Nº 560.- Discurre la primera semana de
febrero, pero ya hace días que el invierno parece haberse despedido de
València. Aunque el aire es fresco, los rayos del sol calientan como si la
primavera, sin avisar, hubiera anticipado su presencia en estas latitudes. La
luz brilla con la fuerza de mayo o incluso de julio o agosto. Fue pasado el
mediodía cuando Fernando J. Múñez (Madrid, 1972), con suéter blanco, luminoso,
y tejanos, acudió a la cita del Hotel Meliá Centro. Acaba de publicar ‘La
cocinera de Castamar’, editada por Planeta, su primera incursión en el
territorio de la ficción histórica, un debut voluminoso con más de mil páginas,
que Múñez, no sin dolor, se vio obligado a reducir hasta dejarlo en sus
actuales ochocientas. En total fueron casi cuatro años de intenso trabajo. ‘La
cocinera de Castamar’ arranca en 1720, con la Guerra de Sucesión recién
terminada. La corte de Madrid es un hervidero de intrigas, trampas y peligros,
la protagonista, Clara Belmonte, hija de un médico ilustrado muerto en la
guerra, se ve obligada a buscar una salida a la pobreza en la que se vio
inmersa tras la muerte de su padre. Clara, que padece agorafobia, es una mujer
educada, joven y culta, que posee el don de convertir cualquier alimento en un
manjar exquisito… Y hasta aquí el anticipo argumental. Un agua mineral y una
tónica, con mucho hielo, nos acompañaron durante nuestro encuentro. El resto
son palabras.
Fernando, ¿qué es
para ti escribir?
Buuufff, escribir para mí tiene
mucho que ver con lo lúdico. No podría hacerlo si no me divirtiera y por eso
soy escritor de brújula, ya que necesito descubrir la historia mientras la
escribo. Primero creo los personajes y luego les dejo que me lleven por donde
ellos quieran. La escritura para mí también es una necesidad fundamental como
comer, beber, respirar o caminar. Si no tuviera manos ni ojos creo que también
escribiría.
Y ¿cómo se le queda el cuerpo a uno después de publicar un volumen de
casi ochocientas páginas escritas?
En principio tenía más [risa
leve]… El problema de los escritores de brújula es que dejamos hablar a
nuestros personajes y a veces puede que hablen demasiado [otra risa leve]. Quería
que tuvieran su propia voz, pero esta novela creció mucho y se salió de las
habituales normas de extensión. El primer borrador tenía mil y pico páginas, necesité
pulirlo y suprimir muchas cosas para dejarlo como ha quedado ahora. En una obra
de estas dimensiones hay que llevar mucho cuidado para que todo encaje y
funcione bien.
Tres autores, Santiago Posteguillo, Ken Follet y Alejandro Dumas,
¿podrías decirme a cuál de todos ellos se asemeja más tu novela?
Es difícil de precisar. Creo que
mi novela tiene algo de Ken Follet, por aquello del perspectivismo, y no tanto
de Posteguillo, porque sus novelas son más históricas que la mía. Si valoramos
sobre todo el aspecto de la peripecia y de la aventura, creo que me parezco más
a Dumas.
Procedes del sector audiovisual, ¿significa eso que has planteado la
novela como una producción cinematográfica?
Quiero matizar que sobre todo soy
escritor. Mucho antes de descubrir apasionadamente la lectura, ya me dedicaba a
la escritura. A los catorce años comencé mi primera novela, que escribía en
clase mientras el profesor de Física, erróneamente, creía que yo tomaba apuntes.
Más tarde, como mi padre tenía una productora de cine publicitario, aprendí el
lenguaje cinematográfico y a construir guiones, una forma muy fácil de contar
historias, porque requieren un proceso menor de documentación que una novela. En
el fondo, el guión no deja de ser un instrumento que permite hacer algo más, la
piedra angular sobre la que se asienta una obra.