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sobre el hall del Hotel Zenit. Una luz gris nos envuelve. Apenas ha transcurrido media hora desde que dieran las cuatro p.m.. Juan Manuel de Prada llega cordial. Como siempre. Hace cinco años que no nos hemos visto, pero su memoria ingente le permite rememorar detalles de nuestro último encuentro. Detalles que ni yo mismo recuerdo. Juan Manuel ha venido a la capital del Túria para presentar su nueva novela, ‘Mil ojos esconde la noche’ (Espasa), en la que nos habla sobre la comunidad de artistas, escritores y periodistas españoles que residieron en París durante los años de la ocupación nazi. Se vale para ello de Fernando Navales, un personaje que alcanzó celebridad casi treinta años atrás, cuando el escritor baracaldés publicó su más que exitosa novela ‘Las máscaras del héroe’. A causa de su extensión, mil seiscientas páginas, ‘Mil ojos esconde la noche’, ha sido dividida en dos partes, la primera de las cuales, ‘La ciudad sin luz’, es sobre la que hablaremos a lo largo de nuestra conversación. Con Juan Manuel sentado a mi izquierda y la grabadora conectada a su vera, luego la cambiará de ubicación, comenzamos a charlar. Afuera caían algunas gotas, un medio chaparrón casi polvoriento.
Juan Manuel, es la primera vez que entrevisto a un escritor
que publica una novela cuya última palabra escrita es «Continuará…»
Así es, vienen otras ochocientas páginas detrás que,
si dios quiere, saldrán en la próxima primavera. Pero, bueno, digamos que el desenlace
de esta primera parte equivaldría al final de una temporada de cualquier serie
de Netflix. Aunque se quedan cosas en el aire, el libro tiene su propia lógica,
por decirlo así. ‘Mil ojos esconde la noche’ es una obra muy ambiciosa y con
muchísimos personajes…
Fernando Navales era el protagonista de ‘Las máscaras
del héroe’, novela que publicaste en 1996. ¿Por qué tu interés en recuperar a
este personaje treinta años más tarde?
En realidad, esta historia se me impone. Mi anterior
obra, la biografía sobre Ana María Martínez Sagi, escrita en mil setecientas
páginas y con una investigación monstruosa, que me llevó a visitar más de
ochenta archivos de Francia, Suiza, Estados Unidos o España, resultó una
experiencia muy loca, pero completamente apasionante. En los archivos
policiales de París, que son muy interesantes, se me ocurrió pedir los
expedientes de muchos escritores y artistas que vivieron durante la ocupación
alemana en la capital francesa. Allí me di cuenta de que había un material excelente
para construir una novela coral, de ambiente literario y artístico. Así fue
como se me impuso la idea de recuperar a este personaje que había dado por
muerto en ‘Las máscaras…’. Por este motivo, en la carta que escribe Pedro
Urraca al principio de la novela, se aclara que Fernando Navales no ha muerto.
Esa carta de Urraca supone empezar tu nueva novela de
la misma manera que ‘Las máscaras…’
Sí, es un pequeño homenaje, pero a la vez una forma de
poner en liza de nuevo a Fernando Navales. Había que introducirlo y dar algunas
explicaciones sobre su persona, así que me pareció que esa era una forma
oportuna de hacerlo.
Después de tanto tiempo sin escribir sobre Navales, ¿cómo
recuperas su voz y el tono narrativo de la historia?
No es difícil. Ni siquiera me leí de nuevo ‘Las
máscaras…’. Simplemente, la hojeé un poco. Aunque hayan quedado atrás, de
alguna manera los libros que has escrito han dejado un poso dentro de ti y
regresas a ellos con facilidad. En este caso concreto, ha sido una experiencia
magnífica, como volver a la juventud, a hacer el gamberro y a decir burradas.
El personaje de Navales ahora está más enconado porque el fracaso pesa sobre él,
ya que se ha convertido en un personaje de segunda fila, humillado, relegado a
un cargo subalterno de la delegación de Falange en París. Es un saco de pus
deseoso de derramar su podredumbre sobre el mundo.
Tras tantos años de convivencia con él, ¿qué tiene
Fernando Navales de Juan Manuel de Prada y viceversa?
Él no tiene mucho de mí. Te lo digo honestamente. Por
supuesto tiene la escritura, el estilo, pero fuera de eso no hay mucho más. Sus
ideas no coinciden demasiado con las mías, aunque puede haber similitudes, y su
visión del mundo tampoco es la mía. Por ejemplo, yo no aborrezco tanto a
Picasso como él, a pesar de que creo que su valoración es excesiva y sacada de
quicio. Se le considera el epicentro del arte del siglo XX y a mí no me lo
parece. La idea de que las vanguardias suponen la superación del arte antiguo
no la comparto. En general, podríamos decir que las opiniones de Navales sobre el mundo serían una parodia crispada y
enloquecida de las que yo pueda tener. Mi pretensión ha sido la de retratar a
un falangista de los años cuarenta, un falangista convencido pero al mismo
tiempo cínico, con mala índole, y darle voz. Por supuesto, al hacerlo le he
traspasado cosas mías, pero nada más. Es inevitable.
En la novela, Navales muestra una especial inquina
hacia los catalanes.
Mira, en eso Navales tampoco se parece en nada a mí.
Yo soy bastante catalanófilo, de hecho, en Madrid me consideran independentista
[risas]. Él odia al cristianismo, un odio que yo no comparto… Así que date
cuenta. Es inevitable que un escritor esté en sus personajes, pero sería
abusivo afirmar que Navales soy yo. No, definitivamente, no.
A Gregorio Marañón también le zurra lo suyo.
Es verdad, lo detesta con especial inquina. Tal vez
sea el personaje al que más odia. De alguna manera, ve en él la transformación
del régimen. Navales prevé que Franco va a desligarse de Falange y que su
régimen derivará hacia un gobierno autoritario, en el que toda la gente de
derechas podrá vivir plácidamente. Y considera a Marañón como el hijo pródigo
de la parábola. Navales ha estado pegando tiros a favor de Franco y ahora ve
cómo Marañón, que era un estrella entre los republicanos, se convertirá en un
intelectual celebrado del franquismo.
Sí, claro. ¡Es que el personaje es tan desmesurado en
su odio y su mala baba contra todo el mundo! Navales destila mala baba contra
los rojos, pero también contra los azules, contra los monárquicos, contra los
liberales, contra Marañón. Su odio es indiscriminado. Odia a Franco, pero
cuando ve que Picasso lo ha dibujado, escupe sobre esos dibujos, porque también
odia a Picasso. Podríamos decir que su odio es ecuménico. Fernando Navales es
tan crispado en juicio y actitudes que, mientras lo construía, pensé que un
personaje así solo podía soportarse a través de un humor pasado de rosca,
esperpéntico.
Ese humor alcanza incluso a las escenas de sexo,
alguna de ellas especialmente tierna.
Sí, digamos que el humor lo impregna todo. Esta es una
novela en la que el sexo no tiene la presencia asfixiante de ‘Las máscaras del
héroe’ por varias razones. En primer lugar, porque Navales, frente al
veinteañero de aquella novela, se presenta aquí ya como un cuarentón y, en
segundo lugar, porque el autor ya es un cincuentón y el sexo ahora no está tan
presente en su cabeza o eso sospecho [sonrisa]. De hecho, en algún pasaje
Navales afirma que reprime su propia sexualidad para ser todavía más resentido,
porque el resentimiento se alimenta del fracaso sexual. También es cierto que
hay algún remanso afectuoso, por ejemplo, hacia Ana María Martínez Sagi, y en
la relación más humana que mantiene con Ana de Pombo… Aunque trata de ser un
canalla sin interrupción, Fernando Navales no siempre lo consigue.
Como contrapunto a Navales, nos encontramos con Pedro
Urraca, un personaje secundario de mucho peso, un tipo real y muy cruel. ¿Cómo
se consigue fidelizar al lector para que lea con interés las actuaciones de
estos dos sujetos tan deleznables?
Bueno, yo creo que eso radica en la coherencia de los
personajes. Tú los construyes y, de alguna manera, apelas al lado oscuro del
lector. En la presentación de la novela en Madrid, Álex de la Iglesia dijo que,
con las trapisondas y añagazas de Navales, a él le sucedía lo mismo que cuando
veía a los gánsteres de las películas de Scorsese. Y es que cuando ves al Lobo
de Wall Street, aunque no quieres, aunque sabes que lo que está haciendo es
inaceptable, te identificas con Leonardo di Caprio y te descubres a ti mismo
poniéndote de su parte, mientras trata de timar a alguien. Y eso mismo es lo
que he intentado conseguir en la novela: poner al lector en un brete para que
se dé cuenta de que está leyendo a un canalla, que le está contando sus
canalladas y que lo acepta con naturalidad.
En ‘Mil ojos…’ nos damos cuenta de que, bajo la
ocupación nazi, con toque de queda incluido, en París existía una intensa vida
intelectual y artística, sin desdeñar las alegrías de los cabarets.
Alemania tenía muy claro que París había de ser el
escaparate mundial de su dominación sobre Europa, la propaganda amable del III
Reich. Hitler, personalmente, dio órdenes para que cines, teatros, cabarets y
salas de exposiciones funcionasen a pleno pulmón. De hecho, también decretó que
no se molestase a Picasso, algo muy significativo, si tenemos en cuenta que en
la capital francesa se encontraban todos los adalides de lo que los alemanes
llamaban el arte degenerado que, más o menos, pudieron continuar con su trabajo
durante ese periodo.
A Hitler le llamas reiteradamente «El ángel con
gabardina y bigote».
Sí, esa frase está tomada de un artículo de César
González Ruano. Es una expresión tan ridícula y tierna que decidí repetirla a
lo largo de toda la novela. Ruano es un personaje coherente con el que me
tropecé mientras escribía ‘Las máscaras…’, un hombre de talento pero de un
talento dilapidado, sin escrúpulos, un golfo, aunque no un criminal como a
veces se ha dicho. Lo hago aparecer por la novela como un truhan, un bon vivant
con toque canallesco, pervertido y con inclinaciones sexuales un poco
surrealistas, que nunca se especifican con exactitud, pero que, más o menos,
todos entendemos.
Sigues escribiendo a mano y tu padre lo teclea en el
ordenador. Debe conocer tu estilo de carrerilla. Me ha venido a la memoria la
relación de Mozart con su padre, salvando las distancias.
[Sonrisa] Bueno, la verdad es que mi padre me ayuda
mucho y desde hace muchísimos años él es quien transcribe todo lo que escribo.
Tengo la suerte de que entiende perfectamente mi letra.
Es tu lector cero, por tanto.
Sí, claro, además me lee en bruto, sin correcciones de
ningún tipo.
Vayamos a lo práctico: ¿qué cuesta más: escribir mil
seiscientas páginas o corregirlas después?
La corrección de esta novela ha sido muy dura,
especialmente dura te diría, sobre todo a medida que la historia avanzaba porque
al ser más larga te encuentras con más errores, con más cosas que tienes que
cambiar… Es algo normal. Sostener una novela durante tantas páginas es muy complicado.
Sin embargo, viendo ‘Mil ojos…’ y tu anterior
biografía de Ana María Martínez Sagi, libros ambos más que voluminosos, parece
que te has especializado en escribir obras de muy largo aliento.
No, no necesariamente, pero es verdad que llega un
momento en la vida en el que, por tus años, consideras que debes dar lo mejor
de ti y hacerlo sin cortapisas, sin atender a lo que el mercado reclama en cada
momento. Soy una persona que se toma su vocación muy en serio y sé que tampoco
me queda tanto tiempo, porque un escritor alcanza su madurez y luego llega la
decrepitud. Ignoro si la decrepitud me vendrá a los sesenta o setenta. Si me
viene a los sesenta me queda poco tiempo, siete años, en consecuencia,
considero que debo dar el do de pecho ahora. ‘Mil ojos…’ es una novela coral,
que se diferencia de ‘Las máscaras…’ en que los personajes aquí gozan de
continuidad a lo largo de los cuatro años que comprende la novela. Cada uno
tiene su propia historia y, por lo tanto, es normal que su desarrollo se
alargue bastante.
Leer ‘Mil ojos…’ en 2024 tiene ventajas. Gracias a
Internet, ahora resulta sencillo conocer las obras de los escritores y artistas
que caminan por sus páginas. Cuando publicaste ‘Las máscaras…’ eso aún no
sucedía. copyright@hermezo2024
Cierto, no lo había pensado. Es distinto para el lector,
porque ahora si consulta las obras de esos artistas y las ve, enseguida se
forma una idea de su trabajo. Hay
algunos pintores muy interesantes. Creo que la cultura española ha sido tergiversada por las ideologías, por las
corrientes estéticas y por mil razones más, y es algo que nunca he entendido.
Como amante que soy de la pintura y la literatura, siempre me ha puesto muy
nervioso que determinados artistas, como por ejemplo Beltrán Masses, que me parece
un pintor decadentista extraordinario, o el valenciano Daniel Sabater, un
pintor muy interesante, en la línea de Valdés Leal, con una pintura
tremendista, algo goyesca y con toques burlescos, queden relegados al olvido.
Si mi novela sirve para recuperar a todos esos pintores, me pondré muy
contento.
Como siempre tus lecturas son una invitación para que
el lector ejerza su oficio con el diccionario de la RAE a su lado. Hay muchas
palabras atractivas que hemos olvidado, sin ir más lejos carpanta, cafarnaúm o
compango. Esto ya son tus señas de identidad como escritor.
Es algo involuntario. Son palabras que forman parte de
mí. Mucha gente me pregunta si escribo con el diccionario al lado y,
evidentemente, la respuesta es que no. Escribo de corrido, pongo lo que me sale
y, después, durante la corrección, consulto el diccionario para comprobar que
todo está bien. Y con relación a las palabras que has citado, he de decir que para
los que conocemos al personaje de Escobar, carpanta es un vocablo completamente
normal; cafarnaúm es un barullo de cosas y, si fueras asturiano, compango te
parecería un vocablo de lo más común.
La última por esta vez: hoy presentas ‘Mil ojos
esconde la noche’ y en la primavera del año próximo se publicará la segunda
parte, según has anunciado. A pesar de todo esto, me atrevo a preguntarte si ya
llevas algún otro proyecto literario en tu mente.
Me gustaría escribir una novela, digamos ligera, aunque
es verdad que luego nunca sabes lo que puede ocurrir con ella, un poco al
estilo de ‘Lucía en la noche’, de unas trescientas o cuatrocientas páginas. Y
luego, tal vez escriba la novela de Fernando Navales en la guerra civil, aunque
es un tema delicado, porque este personaje en ese periodo levantaría muchas
ronchas y sería muy polémico. De todos modos, ahora necesito descansar un poco
porque ‘Mil ojos…’ ha resultado agotadora. He de tomar aliento y cargar las
pilas para mis próximas entregas. Es indispensable.
Herme Cerezo/Diario SIGLO XXI.