Ayer, 18 de marzo de 2019, se hicieron públicos los relatos finalistas en el concurso convocado por el Valencia C.F. para conmemorar su Centenario. A dicho evento quien esto suscribe había enviado el cuento titulado En la frontera, que no fue seleccionado entre los quince escogidos. De conformidad con lo expuesto en el apartado número 14 de las bases que regían el concurso, «La organización no tendrá ningún derecho sobre los relatos no seleccionados», soy completamente libre de hacer con él lo que me apetezca y, lo que me apetece es colgarlo en este blog de literatura y otras cosas, que vengo gobernando desde hace diez años.
EN LA FRONTERA
La guardé entre
las páginas del diccionario de lengua castellana, justo en la frontera donde
acaba la i y comienza la jota. Lleva ahí muchos años. De vez en cuando la miro,
la repaso, una y otra vez. Es rectangular, ligeramente alargada, impresa con
tintas roja y verde sobre fondo blanco, como se hacían entonces. Es la entrada de
un partido de fútbol para el Estadio Luis Casanova. Corresponde a un
enfrentamiento entre el Valencia C.F. y el Real Club Deportivo de la Coruña, sector
19, número 093. No lleva fecha, pero no hace falta, la recuerdo como si fuera
hoy mismo: cinco de diciembre de mil novecientos setenta y uno. La entrada se
mantiene incólume, ni siquiera ha amarilleado por las esquinas. Ha envejecido
bien. El papel es de buena calidad. Todavía conserva el doblez que le hice con
la uña para que los porteros la cortaran sin desgarrarla. Soy muy maniático en
eso, demasiado perfeccionista quizá. Guardo muchas entradas. Me gusta el sabor
que el paso del tiempo proyecta en ellas. Tengo ejemplares interesantes como
una del campo del Chelsea, Stamford Bridge, y varias de choques del Valencia
C.F. contra el Real Madrid, el F.C. Barcelona o el Atlético de Madrid, incluso
de una eliminatoria de la Copa de la UEFA contra los rumanos del Arges Pitesti.
La mayoría son de Mestalla, aunque también hay del Manzanares y del Bernabéu. Pero
la del Deportivo es especial porque se trata de un objeto inacabado, incompleto
frustrado.
Los domingos mi padre me daba cinco duros como paga semanal. Justo eso era lo que valía entonces la Media Entrada de General de Pie. Si la compraba, no me quedaba dinero para el resto de la semana. Adiós pipas, chicles Cheiw mentolados, puromoro trenzado, regaliz, tebeos... ¿Comprar? ¿No comprar? Cada quince días se repetía el dilema. Anduve valorando mucho tiempo qué hacer, porque no estaba seguro del todo. Yo quería asistir al partido, el Deportivo me tiraba mucho. Había sido el primer equipo al que vi jugar, y también perder, en Mestalla. Pero en casa me lo habían dejado claro. «Si llueve no irás al campo, te pongas como te pongas». Había intentado replicar, argumentar, pero era inútil. No admitían peros. «Si cae una sola gota no irás, ya lo sabes».
Los domingos mi padre me daba cinco duros como paga semanal. Justo eso era lo que valía entonces la Media Entrada de General de Pie. Si la compraba, no me quedaba dinero para el resto de la semana. Adiós pipas, chicles Cheiw mentolados, puromoro trenzado, regaliz, tebeos... ¿Comprar? ¿No comprar? Cada quince días se repetía el dilema. Anduve valorando mucho tiempo qué hacer, porque no estaba seguro del todo. Yo quería asistir al partido, el Deportivo me tiraba mucho. Había sido el primer equipo al que vi jugar, y también perder, en Mestalla. Pero en casa me lo habían dejado claro. «Si llueve no irás al campo, te pongas como te pongas». Había intentado replicar, argumentar, pero era inútil. No admitían peros. «Si cae una sola gota no irás, ya lo sabes».
Acostumbraba a
ir al fútbol con mi tío Paco, que me inició como espectador, un tipo que cuando
el Valencia marcaba un gol, no importaba el rival, se emocionaba de verdad, con
ganas, tanto que las lágrimas asomaban a sus ojos, tintándolos con un brillo irrepetible,
distinto. No gritaba, no era un vocero, tampoco gesticulaba con los puños en
alto, pero celebraba los triunfos como nadie, los sentía, los llevaba dentro,
en las tripas. Era merengote de pies a cabeza. En mil novecientos setenta y uno
eso de «chotos» no se conocía. Al menos, yo no lo recuerdo. Mi tío, que era
socio con pase desde tiempo inmemorial, había visto jugar a Epi, Mundo,
Puchades, Gorostiza, Seguí, Mañó, Amadeo, Quique, Eizaguirre -de
quien afirmaba que las mujeres le aplaudían con locura porque iban al campo solo
por verle-,
Walter, Waldo, Héctor Núñez, Sánchez Lage... Guardaba un recuerdo especial, muy
cariñoso, de Wilkes del que me contó que en un partido contra el Barça, le hizo
un regate a Kubala y lo sentó en el suelo. El húngaro, con la grada abarrotada,
se levantó y le tendió la mano al holandés en señal de reconocimiento. ¡Dos
caballeros! ¡Qué tiempos! En aquella temporada, su jugador favorito era Paquito,
al que idolatraba y de quien afirmaba que había enseñado a jugar a Claramunt. A
lo mejor tenía razón, o no, no tengo ni idea. Mi opinión era otra, distinta y
conciliadora: me gustaba verlos a los dos. Al de Oviedo por su disparo de fuera
del área, su trabajo y su pundonor; al de Puçol porque era un artista con buen
regate, rápido, inteligente, lanzador de faltas y con unos cambios de juego
para descubrirse. Lo mejor era que ambos estuvieran sobre el césped a la vez.
Eso suponía siempre quebraderos de cabeza para el rival.
Toda la semana
valoré si comprar la entrada o no. Había que pasar por ventanilla antes del día
del partido, porque los domingos a veces no vendían medias infantiles y corría el riesgo de quedarme en
la puerta como un pasmarote, viendo a los demás caminar hacia sus localidades
sin poder hacerlo yo, una sensación que adivinaba decepcionante para cualquier
aficionado. Por fin, y a pesar de que estaba nublado, el sábado por la mañana
me decidí. Le pedí por adelantado los cinco duros a mi padre y me desplacé a la
antigua Avenida de José Antonio, donde el club tenía sus taquillas para
comprarla. Apenas había gente, así que no hube de hacer cola. «Una entrada
infantil, por favor». Pagué y la guardé a buen recaudo. «Gracias». Ya la tenía.
Esta vez no iba a quedarme en la puerta del campo sin pasar. Como era temprano,
me dejé caer por casa de mi tío Paco para decirle que la había comprado y que
al día siguiente pasase a por mí para irnos juntos a Mestalla. En la Gran Vía
de Fernando el Católico me cayeron un par de gotas. Miré al cielo, seguía encapotado y el aire era
fresco, pero la cosa no se me antojó irremediable. Por la noche di muchas
vueltas en la cama. No dormí bien. La posibilidad de no asistir al partido me
impedía conciliar el sueño. A mis trece años aún rezaba así que me encomendé a
todos los santos habidos y conocidos para que no lloviese. A la mañana
siguiente, el cielo amaneció igual de triste que el sábado, tapizado con las
mismas nubles. Me levanté rápido, desayuné y fui a misa de doce. Arrodillado en
el interior del templo, me esmeré mucho más de lo habitual en mis
rogativas.
Pero todo fue
inútil. No hubo suerte. Los santos no me fueron propicios y desatendieron mis
plegarias. Después de comer, a la hora de salir hacia Mestalla, con el anorak
ya puesto, bufanda al cuello y guantes calzados, el cielo se puso triste del
todo y comenzó a llover. Llovió no con la furia desmedida con que acostumbra a
hacerlo por estos lares, sino de un modo cansino, lento, a la gallega como el
Deportivo, gotas finas pero persistentes, tenaces. Lo suficiente para mojarlo
todo, también el graderío de general de pie de Mestalla, por descontado. No
hizo falta preguntar nada. «Si llueve no irás, ya lo sabes», las palabras de mi
madre no tenían fecha de caducidad e impusieron su ley en cuanto cayó la
primera gota. Ella misma se encargó de avisar a mi tío para que no viniera a
recogerme. La lluvia cesó bien entrada la noche, cuando el árbitro ya hacía
horas que había pitado el final de la contienda.
Todavía con el
anorak puesto, me senté en uno de los sillones orejeros que había en mi casa.
La televisión estaba encendida y mi padre dormitaba la siesta. A esas horas
echaban El Virginiano o alguna serie de
ese estilo, en blanco y negro, lo propio de la época. No me interesaba lo que James
Drury quisiera contarme aquella tarde con su acento de doblador mexicano. Sin
auriculares, para hacerme notar, para molestar, aunque mi padre seguía
durmiendo, me dispuse a escuchar el partido por la radio. Comenzó a la hora acostumbrada
de entonces, es decir, a las dieciséis treinta. Puntual. Y concluyó como se
inició, con empate, pero no a cero sino a uno. Por el Valencia marcó Jesús
Martínez -debió
de ser uno de los escasos goles en toda su carrera futbolística-, y
por el Deportivo de la Coruña no me acuerdo. Tampoco hace mucha falta. Sobre
las seis y media desconecté el receptor. Otros partidos de la jornada seguían
en juego aún. Solo entonces me quité el anorak y en uno de los bolsillos
tropecé con la entrada. La miré mal y pensé en los chicles Cheiw y los
puromoros trenzados, sin embargo no la rompí. Después me
recluí en mi habitación, doblemente cabreado, por mi inasistencia y por el
empate, que nunca es un mal menor por mucho que digan.
Al día siguiente
tenía un examen de matemáticas, talón de Aquiles de mi Bachillerato. Pero no
estudié. No podía. No fui capaz. Las matemáticas me importaban un bledo en
aquel momento. Pasé el rato contemplando la media entrada, sector 19, número
093. Una y otra vez. De algún modo, había que amortizarla. A continuación la
guardé entre las páginas del diccionario de lengua castellana, justo en la
frontera donde acaba la i y comienza la jota.