No es costumbre de quien esto suscribe reseñar a pares. Pero últimamente han llegado a mi poder dos libros, ambos editados por Alfaguara, cuya disparidad, me sugiere hacerlo así. Me refiero a ‘Las hermanas Jacobs’ de Benjamin Black y ‘Bartleby y yo’ de Guy Talese. Cuando el hastío de la lectura me conduce al aburrimiento ─ tres o más libros seguidos que cierro al rebasar las primeras cincuenta páginas, más o menos, sin que ninguno me satisfaga ─, siempre rebusco en mi herbario de autores de confianza. No son muchos, lo reconozco, los que lo integran: Simenon, Conan Doyle, Mateo Díez, Christie, Jaume Cabré, Auster y algunos más. Muy pocos. En ese aleatorio revoltijo de escritores suelo encontrar cosas que sé de antemano que no van a defraudarme. Y allí mismo, desde hace años, mora también Benjamin Black. Y va a seguir haciéndolo por mucho tiempo.
El escritor irlandés publicó a finales
de 2024 ‘Las hermanas Jacobs’, su última novela hasta ahora. En ella nos cuenta
la historia de Rosa Jacobs, una estudiante judía que ha aparecido muerta en el
interior de su coche, gaseada al estilo de los hornos nazis. Todo apunta a un
suicidio, pero ciertos detalles llevan a los investigadores, Quirke, el
patólogo, y Strafford, el policía de la Garda dublinesa, a sospechar que no es
así. Un cierto misterio envuelve esta muerte que ellos van a desentrañar.
En ‘Las hermanas Jacobs’ nos tropezamos con un Quirke muy suyo, más encerrado en sí mismo, si cabe. Cada vez soporta peor a los demás. Convivir se ha convertido en un verdadero problema para él, a pesar de que parece haber disminuido, al menos relativamente, su consumo de alcohol. La reciente y trágica muerte de su esposa ha acentuado su hosquedad y las relaciones con su hija Phoebe tampoco atraviesan sus mejores momentos, si es que en alguna ocasión los hubo. Y con Strafford, un asiduo de la vida de Quirke, también pintan bastos. Diría, pues, que las cosas están peor que nunca. Una violencia soterrada, enmascarada por la «buena educación», impide que los hechos pasen a mayores. En resumen, que Quirke cada vez transita por el mundo con mayor desazón, soledad, individualismo e insociabilidad.
Si a estas alturas de la carrera de Benjamin Black, compartida con John Banville, todavía hay algún lector que sólo busque novela negra en la serie de Quirke, cuyos tres primeros episodios fueron convertidos en una miniserie de la BBC, protagonizada por Gabriel Byrne (a ver cuándo añaden los demás), puede llamarse a engaño. Stricto sensu, los libros de Black son negros o policiales, o como ustedes prefieran llamarlos. Pero la realidad es que Black sólo hace literatura. Sin más. Dura y pura. Que no es poco. Sino muchísimo. Con su trabajo, Black ha ennoblecido el género negro, ya que le añade una calidad literaria que muy pocos autores pueden ofrecer. El irlandés, a quien entrevisté en mayo de 2018, respondió a una de mis preguntas con un «Black es un artesano; Banville intenta ser un artista, cuando ni siquiera sabe lo que significa eso». Me convenció entonces su respuesta. Ahora quizá ya no la comparta. Ahora creo que Black es tan artista como Banville. O incluso más.
Pasemos al segundo libro, el de Gay Talese. Una oferta lectora bien distinta. Según cuenta en ‘Bartleby y yo’, título que irremediablemente lo relaciona con Herman Melville, a Talese le ha interesado siempre fijarse en «gente que aportara una perspectiva diferente a una historia, gente nada acostumbrada a que se les prestara atención y se les consultaran las cosas». Lo que atrae al de Nueva Jersey son las personas, insignificantes en apariencia, que con su oscuro cometido influyen en la vida de los demás. Y eso lo encontramos en la primera parte del libro, ‘Una historia de Wall Street’, y en la tercera, ‘El brownstone del doctor Bartha’. También, aunque en menor medida, porque el objetivo creo que no era ese, en la segunda, titulada ‘A la sombra de Sinatra’.
Y realmente, a mi juicio, el
mayor interés del libro radica en sus historias impares. Los personajes que deambulan
por esas páginas, poco relevantes en apariencia, centran la atención del
lector. En la primera, Talese se fija en el redactor del New York Times Alden
Whitman, que perteneció en su día al partido comunista estadounidense,
circunstancia que le procuró más de un disgusto y, sobre todo, en la
localización, un auténtico trabajo detectivesco, de Nita Naldi, una actriz muy
nombrada de los tiempos del cine mudo. Mención especial merece el médico rumano
Nicholas Bartha, protagonista de la tercera y última historia, por la que
desfilan constructores, mujeres y hombres de negocios, doctores, abogados,
electricistas cualificados, camareros, arquitectos y algunos personajes más.
Bartha prefirió que su casa, la casa que había comprado en compañía de sus
padres, donde pasaba los escasos ratos libres que su pluriempleo le permitía,
saltase por los aires, con el propio Nicholas dentro, antes que claudicar ante
las exigencias planteadas por su esposa Cordula durante su divorcio. El bronwstone
del 34 Este de la calle Sesenta y dos ingresó en el mundo de los recuerdos,
convertido en humeante mausoleo de ladrillos rotos y chamuscados, virutas de
madera, pedazos de cristal y algún secador de pelo. El inmueble, añoso y con
sabor, había conservado la tradición familiar en cada uno de sus poros, sin
olvidar que acarreaba una historia secular, ya que, entre otras cosas y durante
el tiempo del presidente Roosevelt, había funcionado como un nido de
aficionados al espionaje, encabezado por el filántropo y millonario Vincent
Astor. De paso, en los últimos tramos del relato, nos enteramos de cómo se
trazó la cuadrícula que definió el plano de New York: 12 avenidas Norte-Sur,
entrecruzadas por 155 calles laterales Este-Oeste.
Herme Cerezo/Diario SIGLO XXI.