa pasar muchos meses, años incluso, con los mismos personajes y situaciones.
Los cuentos de ‘La vuelta al día’ están muy bien estructurados dentro del libro,  ¿significa eso que hay que leerlos por el orden que has establecido?
Durante estos doce años lo que más me ha costado ha sido construir su estructura, olvidándome de que el lector hace lo que quiere y lee los cuentos como le viene en gana. Y eso ha sido un olvido tremendo por mi parte. Pensé que el bicharraco que estaba construyendo tenía cabeza, brazos, piernas, tripas y que necesitaba ver esa estructura. Probablemente era más necesario para mí, como escritor, que para el lector.
En el cuento ‘Los artistas cautivos’ leemos: «A mí lo que me va en realidad, se lo confieso, son las distancias cortas, las nuevas ocurrencias, los juguetes mínimos, los trampantojos y los divertimentos. Sugerir, más que apabullar». Aunque en el relato te refieres a un lienzo, ¿en realidad es ésa tu definición de cuento?
Sí, es verdad y me sucede con casi todas las disciplinas artísticas: me gustan las cosas pequeñas, las miniaturas. Me seduce la brevedad del cuento. En el cuento que citas, un pintor trata de vender un cuadro muy grande y algo de eso hacía yo cuando intentaba vender un artefacto novelesco enorme como era mi novela. A mí el texto corto me parece más educado que el largo porque, por ejemplo, cuando a una persona la paran por la calle y le piden un minuto o dos de atención, se la presta. Pero si reclaman su atención durante dos o tres meses responde que no. Ésa es la comparación que yo establezco entre los relatos cortos y las novelas.
Has tardado doce años en publicar ‘La vuelta al día’, ¿por qué tanta demora?
Este material se quedó fuera de mi anterior libro, ya que si lo incluía iba a alcanzar un volumen muy grande. Al editor se le había ocurrido publicar todos mis cuentos en un solo libro, reunir mi obra completa. Pero me asusté y le dije que no, porque como ya he dicho prefiero la  brevedad. Así que se editó un libro del que quedaron piezas sueltas que son estas que se publican ahora junto con otros cuentos nuevos. De repente, me encontré con una miscelánea muy variada que no sabía cómo agrupar. Al mismo tiempo tenía la sensación de que estaba copiando la trayectoria literaria de mi admirado Julio Cortázar, porque a él le había ocurrido lo mismo. Al final me decidí y, en homenaje a Cortázar, le puse este título de ‘La vuelta al día’, que recuerda un poco al de ‘La vuelta al día en ochenta mundos’ de Cortázar.
Hablas de cuentos con sentimientos, huérfanos e indignados en el ‘Prologo’, explícame un poco eso.
Sí, los cuentos son entes vivos, bicharracos que pueden ser cariñosos. En verdad yo me los imagina como un animal que no se deja domesticar y que si pudiera, le daría un zarpazo a su autor. Creo que a estos cuentos les hubiera gustado quedarse en aquel volumen con los demás y por eso me miraban enfadados. Ahora ya me ven con mejores ojos, porque la recepción del libro está siendo mejor de lo que yo esperaba.
En algún sitio has dicho que el autor debe sorprenderse al ver lo que está ocurriendo mientras escribe, ¿es posible sorprenderse uno a sí mismo?
Los cuentos me sorprenden, claro. La escritura te va llevando por sitios inesperados. Me gusta mucho dejarme ir, improvisar, por eso me atrae el jazz, esos momentos en que los músicos alcanzan territorios insospechados. Después, soy su primer lector y he de pulir y trabajar todo lo escrito.
Ya hemos visto que algunos cuentos de ‘La vuelta al día’ existían hace tiempo. Al despertarlos, ¿cómo consigue un cuentista recuperar el mismo tono con el que fueron escritos en su día?
Les he hecho el boca a boca [risas]. Creo que es peligroso recuperar el mismo tono porque algunos eran muy frescos, con humor, y tú eres otro y puedes haber perdido esa cualidad. Los seis relatos que integran el apartado titulado ‘El fondo de la memoria’ son muy viejos, anteriores incluso a mi primer libro publicado, pero hablan de felicidad y, como Tolstoi dice que hay que escribir siempre de cosas trágicas, me daba vergüenza tratar asuntos felices. Sin embargo, pensé que por qué no podía haber alegrías que pudieran funcionar bien en la mente del lector. Por esta razón los incluí también.
¿Tienes alguna regla o sigues algún criterio para saber si un cuento  funciona o no?
Lo primero que hago cuando termino un relato es dejarlo reposar mucho tiempo, procuro que pasen meses. Después lo abro y trato de verlo con otros ojos, como si no fuera mío. Ahí decido: esto es malo, un prendedor de chimenea, como yo les llamo, y esto me vale. Lo que ocurre es que mis principios son despeluchados, porque escribo sin saber a dónde voy. Así que casi siempre esos primeros párrafos los rompo y los rehago porque la historia la encuentro con el cuento bastante avanzado. A continuación desarrollo un trabajo exhaustivo de corrección que puede durarme meses incluso. Los trabajo hasta la saciedad. En ocasiones sucede que en ese proceso estropeo algún cuento, porque son las asociaciones de ideas las que me llevan a construir el relato, pero a veces esas mismas asociaciones se comen el cuento entero. Algo que me ha llamado la atención es que los primeros cuentos los escribí casi de un tirón y apenas les he introducido cambios, es como si me los hubiera dictado alguien.
Hablemos un poco de los títulos. Parece que nunca estás satisfecho del todo con ellos.
Me gustan mucho los títulos. En broma suelo contar que a mis editores les propongo que me permitan escribir libros de títulos, porque otros escritores lo agradecerían mucho, pero no me dejan. Entonces lo que hago es que, si a un libro de treinta cuentos, les añado un subtítulo a cada uno, ya tengo sesenta títulos. Y si algún relato lo divido en varias partes y a cada una le coloco un título tengo muchos más. Algunos editores me dicen que les parece bien que ponga títulos pero quieren que, además, escriba algo debajo [risas].
Antes has citado el humor, presente en todos estos cuentos, ¿qué significa el humor para ti?
El humor es una especie de herramienta que me permite defenderme de las tragedias sobre las que yo escribía sin darme cuenta. Desde niño me ha ocurrido que, por el accidente que sufrí, podía haberme convertido en una persona retraída y tímida. Sin embargo, el humor me ha acompañado y me ha proporcionado alegría de vivir. Se ha convertido en una segunda piel, se ha mimetizado conmigo y está presente también cuando escribo.
El último relato, ‘La poda y la tala de los árboles frutales’, es duro, y se refiere a tu padre.
Sí es duro, sí. A mí casi me duele, pero tenía que ser un homenaje a mi padre, que me regaló el cariño por los libros y el dolor, porque era alcohólico. Mi hermano aún se toma un whisky de vez en cuando, pero yo he salido abstemio. Y la verdad es que no sé porqué me dio esa cantinela de que los libros eran lo más importante cuando en mi casa solo había uno, que trataba de la poda y tala de los árboles, que resumía su oficio de talador, un libro de imágenes y gráficos sobre cómo cortar las ramas de un manzano o un peral, evitando que el árbol se desangrase. Y además no me lo dejaba tocar. Él vivió un tiempo en Alemania y cuando regresó guardó ese libro en una caja fuerte que había en la bodega de su bar. Claro, todo esto es un análisis que hice a posteriori, cuando ya era mayor.
Como cuentas, tu padre era podador, te contagió el amor por los libros y tú has salido biólogo y escritor.
Bueno, sí, pero siempre digo que soy un «biólogo interruptus». Mi formación era un poco científica, quizá matemática, hasta que un profesor me dijo que me iba a estrellar como matemático, porque era un poco barroco y recargaba la solución de un problema con muchas operaciones. Así que durante tres años estudié Biología, pero lo dejé. De ahí lo de «biólogo interruptus».
La última por hoy: ¿qué proyectos futuros tienes?
Voy a colaborar en la elaboración de un libro colectivo junto con otros cuentistas de habla hispana, cuyos relatos han de ser arriesgados. Ninguno de nosotros sabe quién participa en el proyecto y quién no. He escrito un texto que será la continuación precisamente del último cuento del libro, el que se refiere a mi padre. Y en él digo que he mentido en ese cuento. Mi padre fue un alcohólico que solo cogió una borrachera, pero le duró cinco años. La suya fue una vida dura y a la vez divertida. Y le sucedieron una serie de cosas tan increíbles, aunque reales, que no he podido sacarles partido en la literatura.  Siempre consideré que mi padre me legó una desgracia, pero ahora pienso que fue una suerte, porque me legó una fortuna. 


SOBRE HIPÓLITO G. NAVARRO
Hipólito G. Navarro (Huelva, 1961) es autor de los libros de relatos ‘El cielo está López’ (1990), ‘Manías y melomanías mismamente’ (1992), ‘El aburrimiento, Lester’ (1996), ‘Los tigres albinos’ (2000) y ‘Los últimos percances’ (2005, Premio Mario Vargas Llosa NH a mejor libro publicado), y de la novela ‘Las medusas de Niza’ (Premios Ateneo de Valladolid 2000 y de la Crítica andaluza 2001). Con la antología ‘El pez volador’ (Páginas de Espuma, 2008), preparada por el escritor Javier Sáez de Ibarra,  recibió el Premio El Público de Narrativa 2009, otorgado por los periodistas culturales de Andalucía. Durante los años 1994 y 2001 editó la revista ‘Sin embargo’, dedicada al cuento literario. Fue el responsable de la edición de los cuentos completos de Fernando Quiñones, ‘Tusitala’ (Páginas de Espuma, 2003). Sus relatos, traducidos a diez idiomas, están recogidos en numerosas antologías del género en Europa y Latinoamérica.

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