Desde hacía un
trimestre la pequeña ciudad vivía conmocionada. La zozobra invadía a sus
habitantes. Numerosas casas del Distrito Sur habían sido desvalijadas. Los
robos siempre presentaban el mismo denominador común: el ladrón entraba por una
ventana que, por descuido de sus propietarios, había quedado abierta.
Ajustó
sus pantalones y cargó el saco. Trepó por la escalera hasta alcanzar el
alféizar de la ventana. Los informes que le habían suministrado no mentían.
Estaba sin cerrar. La luna iluminó su sonrisa de dientes blancos. Una vez más
las recomendaciones policiales resultaban baldías. Los vecinos apostaban por
seguir fieles a la tradición.
Aún
flotaban en su cabeza imágenes de la primera vez, cuando realizó su trabajo a
pie, sin escaleras, tirando de las bridas de aquellos extraños animales de
mirada apática, cuello curvo y morro adelantado. En ellos viajaban sus señores.
Con otros dos compañeros se repartieron el trabajo. El paso del tiempo añadió
complejidad a su tarea y ahora trabajaba solo. A pesar de ello jamás pasó por
su cabeza la posibilidad de pedir incremento salarial o un plus por soledad. Su
corazón, todavía fuerte, se apiadaba de sus amos, envejecidos por los
interminables periplos de ida y vuelta. La
recompensa siempre era
la misma: el
acceso al interior de las viviendas
y la satisfacción del trabajo bien hecho.
Al
ascender nunca miraba hacia abajo. La sensación de vértigo le resultaba
insoportable. Un invierno tras otro la dificultad de las escaladas crecía. Su
espalda lo percibía en forma de calambres y contracturas. Era el tributo que
pagaba su arrogancia teñida de años.
Hoy,
como casi siempre, la noche venía fría. Una gota helada procedente del tejado
mojó su rostro devolviéndole a la realidad. Ya con el pie izquierdo dentro, no
sin cierta dificultad, introdujo el resto de su cuerpo en una sala amplia. Era
el comedor. Una ráfaga de viento interrumpió la calma de la noche. Las cortinas
de la ventana le envolvieron. Forcejeó con ellas hasta que las apartó lo
suficiente para continuar avanzando.
Caminó
despacio, a la palpa. Su mirada se acostumbró pronto a la oscuridad. Su
intuición, basada más en la experiencia que en un conocimiento innato, le
condujo por sendas libres de mobiliario. La gamuza de sus babuchas le permitía
deambular sin sobresaltos por aquel laberinto. El más pequeño roce o traspié
podía dar al traste con toda la operación. Torció hacia la izquierda. Pasó su
mano libre por el mueble que revestía la pared del fondo. Buscaba la señal
pactada tácitamente durante tantos años. Unos minutos más tarde la encontró.
Allí estaba el par de zapatos ordenadamente dispuesto y expectante.
De su
saco extrajo con cuidado media docena de paquetes que apiló metódicamente.
Primero los más grandes como base de sustentación; después los medianos; por
último los más ligeros. Vacío el saco, buscó de nuevo el hueco de la ventana.
Pero en lugar de volver por donde había venido siguió hacia delante. Cerca ya
de la salida sus manos tropezaron con un objeto que no le resultó familiar. Las
yemas de sus dedos describieron algo que parecía una cerradura. Después
reconocieron una ruedecilla dentada y un pequeño picaporte. Mientras se afanaba
en pensar qué diablos sería aquello, su cara golpeó con un trozo de madera. Era
la parte trasera de un cuadro que tamborileó por el impacto. Después sus oídos
percibieron un ruido singular: ¡clic!
El clic
no vino solo. Al unísono se encendieron todas las lámparas. Sus pupilas se
contrajeron. Incapaz de mover ni un solo músculo giró el cuello y, sorprendido,
vio tras de sí a un sujeto trajeado en gris marengo. Estaba sentado sobre un
sillón, con las piernas cruzadas. Le miraba ansioso y satisfecho a la vez. De
sus labios brotaron unas palabras:
¾-¡Has
caído en el garlito! ¡Ya eres nuestro!
Todavía
medio abobado por el golpe, constató la presencia de otros tres individuos que,
armados con sendas pistolas, le encañonaban con pulso firme, amenazando con
abrasarle al menor descuido.
* * * * *
Dos hombres conversaban animosamente
mientras caminaban hacia las celdas.
-Nos ha
costado lo nuestro, pero al final lo hemos atrapado - dijo el hombre del traje
gris marengo.
-Ciertamente
ha sido una trampa ingeniosa. Usted comprendió que la Noche de Reyes el ladrón
no resistiría la tentación de las ventanas abiertas - le felicitaba el
Comisario Jefe.
-Lo que
nunca pude imaginar es que sería negro. En esta ciudad apenas hemos detenido
delincuentes de color.
Habían llegado. El carcelero les
facilitó la entrada.
-Síganme,
por favor, está en la treinta y tres.
Al alcanzar el lugar señalado lo que
vieron les dejó helados: la celda estaba desierta. Y sin embargo, las rejas
permanecían intactas y la puerta cerrada. Repuestos de su estupor inicial,
repararon en un paquete envuelto en papel de vivos colores y motivos navideños.
Descansaba sobre un taburete de madera. Los tres se precipitaron sobre el
objeto brillante. El Comisario Jefe desgarró el envoltorio con avidez, dejando
al descubierto su contenido.
-¡Es...
Es carbón! - gritaron los tres a la vez.