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Nº 688.- Comienzos de octubre. Jueves. El centro de la semana. Mañana soleada. Se avecina la hora de comer. Conversar con Ignacio Martínez de Pisón, con cuyos artículos amanezco cada lunes en la cadena SER, siempre resulta fácil. Hace diez años que lo entrevisté por primera vez y desde aquella fecha se estableció una especie de entendimiento tácito que todavía perdura. Entonces fue en un hotel. Ahora en otro. Siempre cuando visita la ciudad del Túria para presentar sus libros. El aragonés termina de publicar ‘Ropa de casa’ (Seix Barral), donde recopila sus memorias de escritor y alguna cosa más. No es ficción. Es la biografía parcelada de un trozo, extenso, de su vida. Un trabajo de este tipo siempre entraña un cierto riesgo ante el lector acostumbrado a sus ficciones. Sin embargo, ‘Ropa de casa’, literatura de la realidad y del recuerdo, se lee del tirón, se degusta con placer, el placer que permite conocer los entresijos de la forja de un escritor, sus relaciones con otros colegas y las confluencias que han contribuido a la formación de su modo narrativo. Tres ciudades enmarcan su vida: Logroño, Zaragoza y Barcelona. Cada una en una década diferente, las tres modelaron su narrativa y están presentes en ella. De una forma u otra. Estamos frente a un relato sereno y sugerente, el de una persona que siempre supo que sería escritor. Y que lo logró. Vaya que sí. Acompañados por dos botellas de agua mineral, dio comienzo nuestra charla, mientras por la plaza del Ayuntamiento de València las gentes transitaban, urgentes, en pos del yantar. Piloto rojo de la grabadora encendido. Comenzamos la conversación.
Ignacio, por qué surge ahora
la necesidad de escribir unas memorias? Quizá para descansar un poco de un
trabajo tan copioso como ‘Castillos de fuego’?
No, en realidad tiene más que
ver con la edad que con otra cosa. De alguna manera, en un momento dado,
necesitas reordenar los recuerdos de tu familia y tu pasado. Si a esto le
añades la circunstancia de que, mientras escribía ‘Castillos de fuego’ murió mi
madre, está ya todo dicho. Lo tenía tan claro que, cuando me vine a dar cuenta,
ya había efectuado averiguaciones, mirado fotografías y sentado a escribir.
Algunos me preguntan por qué escribir tan pronto unas memorias. Y lo cierto es
que no es pronto, es la edad. Uno de los poetas de los que hablo en el libro,
Carlos Barral, publicó las suyas cuando no tenía ni cincuenta años y yo lo he
hecho con sesenta y tres.