«Desde su agujero de arcilla escuchó el eco de las voces que lo llamaban y, como si de grillos se tratara, intentó ubicar a cada hombre dentro de los límites del olivar» (Jesús Carrasco, Intemperie)

martes, 5 de enero de 2016

'El garlito', un relato breve.

En el año 1998, el que suscribe llegó a la final del concurso de relatos breves organizado por el Diario de León con un cuento titulado 'El garlito', incluido en el libro 'El perro faldero'. Dada su temática, lo publico hoy, 5 de enero de 2016, por si les apetece leerlo, mis invisibles. 


EL GARLITO


Desde hacía un trimestre la pequeña ciudad vivía conmocionada. La zozobra invadía a sus habitantes. Numerosas casas del Distrito Sur habían sido desvalijadas. Los robos siempre presentaban el mismo denominador común: el ladrón entraba por una ventana que, por descuido de sus propietarios, había quedado abierta.
Ajustó sus pantalones y cargó el saco. Trepó por la escalera hasta alcanzar el alféizar de la ventana. Los informes que le habían suministrado no mentían. Estaba sin cerrar. La luna iluminó su sonrisa de dientes blancos. Una vez más las recomendaciones policiales resultaban baldías. Los vecinos apostaban por seguir fieles a la tradición.
Aún flotaban en su cabeza imágenes de la primera vez, cuando realizó su trabajo a pie, sin escaleras, tirando de las bridas de aquellos extraños animales de mirada apática, cuello curvo y morro adelantado. En ellos viajaban sus señores. Con otros dos compañeros se repartieron el trabajo. El paso del tiempo añadió complejidad a su tarea y ahora trabajaba solo. A pesar de ello jamás pasó por su cabeza la posibilidad de pedir incremento salarial o un plus por soledad. Su corazón, todavía fuerte, se apiadaba de sus amos, envejecidos por los interminables periplos de ida y vuelta. La  recompensa  siempre  era  la  misma:  el  acceso  al interior de las viviendas y la satisfacción del trabajo bien hecho.
Al ascender nunca miraba hacia abajo. La sensación de vértigo le resultaba insoportable. Un invierno tras otro la dificultad de las escaladas crecía. Su espalda lo percibía en forma de calambres y contracturas. Era el tributo que pagaba su arrogancia teñida de años.
Hoy, como casi siempre, la noche venía fría. Una gota helada procedente del tejado mojó su rostro devolviéndole a la realidad. Ya con el pie izquierdo dentro, no sin cierta dificultad, introdujo el resto de su cuerpo en una sala amplia. Era el comedor. Una ráfaga de viento interrumpió la calma de la noche. Las cortinas de la ventana le envolvieron. Forcejeó con ellas hasta que las apartó lo suficiente para continuar avanzando.
Caminó despacio, a la palpa. Su mirada se acostumbró pronto a la oscuridad. Su intuición, basada más en la experiencia que en un conocimiento innato, le condujo por sendas libres de mobiliario. La gamuza de sus babuchas le permitía deambular sin sobresaltos por aquel laberinto. El más pequeño roce o traspié podía dar al traste con toda la operación. Torció hacia la izquierda. Pasó su mano libre por el mueble que revestía la pared del fondo. Buscaba la señal pactada tácitamente durante tantos años. Unos minutos más tarde la encontró. Allí estaba el par de zapatos ordenadamente dispuesto y expectante.
De su saco extrajo con cuidado media docena de paquetes que apiló metódicamente. Primero los más grandes como base de sustentación; después los medianos; por último los más ligeros. Vacío el saco, buscó de nuevo el hueco de la ventana. Pero en lugar de volver por donde había venido siguió hacia delante. Cerca ya de la salida sus manos tropezaron con un objeto que no le resultó familiar. Las yemas de sus dedos describieron algo que parecía una cerradura. Después reconocieron una ruedecilla dentada y un pequeño picaporte. Mientras se afanaba en pensar qué diablos sería aquello, su cara golpeó con un trozo de madera. Era la parte trasera de un cuadro que tamborileó por el impacto. Después sus oídos percibieron un ruido singular: ¡clic!
El clic no vino solo. Al unísono se encendieron todas las lámparas. Sus pupilas se contrajeron. Incapaz de mover ni un solo músculo giró el cuello y, sorprendido, vio tras de sí a un sujeto trajeado en gris marengo. Estaba sentado sobre un sillón, con las piernas cruzadas. Le miraba ansioso y satisfecho a la vez. De sus labios brotaron unas palabras:
¾-¡Has caído en el garlito! ¡Ya eres nuestro!
Todavía medio abobado por el golpe, constató la presencia de otros tres individuos que, armados con sendas pistolas, le encañonaban con pulso firme, amenazando con abrasarle al menor descuido.

* * * * *
          Dos hombres conversaban animosamente mientras caminaban hacia las celdas.
-Nos ha costado lo nuestro, pero al final lo hemos atrapado - dijo el hombre del traje gris marengo.
-Ciertamente ha sido una trampa ingeniosa. Usted comprendió que la Noche de Reyes el ladrón no resistiría la tentación de las ventanas abiertas - le felicitaba el Comisario Jefe.
-Lo que nunca pude imaginar es que sería negro. En esta ciudad apenas hemos detenido delincuentes de color.
            Habían llegado. El carcelero les facilitó la entrada.
-Síganme, por favor, está en la treinta y tres.
            Al alcanzar el lugar señalado lo que vieron les dejó helados: la celda estaba desierta. Y sin embargo, las rejas permanecían intactas y la puerta cerrada. Repuestos de su estupor inicial, repararon en un paquete envuelto en papel de vivos colores y motivos navideños. Descansaba sobre un taburete de madera. Los tres se precipitaron sobre el objeto brillante. El Comisario Jefe desgarró el envoltorio con avidez, dejando al descubierto su contenido.
-¡Es... Es carbón! - gritaron los tres a la vez.

Herme Cerezo