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Copywright: Sergio Parra. Fotografía cedida por la editorial |
Nº 672.- De joven, Ariel Dorfman fue asesor del presidente chileno Salvador
Allende. Compartió sus últimos años con él y únicamente un fortuito cambio de
turno laboral evitó que falleciese en el asalto que el ejército golpista,
dirigido por el general Pinochet, efectuó al Palacio de la Moneda, sede del
presidente de la República de Chile. Las acometidas y bombardeos se sucedieron
hasta que los insurgentes penetraron en el interior del edificio. Y alli,
muerto, estaba Salvador Allende. ¿Asesinato? ¿Suicidio? Esta cuestión, los
recuerdos y una innegable necesidad por dejar constancia de todo lo que
entonces acaeció, fue lo que movió a Dorfman a escribir ‘Allende y el museo del
suicidio’, editado por Galaxia Gutenberg, un texto que ha permanecido en su mente,
callado, latente, vivo, a lo largo de buena parte de su vida. Y el libro
aparece justo ahora, en la conmemoración del luctuoso cincuentenario de aquel trascendental
momento. Allende, en contra de lo que había sucedido en otros países
latinoamericanos, había accedido al poder a través de la vía pacífica y
democrática de unas elecciones. Ningún sobresalto violento en su proclamación
como presidente. Nada. Había ganado su derecho a presidenciar de forma
canónica, a través de las urnas. Durante los tres años que permaneció en el
gobierno acometió reformas para transformar la realidad chilena. Sin embargo,
no le permitieron concluir la tarea recién iniciada. Y el once de septiembre de
1973 Salvador Allende falleció, armado con una subametralladora, durante el ya mencionado
ataque al Palacio de la Moneda. El golpe de estado se había consumado. Ariel
Dorfman (Buenos Aires, 1942), se instaló de muy joven en Chile. Tras haber
colaborado con el presidente depuesto, huyó del país y se convirtió en voz
referente para luchar por la defensa de los derechos humanos. Su obra de teatro
‘La muerte y la doncella’ (1990), estrenada en Santiago de Chile en el año 1991
y llevada al cine por Roman Polansky poco después, constituye una buena muestra
de ello. Desde el otro lado del charco, a través de un cuestionario, Ariel
Dorfman tuvo la amabilidad de contestar a mis preguntas. No guardaré el
recuerdo de su voz, pero sí el de sus respuestas escritas. Fueron estas.
P: Ariel, después
de llevar casi toda la vida haciéndolo, ¿qué significa para Vd. la escritura en
la actualidad?
AD:
Desde que comencé a escribir a la improbable edad de nueve años, sentí que
estaba llenando un vacío, tanto en mi interior como en el mundo, supliendo con
mi imaginación los límites que la realidad y la historia me imponían. Y que ese
ejercicio literario era una manera fascinante de derrotar la soledad, porque
siempre supuse que iba compartiendo la belleza que descubría con otros seres
humanos, nos hacíamos compañía mutuamente sin estar presentes físicamente. Nada
de ello, ni mi obsesión personal ni mis deseos de un colectivo redentor, ha
cambiado en más de siete décadas. Sigo pensando que no hay mejor antídoto
contra la muerte – o por lo menos nos ofrece la ilusión de que persistimos más
allá de nuestra restringida existencia.
P: Se acaba de conmemorar
el cincuentenario de la muerte de Salvador Allende, lo que constituye una
magnífica oportunidad para escribir sobre el
presidente chileno, pero ¿cómo surge en su cabeza la idea de escribir
‘Allende y el museo del suicidio’?
AD:
A mí siempre me
están rondando cantidad de ideas que esperan un momento propicio para
expresarse (en ficción, teatro, poesía, ensayo o hasta ópera o épica musical).
Hacía años que quería escribir sobre un exiliado que retorna a Chile para investigar
la muerte de Allende, si era cierto que se había suicidado como anunció la
dictadura o había combatido hasta ser asesinado como proclamó Fidel Castro
junto a tantos otros. Pero se me escapaba la identidad del “detective” hasta
que, hacia fines del 2019 se me ocurrió que podía yo mandarme a mí mismo,
bueno, un personaje que cargaba con mi nombre, cronología, amigos. Yo era ideal
para esa pesquisa, porque tenía, en la vida real, una motivación muy especial
para llevarla a cabo: había estado trabajando en La Moneda los últimos meses
del gobierno de la Unidad Popular, había jurado estar al lado de Allende hasta
el final, pero por una serie de casualidades que mi libro despliega no llegué a
estar allí (entre ellas, cambié de turno con Claudio Jimeno, al que capturaron
y ejecutaron los militares, mientras que yo sobreviví). Pero descubrir que era
posible sobreponer esa secuencia ficticia a mi vida real no fue suficiente para
dar comienzo a la escritura. Si se trataba de explorar porqué alguien puede (o
no) suicidarse, lo que Camus llama la decisión que tomamos (o no tomamos) cada
día al despertar, era necesario cruzar esta búsqueda con otra obsesión mía
sobre el suicidio: el de la humanidad, que se está auto-destruyendo,
básicamente debido al apocalipsis climático.
P: ¿Este libro
tiene algo de saldar deudas consigo mismo? ¿Tenía Vd. que escribir este libro
sí o sí?
AD:
Todos los libros los tengo que escribir sí o sí, Y por eso, creo que los
lectores sienten la urgencia de lo que voy hilando, que se me va la vida si no
logro expresar aquello que me impulsa y obsesiona. En este caso,
adicionalmente, había, en efecto, una deuda con Allende y también conmigo
mismo. Aunque no lo supe cuando comencé a trabajar el tema, la novela obró como
una verdadera terapia, una manera de perdonarme a mí mismo por haber
sobrevivido el golpe. De hecho, uno de los personajes que invento convence a mi
alter ego Ariel de que no se debe sentirse culpable por no morir junto a
Allende el 11 de septiembre de 1973. Un caso extraño, digno de Pirandello.
P: Hablemos un
poco sobre el género literario de ‘Allende y el museo del suicidio’. ¿Estamos
ante una novela o un ensayo? ¿Una novela, de tintes detectivescos, dentro de
otra cargada de autoficción? ¿Quizá un thriller político?
AD:
Javier Cercas (que ha sido muy generoso conmigo y con el libro,
escribiendo un elogio que me honra) me ha permitido, además, usar una frase
suya como uno de mis epígrafes: “Épica, historia, poesía, ensayo, memorias:
esos son algunos de los géneros literarios que la novela ha fagocitado a lo
largo de su historia.” He intentado que “Allende y el museo del suicidio” se
inserte en esa tradición. Se suele pensar que, debido a que muchos temas en que
me detengo (atrocidades, catástrofes, injusticias, traiciones, abusos), mi obra
debe ser necesariamente sombría, pesada y sin gracia. Pero hay siempre en mis
escritos un elemento juguetón, el deseo de entretener y darle placer al lector.
Esta estrategia lúdica y pícara recorre toda la nueva novela, inundando y
subvirtiendo incluso los agradecimientos finales, que suelen ser tan solemnes.
Y quienes leen, se preguntan: ¿Será cierto, será falso? Todo es ficticio y todo
es real en este thriller político (me gusta su definición) que rompe y
subvierte las categorías usuales de los géneros.
P: ¿Cuánto de real
tienen los personajes de Ariel y Angélica?
AD:
La decisión de utilizar el itinerario histórico de mi vida efectiva y
fehaciente (y la de mi querida esposa Angélica) para sobreponerle esta búsqueda
de la verdad sobre la muerte de Allende, significaba que todos los personajes
fueran tratados como si fueran de ficción, con mucha libertad. Por ejemplo,
nosotros retornamos a Chile a mediados de 1990 y decidimos expatriarnos a fines
de ese año, pero no hubo la investigación que me atribuyo durante esos meses. Y
es cierto – otro ejemplo – de que escribí “La muerte y la doncella” en algún
momento de esa estadía, pero la manera en que esa obra teatral se inserta en el
argumento es algo que armé en función de la necesidad de los personajes y su
evolución. Quise, claro, aprovechar mi íntimo conocimiento de la personalidad
de mi propia familia y de algunos grandes amigos para ir construyendo una
versión que tenía visos de verosimilitud.