Víctor del Árbol en VLN 2021 (Fotografía: Herme Cerezo) |
Víctor, la
primera vez que te entrevisté, allá por 2014, me dijiste que tu objetivo al
escribir era emocionar al lector, ¿sigues con la misma idea o ahora pretendes
alcanzar cotas distintas?
Como en todo
lo que hacemos con pasión, en la escritura intento alcanzar la mejor versión de
lo que hago. El problema del arte, sobre todo en el de la palabra escrita, es
que entre lo pensado y lo escrito siempre hay una fuga. El buen escritor es el
que logra reducir al máximo esa pérdida, es decir, que aquello que en tu cabeza
es perfecto acabe trasladándose al texto de esa misma manera. Para mí no existe
distinción entre el contenido y el continente. El libro es un artefacto
perfecto cuando conjuga todo eso y mi obsesión es llegar a ser el mejor
escritor que yo pueda ser.
Precisamente
por eso, escribir es un oficio, una profesión artesana. Lo que te da la
maestría es la práctica. Lo bonito de ser escritor, aparte de que es un trabajo
maravilloso, es que nunca repites los mismos errores, sino que cometes otros
nuevos y eso es fascinante. El poderte equivocar de manera diferente, te lleva
a evolucionar hacia formas de creación distintas. Porque, además, el panorama
está totalmente abierto. Puedes explorar todos los temas y tu propia voz ha de
evolucionar de tal manera que al final, sin que tú te lo propongas, hay una
evolución, un estilo que se va depurando hasta que se convierte en el tuyo
propio. A veces elegirás el tema y estarás más o menos afortunado, pero siempre
tendrás ese tronco que te explica a ti como autor, tu estética y tu ética, como
decía Aristóteles. Mi obsesión es que eso que en Francia, un poco
peyorativamente, se ha denominado literatura popular, se conecte con la
literatura de las elites, la que se piensa que es solo para el que tiene una
formación elevada. Para mí un libro es algo que puede despertar inquietudes en
alguien que carece de formación cultural.
En tu
intervención en València Negra, ayer señalaste que ‘La tristeza del samurái’,
‘Un millón de gotas’ y ‘El hijo del padre’ formaban una suerte de trilogía, ¿qué
tienen en común esas novelas?
Cuando hablé
de trilogía lo hice de un modo irónico, porque ahora todo son trilogías. No fue
una construcción consciente, pero sí es verdad que hay un tema recurrente en
estas tres novelas que es la obsesión por la transmisión de la memoria. La
memoria histórica, la memoria de la Guerra Civil española… Siempre las he
conectado con la misma estructura, mediante conflictos familiares, pequeños
relatos individuales que se entroncan en la gran historia para terminar
hablando de esa transmisión de la memoria. ‘La tristeza del samurái’ es un
libro muy rabioso y que destila ira; ‘Un millón de gotas’ es un texto quizá más
épico; y ‘El hijo del padre’ es la novela universal de todos estos temas y lo
que me gusta de ella es que es literatura sin literatura.
Corrígeme si
me equivoco, pero te noto especialmente satisfecho de ‘El hijo del padre’. ¿Esta
novela tiene algo de ajuste de cuentas?
No, no, todo
lo contrario. Tal vez ‘La tristeza del samurái’ tiene más de ajuste de cuentas que
esta. ‘El hijo del padre’ es el resultado de muchos años de reflexión, a veces inconsciente,
de procesar por qué tengo yo esta serie de obsesiones, por qué existe el tema
de la violencia hacia los niños, por qué existe el tema de las relaciones
paternofiliales como intergeneracionales, por qué me obsesiona tanto el
discurso memorístico de este país… Esta novela es el resultado de todo esto. Y
sí, estoy muy satisfecho porque cierra este ciclo y, además, lo hace mostrándome
el tipo de escritor que soy, ya que por primera vez se acerca un poco a la
concepción que tengo yo sobre mí mismo.
Tus novelas
abarcan periodos de tiempo muy prolongados, ¿te interesa siempre jugar con el
pasado y el presente?
Me interesa
mucho el concepto de Einstein del tiempo: cuanto más rápido avanzas, más lento
es el tiempo. El ser humano es un ser tritemporal: vivimos el pasado, el presente
y el futuro al mismo tiempo. Estamos siempre recordando, actuando y rumiando
qué pasará en el futuro. Y siempre me ha obsesionado esa idea de que en la
literatura todo pasa al mismo tiempo en la mente del lector. Es la diferencia
entre una novela y un libro de historia, porque no es una cronología temporal,
sino que lo que tú escribes, sin importar la época, el lector lo capta en
tiempo presente y yo quiero trasladar mi obsesión por el tiempo a la
literatura. Eso es algo fascinante. Por eso he elegido esa fórmula, que es
complicada, con saltos temporales, ya que me parece un desafío más interesante
que escribir de manera lineal.
‘El hijo del
padre’, como tus anteriores títulos, está muy bien estructurada. ¿Cuántas horas
has invertido en estructurar esta novela?
Muchísimas.
Soy como un arquitecto que construye en el aire. Yo pienso mucho antes de
ponerme a escribir. La estructura para mí resulta fundamental, porque si no
funciona, la historia se cae. Es un entramado complejo y una vez que has
vestido el libro, la estructura no ha de verse, ha de sentirse. Es como una
buena casa, que no te enseña las vigas, pero tú sabes que estás en un lugar
sólido. Creo que el setenta por ciento del trabajo de una novela es
pensamiento.
Leemos en ‘El
hijo del padre’ que «La historia de su familia era un círculo vicioso en el que
todos quedaban atrapados y del que por más que quisiera nunca podría escapar». Diego
Martín, su padre Antonio, y su abuelo, Simón, repiten su historia, ¿esta
repetición existencial se lleva en los genes?
Sí, creo que
es algo genético y también que existe una genética de la memoria, de la
transmisión de paradigmas y vivencias de las que nosotros no somos conscientes.
Al final crees que ves el mundo de una manera original, pero en el fondo lo ves
a través de los valores que se te han transmitido, sin que tú te hayas dado
cuenta. En la novela se trata de memorias heridas, de odios y rencores, de un
sentimiento de no encajar… Estos tres personajes tienen la sensación de que no
encajan en el mundo, bien porque no lo comprenden, bien porque no pueden
eludirlo y, al final, eso los vuelve seres desesperados. La desesperación es la
característica que tienen en común los tres. Ellos intuyen que pueden ser otro tipo
de persona, pero por hache o por be siempre terminan siendo la persona que
tienes que ser. ‘El hijo del padre’ es una novela que lucha con el determinismo
para ver hasta donde es cierta esa afirmación de que nosotros, como individuos,
tenemos libertad. Y si somos una cadena de transmisión de aspectos que ni
siquiera conocemos, entonces el libre albedrío no sería nada, una mera fantasía
de libertad.
Habitualmente
a tus personajes les zurras mucho. En esta novela también. Viven una existencia
muy dura. ¿No temes que algún día se rebelen contra ti?
Yo no les
zurro, les zurra la vida [sonrisa irónica]. Al final son modelos que utilizo
sobre realidades que conozco y a mí la infelicidad me parece un sujeto
literario mucho más interesante que la felicidad. La felicidad ya está ahí y a
mí me interesa como los seres humanos construimos nuestros propios infiernos y
como nos sacudimos esa carga que nos ponemos encima. Y es verdad que sufren,
sí, pero tienen unas vidas increíbles, son antihéroes, personajes que maman de la
ternura que me inspiran los ángeles caídos.
A poco de
comenzar la lectura del libro, nos tropezamos con una frase de Diego Martín:
«Lo primero que debes saber de mí es que por instinto desconfío de las
mayúsculas». Mayúsculas en palabras como Verdad, Patria, Democracia…
Hemos
sustituido los significantes por los significados. Cuando tú manoseas la
palabra Democracia acaba perdiendo el significado y solo importa el
significante. Y cuando ocurre esto significa que tú acuñas ese término, pero en
realidad ¿qué hay detrás de toda esa charlatanería? La verdad es que vivimos en
un mundo impregnado de cinismo. Cuando uno habla de Democracia deberíamos
hacerlo con sentido democrático, no diciendo «la Democracia soy yo». Demócrata
es el que piensa como yo. Cuando uno habla de Pueblo debería tener claro que un
pueblo lo es todo y no solo el que se identifica conmigo. Cuando tú dices que
la Democracia es debate, te llaman equidistante; si dices que Patria no es
nada, te llaman traidor. Cuando permitimos que cínicos e hipócritas, con su
mentira, se adueñen de estos conceptos, con los que hemos construido la
civilización occidental, con todos sus defectos, estamos ante una situación muy
peligrosa. Creo que Europa es el único espacio de libertad que nos queda. A
Martín, el protagonista, le ocurre lo mismo. Él proviene del mundo académico y
conoce las puñaladas y la hipocresía y me parece que es muy sano ser una
persona nada recelosa ni desconfiada, pero sí que hay que cuestionar los
discursos oficiales.
Víctor del Árbol en VLN 2021 (Fotografía: H erme Cerezo) |
Hay familias que se transmiten los libros genealógicos. La familia de Simón, la de Antonio y la de Diego Martín, se transmite una pistola, la pistola del tío Joaquín. Chandler decía que si en una novela aparecía una pistola, había que utilizarla. ¿Qué simboliza la pistola del tío Joaquín para esta familia?
Es un fósil.
Creo que una novela ha de tener una serie de elementos físicos que conecten el
tiempo. En este caso esa pistola es una herencia que comienza con una desgracia
y acaba con otra, es decir, es como ese baúl, completamente ajeno a tu vida,
que tú abres un día y ves que su contenido concita toda tu historia. Esa
pistola es el elemento físico que transmite todas las memorias heridas de esa
familia a lo largo del tiempo.
Durante la
Guerra Civil circulaba esta frase: «Alférez provisional, muerto permanente».
Estos mandos eran universitarios a los que, tras dos meses de instrucción, el
ejército golpista enviaba a la primera línea de combate al frente de un pelotón
de soldados para ganarse la gloria.
Con ellos
pasa lo que pasa con los discursos ideológicos. No he escrito esta novela desde
la ideología, pero está claro que me parece sorprendente que se siga explicando
que la División Azul era una división integrada por falangistas convencidos,
cuando la verdad es que fue un popurrí de gente que estaba allí por cuestiones
muy diversas. En el caso de los alféreces, que procedían del mundo
universitario, era una manera de ascender rápido. Igual que en la época
anterior pasaba con los militares, que para sumar galones se marchaban a
África. En el caso de la novela, se trataba de gente que no tenía ni idea de lo
que era la guerra. Sabían lo que era la Guerra Civil, pero aquello era una
desgracia doméstica, mientras que desconocían por completo a donde los mandaban
ahora, a una guerra mundial. Cuando una persona se viste de ideología, se pone
una armadura que cree que le hace invencible. Pensaban que luchar contra el
comunismo era luchar con las palabras, cuando en verdad iban a tener enfrente a
otras personas que peleaban tan ferozmente como ellos por salvar sus vidas. Los
enviaron al peor frente, el de Leningrado, y se encontraron con esa dura
realidad. Por eso se contaba entonces, que los divisionarios llegaban cantando
y se iban llorando o dentro de un féretro.
En un momento
determinado de la novela aparece la figura de García Márquez. Como escritor, ¿qué
ha significado García Márquez para ti?
Creo que en
la carrera de cualquier escritor, García Márquez, no solo por su literatura
sino por su manera de entender el rol del escritor, es un autor fundamental.
Siempre he dicho que era un escritor técnicamente cuestionable, porque, si
hablamos de estructura, sus novelas flaquean. Pero era un genio del relato. Era
tan bueno contando que todo lo demás se lo obviabas y perdonabas. Y esa es la
verdadera literatura, la que te mete en un río de palabras por el que tú te
dejas llevar hasta donde quiera y que, al final, te produce una inmensa
sensación de estar vivo.
Liria, la
hermana de Martín, de pequeña quiere vivir en un cuento. Su abuela le dice que eso
está bien, siempre que sepa entrar y salir de él. ¿En estos tiempos que estamos
viviendo, con una realidad que nos lastima, mucha gente está adoptando esta misma
actitud?
Es una muy
buena pregunta, pero no tengo respuesta para eso. Creo que cada uno ha de
encontrar su propia manera de vivir, lo que sucede es que cuando hablamos de
cuento tendemos a asociarlo a mentira, a espejismo, y no es así. Lo que yo quiero
decir es que elegimos cómo queremos vivir y que quizá no podemos elegir las
circunstancias que nos rodean, pero sí como nos enfrentamos a ellas.
En ese
sentido, ser escritor tiene ventajas ya que te puedes construir tu propio
mundo.
Sí, las tiene
todas, porque no solo te metes en tu mundo, sino que puedes hacer que tu mundo
salga fuera. Esa es la maravilla. Ser escritor no es una ficción, puedes llegar
a convertirlo en una realidad que es la tuya. Eso es algo que me maravilla de
mi vida. El escritor es un ser privilegiado, en el sentido de que cualquier
persona que construya su mundo en función de sus emociones y de lo que siente
que es vivir, está viviendo.
«Vosotros no
cambiaréis nada, os comprarán, os engañarán», dice también la novela… ¿Dónde he
oído yo eso antes?
¿En la
Transición Española? [Risas] Esa frase se la dice el padre a Diego, porque una
de las cosas más bonitas de ser adolescente es querer cambiar el mundo. Luego
viene la resignación del que ha perdido, del que lo ha intentado y no ha
podido, del que se siente confortado en su fracaso si el fracaso es compartido.
Hay gente que espera que fracases, porque eso les conforta en su propio
fracaso. Y hay que cambiar ese discurso, cambiar esa resignación. Tenemos que
animar a la gente joven a que cambie el mundo. En ningún momento hay que
decirles que no lo van a cambiar. Eso lo podemos saber tú y yo, no ellos. Los
jóvenes han de mantener su fuerza. No hay nada más triste que una gente joven
resignada. Han de creer que van a acabar con la injusticia, que van a parar el
cambio climático, que van a conseguir instaurar definitivamente los valores democráticos
en el mundo...
Desde hace
algo más de un año estamos atravesando una época complicada con la epidemia del
covid-19, ¿crees que como seres humanos hemos aprendido algo de todo esto?
Vamos a
seguir cometiendo errores porque somos seres falibles y no hay que rasgarse las
vestiduras por eso. Los seres humanos no avanzamos por nuestros triunfos. Eso
es una mentira. Avanzamos por nuestros fracasos. Y cuando hay un descubrimiento
que nos permite dar un salto evolutivo importante, casi siempre es porque se ha
producido un error. La mayoría de los inventos son frutos de errores. Y con
esto pasa lo mismo. El covid solo es un ciclo más de algo que lleva sucediendo
en la Historia de la Humanidad desde que lo pandémico forma parte de nosotros.
Y volverán otras pandemias, las enfrentaremos y superaremos y aprenderemos algo
nuevo. Por lo menos ahora, han subido los índices de lectura y empezamos a
discernir lo que es la verdad, lo que es el discurso y la manipulación. Poco a
poco, la gente se forma su propia opinión. La naturaleza humana, cuando tiene
un problema, aprieta los dientes y, cuando lo supera, se relaja. Somos así,
crecemos sobre nuestros muertos.
Sí, se va a
escribir sobre ello, estoy seguro y se va a escribir mucha basura, pero dentro
de unos años se escribirán buenas novelas. Igual que ahora se escriben buenas
novelas sobre la peste en la Edad Media. Hay que dejar que las cosas tengan su
propia perspectiva y huir de los modismos comerciales crematísticos del
momento. Por ahora no voy a leer nada sobre el covid, es muy difícil que nadie
haya escrito algo sobre este asunto con la suficiente distancia y capacidad de análisis.
Acabamos,
Víctor, ¿tienes algún nuevo proyecto en marcha o en perspectiva?
Pues sí, ya
llevo algo en mente. Siempre me sucede así, pero todavía estoy en fase de
pensar. Incluso tengo ya el título, pero aún es pronto para decir nada.
El mismo
reloj lejano del principio, tal vez el de la Seu, campanea el primer cuarto de
las diez. Es el momento de pulsar el botón de stop de la grabadora. El piloto
rojo se apaga, se viste de negro. El momento de concluir nuestra charla ha
llegado. Una dedicatoria, unas fotografías y una despedida cordial.
Herme Cerezo/Diario SIGLO XXI, 17/06/2021