Herme Cerezo / SIGLO XXI, 07/07/08
Le conocí hace cinco años. David Torres promocionaba entonces ‘El gran silencio’, su obra finalista en el Premio Nadal de 2003. Fue en el mismo lugar, ‘La Casa del Libro’ de Valencia, en otro piso, de pie, junto a la escalera. Hoy, sentados a una mesa redonda, sellada por un tapiz de mármol, charlamos sobre de lo de siempre: libros, Literatura y vida. Y esta vez, para variar, llega con otro galardón en el bolsillo: el Premio Tigre Juan, por su novela ‘Niños de Tiza’. David Torres, bigote y perilla de mosquetero de ficción, todavía recordaba aquella conversación, en la que nos acompañaba otro escritor, Luis Varela. Así que, con este ajuste de la memoria, comenzamos nuestra conversación.
En 2003, cuando lo del Nadal, dijiste que te había caído "el Gordo". Y hoy, con el Tigre Juan, te ha vuelto a tocar, ¿lo tuyo es competir?
Bueno, la verdad es que Esteban [el protagonista de su novela] me ha dado suerte. Cuando era joven mandaba cuentos a concursos y nunca gané nada, pero cuando empecé con obras largas mis dos primeros títulos fueron premiados. En este sentido, los premios favorecen la difusión de ciertas novelas. A mí, desde luego, me han ayudado bastante.
Tú comenzaste trabajando en una librería, ¿cómo se ven los libros a un lado y al otro del mostrador?
Yo he escrito toda mi vida y siempre he visto al libro como un objeto mágico, maravilloso, que te permite entrar en otros mundos. Como vendedor intentaba adaptarme al gusto del cliente. Me daba mucha pena cuando alguien quería comprar un libro que yo consideraba malo o cuando alguien se llevaba el bestseller de moda, en lugar de una novela de Torrente Ballester o de John Irving. En ese sentido, como autor intento escribir lo que a mí me hubiera gustado leer. Y hacía falta un libro que hablase de nuestra generación desde el punto de vista de la infancia. ‘Niños de tiza’ es ese libro.
En tus comienzos, ¿qué lecturas nutrían tus fantasías?
De joven leí muchísima literatura hispanoamericana: Borges, que fue la entrada a un universo maravilloso, Cortázar, Onetti, Sábato... Y también a Conrad y James, que conocí a través de Borges. Todos ellos son escritores fundamentales. Poco a poco fui cubriendo los huecos que tenía: los clásicos rusos: Tolstoi y Dostoiewsky, y después Faulkner. El descubrimiento de Faulkner fue esencial para mi. Tampoco puedo olvidar otras lecturas especiales como Calvino o Lem, escritores que cada uno se merecía un Nobel y no se sabe muy bien por qué están fuera de la gran tradición europea. Ahora leo mucha literatura anglosajona y norteamericana: Amis, Barnes, Irving o Anthony Burgess. Y a Marsé. Pienso que en ‘Niños de tiza’ hay mucho de Marsé.
‘Niños de tiza’, mezcla lo duro con el humor, lo tierno con lo crudo, y produce un regusto agridulce en el lector, ¿qué idea se esconde bajo ese título?
De mayores siempre conservamos lo que fuimos de pequeños y esa es la idea de ‘Niños de tiza’: la tiza se borra, pero al final queda algo debajo y lo que importa, lo fundamental, es que lo que eres de crío permanezca siempre: tu capacidad de asombro o incluso tu crueldad, una crueldad que no es más que eso, crueldad de niño. Es como el personaje de Richi, que tortura bichos, pero no lo hace porque le paguen, sino porque le mola. Es así.
¿Alternas libros de viajes, novela, género negro, en qué terreno te mueves más a gusto?
A mí me gustan todos los géneros. Salvo la novela histórica, que no me interesa, que es un género dificilísimo y que hoy se maneja con una falta de rigor espectacular, plagado de anacronismos conceptuales tremendos, me siento a gusto con todo. He escrito novela de aventuras, ‘Nanga Parbat’, ambientada en la montaña; novela mitológica, ‘El mar en ruinas’; libros de viajes, ‘La sangre y el ámbar’, y también novela negra. Cada escritor crea su propio género. Faulkner es un género y hay escritores, no voy a citar nombres, que se han dedicado a plagiar a Faulkner toda su vida.
Aunque la propaganda vende ‘Niños de tiza’ como una novela negra, creo que es algo distinto: un retrato de época, de unos niños, de un barrio, visto por uno de ellos en la edad adulta, ¿es así?
Sí, es eso, porque la derivación hacia el género negro ocurre sobre la mitad de la novela. Lo que pasa es que éste es un género tan amplio, tan hibridado desde que Humberto Eco escribiera ‘En el nombre de la rosa’, que permite un enorme cruce de formas y en ese sentido, ‘Niños de tiza’ sí es una novela negra. Pero no es negra al uso, donde hay una investigación oficial y demás. El policía que interviene es muy ‘sui generis’, muy real, tipo Coslada, que contrasta con los de las novelas negras que son intachables. Ya lo dije antes, mi novela tiene un referente claro que es Marsé. En mi opinión, hay dos grandes escritores vivos en España: Marsé y Delibes. Y Marsé es el gran novelista urbano, que contaba lo que conocía muy bien: la España de los años cincuenta y sesenta. Pero faltaba alguien que hablase de los finales de los setenta y principios de los ochenta desde la misma perspectiva que lo hizo él en los ‘Aventis’ o en ‘Si te dicen que caí’, una de las grandes novelas españolas del siglo XX.
González Ledesma opina que la novela negra tiene éxito porque permite la crítica social y, como escritor, te posibilita entrar en todas partes.
Estoy de acuerdo con eso y lo puedo ampliar. La gente suele confundir la novela negra con la de misterio, que sólo busca culpables. Sobre ‘Niños de tiza’ hay quien ha dicho que al malo se le ve desde el principio. Pero eso a mí no me importa, porque lo que yo quiero es crearle una expectativa al lector, no una sorpresa que es lo que hace la novela misterio, en la que si te dicen que el malo es tal o cual, inmediatamente, el libro se te cae de las manos. La novela negra, abundando en lo que dice González Ledesma, es una radiografía social, un termómetro, un territorio moral. Y a mí me interesa ese territorio ético donde los buenos no son tan buenos y los malos no son malos hasta cuando duermen. En las malas novelas, el bueno es perfecto, infinitamente bueno, no se permite una canita al aire, ni siquiera una palabra fuera de tono. Roberto Esteban es un bueno malo y el malo de la novela es un malo bueno.Yo era de Simancas y teníamos a San Blas un poco idealizado. Si, además, ibas a Vicálvaro, aquello ya era la hostia, el non plus ultra. Había una frontera muy clara, la que delimitaba el parque. La historia del borracho ahorcado, que aparece en el libro, es cierta. Unos macarras de la época lo ahorcaron para divertirse. Pero San Blas es un barrio como los de cualquier otra ciudad, un barrio donde la droga entró a caballo, nunca mejor dicho, destruyó y diezmó por completo la generación de entonces. Hay personajes reales, como Lola o Gema, pero son mezcla de varias identidades. El "Lenteja" sí que existió en mi barrio, pero no era tan malo como yo lo pinto. He utilizado los motes más emblemáticos, porque los críos de mi época éramos así de cabrones y si te llamaban "Lenteja", te quedabas de "Lenteja" para toda la vida – risas, muchas risas.
¿Por qué se desenvuelve la novela en el mundo del boxeo?
El boxeo está muy relacionado con la novela negra. Además a mí me gusta pelear por las causas perdidas y el boxeo lo es. En España está mal visto. En el libro de estilo de algún periódico español, por ejemplo, no puedes citar el boxeo a no ser que sea para contar la muerte de un boxeador. En cambio si a un tío lo han reventado de un bombazo, te pondrán sus entrañas en primera plana. El boxeo es muy puro, muy atávico y en el fondo creo que tiene mucho que ver con nuestra infancia.
En un barrio marginal, ¿el boxeo y la escritura eran los únicos medios de "tirar p’alante" sin tener que delinquir?
No, yo creo que no. No soy determinista en esto. En San Blas hay mucha gente que ha seguido una vida normal. Lo que ocurre es que la tentación de estar al margen de la ley es mucho más grande allí que si vives en otra zona. Pero ahí ya cuenta la propia libertad humana, porque somos libres para elegir. En ese sentido, a los malos, nazcan donde nazcan, los ves venir.
Aunque la acción transcurra en la Transición, el momento político no trasluce en la novela.
Claro, en la época de Franco las noticias te llegaban por el No-do, la televisión no te informaba de nada y todos los que dicen que lucharon contra Franco fueron muy malos, porque Franco murió de viejo. Eso es algo que todavía nos pesa en la memoria histórica y que propicia que muchos todavía ahonden en la Guerra Civil. Ésa es una historia pasada y periclitada, no hay nada más que hacer por ese camino. Ahora lo que cuenta es el presente. En ese sentido, yo he regresado a la memoria personal, la de los que tenemos cuarenta o cincuenta tacos, los que estamos un poco hartos de nos vuelvan con el rollo del ‘mayo del 68’ o de que ‘nosotros queríamos hacer la revolución’. El siglo XX ha demostrado que no hay atajos, que las revoluciones llevan a la masacre y al desastre. Así que aunque esto es mejorable, vamos a dejarlo como está y hagamos que funcione. Creo que nuestra generación, a la que se tachó de pasota y escéptica, en el fondo fue políticamente más útil que las tonterías del 68, unos troskistas trasnochados, que no tenían ni puñetera idea de lo que estaban diciendo. La gran revolución que vimos nosotros fue la caída del muro, la de la utopía que no llevaba a ninguna parte.
Este trabajo de arqueología literaria, como tú la llamas, que ha supuesto el regreso a tu juventud, ¿ha significado un esfuerzo o un alivio?
Pues un poco las dos cosas. A mí me resulta realmente curioso esta gente que al escribir hablan de sí mismos y de todo lo que ven. Todos los días les pasa algo interesante que reseñar. Y a mí, como no me ocurre nada, pues me toca inventar y lo pienso y me da mucho pudor. Como novelista siempre hablamos de nosotros mismos, pero no lo hacemos como los poetas que usan el yo, yo, yo, ... nos escondemos detrás de máscaras. Para mí Roberto Esteban, en este sentido, es un comodín fascinante, porque tiene los mismos recuerdos que yo pero es totalmente distinto a mí: él es el matón de clase y yo era más parecido a Richi, al Chapas, al gracioso. Yo era el que sobrevivía porque hacía reír a los demás y sabía que el matón llegaría un momento que se encontraría con otro matón peor que él. Era ley de vida. Creo que en la Literatura siempre acabas narrando tu misma historia, entonces para qué contarla con pelos y señales o incluso, voy a ser malvado, con iniciales – risas...
En un momento dado, cuentas esta historia: "El timo del pollito se va repitiendo a todo lo largo de la vida. Más tarde o más temprano uno termina por comprender que la existencia puede resumirse en una larga y enrevesada sucesión de estafas, que no ha hecho otra cosa que acumular pollitos de colores: un matrimonio fallido, una novia muy guapa que resulta un pendón, un trabajo cojonudo que a los tres meses se convierte en una condena a galeras [… ] Al final lo único que queda de cualquier milagro es un jodido pollo amarillento que se va cagando por todas las habitaciones, un pajarraco ridículo que ni siquiera sabe volar y que sólo sirve para la cazuela". Demoledor ¿no crees?
Lo malo es que es cierto.
Por eso es demoledor...
Creo que nadie inventa una gran metáfora o un gran símbolo. Cuando di con el pollito de colores, una anécdota real porque le ocurrió a un amigo mío, sabía que había algo más detrás, porque eso pasa en la vida. El Día de Reyes te regalan un juguete que te encantaba y a la semana ya lo habías olvidado. Y es que los hombres somos así. Nos encaprichamos de una mujer, se convierte en toda nuestra vida y al año ya nos hemos hartado de ella y queremos otro juguete. Y al final el problema no es de la vida, sino tuyo, porque tú crees que te mereces lo mejor.
¿Qué estás preparando ahora?
Tengo varias cosas en la cabeza, una de ellas es una novela cómica que me gustaría terminar. En España nos tomamos todo muy en serio menos el humor, porque lo consideramos algo bajo. Y justamente nosotros que tenemos a Torrente Ballester, uno de los más grandes novelistas cómicos del siglo XX, siempre lo hemos considerado un escritor menor. Y también somos la tierra de ‘El Quijote’, pero tradicionalmente preferimos el humor basto de Quevedo.
Nota.-La fotografía es de Susana Alfonso.