La cuarta entrega de Jenn Díaz (Barcelona,
1988), ‘Es un decir’, supone un acercamiento de la autora a la adolescencia y a
sus vivencias en un pueblo extremeño. Quizá por esto último, los entendidos en
el arte de la literatura la adscriben a ese puñado de escritores, como Jesús
Carrasco o Lara Moreno, que parecen buscar algo distinto en sus narraciones
ubicándolas en el campo, bien alejados de las zonas urbanas y sus inherencias: asfalto,
calles, edificios altos, contaminación, cloacas… Sí, porque si, además de las dos voces
narrativas, algo suena, o mejor dicho no suena, en las páginas del libro es el
silencio. Y ese silencio, que oímos, o que no oímos, es una constante de la
novela. En ese sentido, ‘Es un decir’, podría considerarse como un recitado
ante un público expectante, una novela callada donde sólo se escuchan las dos voces
narrativas.
‘Es un decir’ cuenta la historia
de tres mujeres: la de Mariela, una niña de once años que transita hacia la
adolescencia y, luego, hacia la madurez, a la que han asesinado a su padre por
ser “un rojo de mierda” o por haberle tocado el bando cambiado en el pueblo, que
casi viene a ser lo mismo; la de su madre y la de su abuela. Las tres viven un
presente inseguro, donde nada es lo que parece ser. Ninguna tiene demasiado
claro su origen, ni los vínculos familiares que las unen. Y las tres son de
carácter firme, fuerte, poderoso, tanto que probablemente su situación sea
producto de ese carácter. En el transfondo se sienten los rumores de la Guerra
Civil o, mejor aún, de sus secuelas durante la posguerra.