«Desde su agujero de arcilla escuchó el eco de las voces que lo llamaban y, como si de grillos se tratara, intentó ubicar a cada hombre dentro de los límites del olivar» (Jesús Carrasco, Intemperie)

sábado, 19 de diciembre de 2009

Andrés Neuman, escritor: “Toda experiencia extrema, creativa o de felicidad, tiene como contrapartida su finitud y la propia destrucción”

Herme Cerezo/SIGLO XXI, 06/07/09
Andrés Neuman, bonaerense de 1977, afincado en Granada desde los catorce años, licenciado en Filología Hispánica, columnista de los diarios ‘ABC’, ‘Ideal’ de Granada y ‘Sur’ de Málaga, autor de ‘Bariloche’ (1999), ‘La vida en las ventanas’ (2002) y ‘Una vez Argentina’, ha conquistado el Premio Alfaguara 2009 con su novela ‘El viajero del siglo’, un laberinto dinámicos de calles e ideas, que arranca con la llegada de Hans a una ciudad fronteriza y también ficticia: Wandernburgo, un escenario móvil, cambiante, encajado entre Sajonia y Prusia, aunque como dirá Álvaro, otro de los personajes, "es imposible saber dónde está exactamente Wandernburgo". El protagonista, que llegó para quedarse veinticuatro horas, va demorando su retorno y, de este modo, ‘El viajero del siglo’ se convierte en una suerte de tratado sobre ideologías políticas, tertulias de té y pastas, educación sentimental y filosofías del siglo XIX, todo ello tamizado bajo el prisma de un observador actual. Andrés Neuman, aunque pausado, trajo su discurso al lugar de la cita, ‘La Casa del Libro’ de Valencia, con el tiempo en ruedines y la maleta a rastras. En la Estación del Norte de Valencia, los trenes son voluntariosos, apresurados e impacientes, y el viajero del siglo XXI no puede permitirse ciertos lujos, como el de no regresar a tiempo al lugar donde alguien le espera.

Andrés, tú eres argentino, pero la voz narradora de ‘El viajero del siglo no lo es en absoluto.
¿Tú estás seguro de que soy argentino?

Sin duda, lo pregona Internet en pleno y tu biografía editorial, vamos, al menos naciste en Buenos Aires.
No sé si uno es esencialmente del lugar donde nació o del lugar donde reside. En realidad, no sé de dónde soy, ni siquiera sé si soy español. Soy un individuo, más bien un emigrante, y la voz omnisciente de mi novela es un castellano emigrante, un castellano de Frankenstein, como yo digo, de todas partes y de ninguna. Es un poco el castellano, que te puedes encontrar en todo lugar, y al decir esto pienso en Bolaño, que era un chileno que escribió la novela mexicana viviendo en Cataluña.

Has invertido cinco años para escribir ‘El viajero del siglo’, ¿quién sostuvo el tirón durante tanto tiempo: ella o tú?
Lo sostuvo la vida misma porque, por un lado, mantener una novela cinco años es tarea que tiene más que ver con la paciencia y la fe que con la inspiración y el talento. Sin duda que muchas veces desfalleces, no sabes para qué estás escribiendo, ni si le va a interesar a alguien, porque después de tanto tiempo ya pierdes la perspectiva de si ese mundo imaginario tuyo puede ser habitable para otros. En cierto modo vives una locura, en la que ya no puedes distinguir tu punto de vista del ajeno. Pero, además de todo eso, durante la escritura murió mi madre y entonces se convirtió en pura supervivencia literalmente hablando. Digamos que la ficción estuvo también en la UVI y gracias a la vida de los personajes resucitó, porque ellos querían seguir viviendo y eso fue lo más conmovedor de terminarla. Fue como una pequeña victoria de la vida frente a la espantosa muerte, en este caso la de mi madre.

La música está muy presente en tu novela que se lee con cadencia musical. Tu madre era violinista, ¿fue ésta su aportación a ‘El viajero del siglo’?
Me alegra que hayas percibido su musicalidad. Ése era un poco el deseo. Quería que toda la prosa tuviese cierta armonía. No sólo es la aportación de mi madre sino también la de mi padre. Yo me crié en una familia en la que la música clásica no era algo elitista, la música clásica eran los callos de mi madre y ver a mi padre limando las cañas de su oboe. Me eduqué musicalmente y estudié violín, pero era muy malo y tuve que dejarlo. Yo opinaba que no había heredado el gen de la música, pero mi madre, con la benevolencia propia de las madres, me decía que sí tenía oído musical pero para las palabras. No sé si es cierto o no, pero sí es un consuelo (risas).

Siguiendo con el tema de la muerte, ¿cuándo terminas una novela es como morir un poco?
Creo que sí porque los que mueren no son tanto los personajes como tú mismo. Simbólicamente, todo es un ciclo de vida y muerte, por eso necesitas empezar otra novela al acabar la anterior. Estos ciclos nutren todo lo que hacemos, no en vano al orgasmo se le llama pequeña muerte. Toda experiencia extrema, creativa o de felicidad, tiene como contrapartida su finitud y la propia destrucción. Lo que diferencia la experiencia escritora de una novela es que convives diariamente con los personajes de modo que, al acabar, el que se queda sin argumento es el autor, porque al menos los personajes si tiene la suerte de publicarse la obra, representan de nuevo su vida para cada lector, pero entonces tú ¿qué? Y enseguida piensas que necesitas otra novela para volver a tener una vida paralela. Nuestras existencia no es suficiente, estar en un solo lugar es un desastre, la finitud está muy mal programada. Hay un software, que es el de Dios, pero ese programa yo no lo tengo instalado y los que nos encontramos en esa situación nos buscamos maneras de estar en varios sitios a la vez. La ficción es una especie de zapping espiritual que te permite ser muchas cosas distintas.

Dices que el software divino no lo tienes instalado, pero yo creo que ese software eres tú mismo, ¿no?
Sí, pero los creadores no somos dioses ni falta que hace, somos personajes también. Hay una relación horizontal. No es insuflar con un dedo celestial la vida a alguien, sino que es más bien coger tu identidad, que tú crees que es una pero que en realidad son muchas, y tirar de las costuras hasta que adquiere su multiplicidad. Horizontalmente te fragmentas en átomos y así, parte de tu miedo se va con un personaje, tu odio y tus dudas con otro y tu amor se va con todos, porque tú eres todos ellos. Y al leer es lo mismo, no es tanto que vivimos otras vidas, sino que todas nuestras vidas que están ahí, larvadas, se realizan imaginariamente.

Volvemos a la música. Wandernburgo, nombre con evidentes resonancias musicales, la defines como inencontrable y fronteriza, ¿qué es un ciudad fronteriza?
Metafóricamente hablando, Wandernbugo es una ciudad fronteriza porque, aunque está muy documentada ya que viajé por Alemania en bicicleta y estudié la historia de esa zona durante dos años, luego la construí como me dio la gana. Por lo tanto, no ha existido ni existirá nunca. Wandernbugo tiene una naturaleza fantástica, es un lunar católico en medio de una laguna protestante, sus calles se mueven, como en la película de ‘El Gabinete del doctor Caligari’, es un espacio simbólico e imaginado. Pero, geopolíticamente, también es fronteriza en la medida que en esa época el mapa de Alemania se mueve por dentro, porque la nación está buscando su unificación. Es un caso curioso, porque los alemanes se unificaron primero para después desunificarse y reunificarse nuevamente. En la época de la novela, Prusia se había comido a media Sajonia y multiplicó su tamaño, porque apoyaba a Napoleón, y cuando Napoleón perdió, Sajonia también lo hizo. Napoleón campó a sus anchas por Alemania, como también lo hizo por España. Y la mitad del país se alegró y aplaudió a invasor, porque significaba el progreso ya que Alemania, por entonces, era un país todavía feudal. Para darle consistencia política, ubiqué la novela en aquella zona porque así, de la noche a la mañana, sus habitantes ya no eran sajones sino prusianos.

La novela es de época, pero al revés de lo que hacen otros autores que utilizan lenguaje de entonces, tú has hecho lo contrario: narras con lenguaje actual, ¿qué buscabas con este efecto?
Buscaba que tuviese sentido escribir en el siglo XXI sobre el siglo XIX. Desde este punto de vista, el cine lo tiene claro. Tu haces una novela sobre romanos y no la haces en blanco y negro para que parezca de época. Tú asumes que el cine tiene una serie de técnicas actuales, con un concepto ágil del montaje y un concepto coloquial del lenguaje y con prudencia y responsabilidad históricas, documentándote sobre aquel momento, construyes. No se trata de un ejercicio de arqueología sino de hacer una versión del siglo XIX punto 2, hablando en términos informáticos, de reactualizar el pasado. Creo que, además, los problemas y temas de la época, en estado larvario, son los mismos que tenemos hoy: la reformulación de los roles de la mujer, la caída de las revoluciones, el regreso al conservadurismo, la religión como factor de unión entre los pueblos europeos, el nacionalismo y la fuerza europeísta, etcétera. Igual que existen estos aspectos en común, creo que debe haber otros puntos también comunes entre ambos siglos, desde el punto de vista estilístico y lingüístico.

En tu novela, para concluir, hay también un guiño hacia lo policial, lo misterioso, "apostado en la sombra, alguien espera", cuenta el narrador.
La idea es también hacer un zapping de estilos literarios. Por un lado, es una novela de ideas, en el sentido que se discute de política, filosofía y literatura, de personajes, de viajes, aunque el viajero no se mueva de allí, y por otro, también es una novela policiaca, ya que el siglo XIX es el origen de este género, donde hay un problema que resolver. Y, por último, también hay una referencia a la novela sentimental, al estilo de ‘Blanco y negro’, de amor e indagación en los sentimientos de los personajes y su evolución.