Nº 645.- Lara Moreno (Sevilla, 1978) pasó por València para presentar ‘La
ciudad’, su nueva
novela, publicada por Lumen, que retrata la vida de tres
mujeres, cuyas existencias confluyen en un edificio de Madrid: Oliva, una
española que mantiene una violenta relación de pareja con Max; Damaris, una
colombiana que cuida a dos niños y comparte piso con su amiga Romina; y Horía,
una marroquí que trabajó como recolectora de fresas en Huelva y espera con
desasosiego la llegada de su hijo desde Marruecos. La narración se centra en su
pasado y en el cerco al que las somete el presente. Al fondo, pero no lejos, se
dibuja el contorno de Madrid, una urbe poliédrica de múltiples aristas, que
alberga en sus entrañas las tribulaciones de millones de seres a diario, entre
los que se encuentran las tres mujeres. Por la plaza de la Paja del barrio de
La Latina, lugar emblemático para la escritora sevillana, se mueven los
personajes de la novela. Allí pasean, ríen, lloran, toman copas, reflexionan y
hablan de sus cuitas. Acerca de todo este crisol social pude charlar con Lara
Moreno en un hotel del centro histórico de la capital del Túria. Afuera
discurría un tráfico severo, irritado por las obras que, en aquel momento, se
llevaban a cabo en sus inmediaciones. En la distancia, la torre de Santa
Catalina se perfilaba sobre el gris de las nubes. Con el piloto rojo de la
grabadora encendido, comenzó nuestra conversación.
Lara, han pasado diez años
desde nuestra primera entrevista. Entonces era un tiempo complicado para ti, ¿estás
ya en el lugar que apetecías dentro del mundo de la literatura?
Es cierto que pasé estrechuras, pero a medida que transcurría el tiempo, cada vez me afirmaba más en mi trabajo de autónoma: era editora, impartía clases en talleres, hacía tutorías de novelas por mi cuenta y desempeñaba otros trabajos que me salían, procedentes del mundo de la cultura. Pero como todos estaban mal pagados, aunque tuvieras veinticinco no se notaba, algo que no tenía ninguna gracia. En cualquier caso, ahora dispongo de un empleo estable, que se lleva el ochenta por ciento de mi tiempo. Escribo a contra vida, en mis ratos libres y tengo la misma sensación que cuando comencé: me cuesta muchísimo hacerlo. Sin embargo, he de reconocer que mi editorial se porta muy bien conmigo y no me pone pegas en los plazos de entrega. Si la novela está lista cuando ha de estar, bien, y si no, pues, no está.
En una entrevista publicada
hace unos días en el semanario cultural del diario ABC, Mircea Cartarescu decía que la buena prosa es
siempre poesía. Tú que has publicado libros de poemas y tienes una prosa muy
rica, llena de metáforas e imágenes, ¿estás de acuerdo con esta opinión?
No había escuchado antes esa
frase, pero automáticamente me la voy a apropiar, citando a su autor, por
supuesto. Yo no suelo decirlo de esta misma manera, pero estoy de acuerdo con
esa opinión. Para mí la poesía es un lugar y una forma de mirar. En
consecuencia, si te colocas en ese sitio, en sustancia ¿qué diferencia hay
entre la prosa y la poesía? Aunque un escritor escriba varios géneros, esto es
como la misma agua metida en envases diferentes. Creo que el lenguaje de mi
primera novela era más poético y el de las siguientes más directo, más desnudo,
aunque a pesar de todo la mirada poética permanece, sigue ahí.
Esa mirada es el sello de tu
estilo y no has de renunciar a ella, creo.
Exactamente. Claro que no voy
a renunciar a eso. Ni puedo, ni quiero hacerlo.
«Parece que dentro de la casa
hubiera un animal. No un animal prehistórico y torpe, ni tampoco un animal
acorralado, aunque tiene algo de todo esto. Es un hombre enfadado no se sabe
bien por qué». Así comienza ‘La ciudad’, ¿cómo surge este inicio en tu mente?
Sí, es la primera frase de la
novela y ese capítulo salió de un tirón. Cuando escribo poesía también lo hago
impulsivamente. Después del primer verso empiezo a tirar y viene el resto. Tal
cual. Sin embargo, ese capítulo no lo tenía ni meditado. Sabía que quería escribir
sobre Madrid, sobre cómo nos organizamos social, humana y económicamente, sobre
los lugares que habitamos y sobre emigración. Había un personaje que se dedicaba
a hacer cosas parecidas a las mías, en el que pretendía volcar mis
preocupaciones, sin más requiebros. No iba a contar una historia de maltrato, porque
en mi cuaderno de anotaciones había otros temas importantes, pero el maltrato
estaba ahí, de fondo y, cuando en una mañana del verano de 2018 me senté a
darle a la tecla, salió así. Lógicamente todo lo que surgió se había
desarrollado previamente en mi cabeza, aunque no lo tuviese muy visualizado. Empecé
in medias res y, al acabar el capítulo, decidí que ese personaje
contaría una historia de maltrato.
Afirma la crítica que esta es
tu novela más compleja y, seguramente, la más ambiciosa. ¿’La ciudad’ ha
significado un punto de inflexión en tu trayectoria como escritora?
Esta es la tercera novela que
publico y creo que es la más madura. Evidentemente, yo también soy más madura y
estoy más tranquila. Desde la primera han transcurrido ya diez años y eso es
mucho tiempo. Este libro es el más social que he escrito y refleja cómo miro el
mundo ahora y creo que sí significa un antes y un después para mí. El reto cada
vez es más grande y espero que sea así también en el siguiente libro, porque
esto no puede parar. Cada vez tengo más claro qué es lo que quiero decir y aquí
es donde mejor se ve. Sin duda ‘La ciudad’ me ha abierto un camino nuevo por el
que espero continuar.
Para narrar has alternado la
primera y la tercera persona.
No, no, es tercera persona
todo el rato, pero es una tercera persona subjetiva, no omnisciente, un tipo de
narrador que ya he utilizado en otras ocasiones. La voz está como muy detrás de
cada personaje y se impregna de ellos. Por otro lado, como introduzco los
diálogos de forma directa, a veces puede parecer que es primera persona, pero no
lo es.
Aunque no es nuevo, eso que
haces con los diálogos me parece estupendo. Le proporcionan al texto una mayor fluidez,
como si se diluyeran las pausas.
Sí, se trata de una cuestión
de ritmo, que se perdía un poco si sacaba los diálogos fuera de la narración.
Hace mucho tiempo, escribí un relato y un colega me sugirió esta forma de
integrarlos. Probé, vi que estaba bien y decidí hacerlo siempre así.
¿Dónde, cuándo o a través de
qué imagen te tropezaste tú con estas tres mujeres que han dado origen a ‘La
ciudad’?
Como suelo decir no son
personajes reales, pero están llenos de realidad. Para construir el personaje
de Oliva, por desgracia, no tuve que esforzarme demasiado. Para Horía sí que hube
de documentarme mucho y no responde a una sola mujer en concreto. Leí bastantes
testimonios de mujeres marroquíes, trabajadoras temporeras en su mayoría, para perfilarla.
Me inspiraba mucho respeto, porque procede de una cultura, de una religión y
una lengua distintas y no quería equivocarme. Por último, Damaris me resultó
más fácil de construir, porque, aunque desconozco su realidad de primera mano,
se trata de una mujer que ha dedicado toda su vida a cuidados ajenos y es
completamente invisible. Y sobre esa figura he tenido ejemplos similares en mi
propia familia y en muchas otras, que me han servido de fuente de inspiración.
La vida
de Oliva, Horía y Damaris es dura, ¿en algún momento sus historias te han
sobrepasado y te han obligado a tomar distancia?
No
suelo tomar distancia, pero tampoco concibo la escritura como un sufrimiento.
Creo que lo duro de esas situaciones difíciles, que he podido atravesar durante
la escritura, es vivirlas de verdad. Cuando las escribes estás como
liberándote de ellas y ahí ya se produce un distanciamiento, porque enfocas los
hechos a través de la ficción que, al final, no es otra cosa que universalizar.
Cuando llegué al término de la novela, que le pertenece a Horía, y puse el
punto final, me eché a llorar como una magdalena. Fue como si la mirase a los
ojos por primera vez. Sentí mucha compasión hacia ella y me dije ¡qué vida de
mierda he contado! Y esa es la vida de un montón de mujeres, que yo he narrado
sentada a mi escritorio, desde el privilegio de la escritura, que me ha
permitido enriquecerme, aunque sea para hablar de situaciones dolorosas.
‘La ciudad’ te ha quedado como
el retrato vívido de una parte de la realidad social actual.
Sí, ¿verdad? Por desgracia. Es
triste que sea así.
Leemos en la novela que Madrid
es una ciudad fea, aunque "no esconde su fealdad". ¿Es esa tu opinión
o solo la de los personajes?
Sí, claro, aunque Madrid tiene
tantísimas realidades como habitantes y por muy dura que me pueda resultar a mí
esta ciudad, quien realmente lo pasa mal en ella no soy yo. He intentado
describirla desde el punto de vista de Horía, a la que le resulta un lugar
completamente extraño. Vive casi escondiéndose todo el tiempo y no le pertenece
ni el aire que respira. Yo vivía en La Latina y luego me mudé a Marqués de
Vadillo. La ciudad nos va a alejando del centro cada vez más, pero cuando todos
nos movemos, los del centro expulsamos a otras personas que, al final, no van a
tener un lugar a donde ir. También pienso cosas maravillosas de Madrid, que están
reflejadas en la novela, pero, por desgracia y dada la trayectoria de los
personajes, no he podido hablar de esos otros lugares estupendos porque no
venía a cuento.
El río divide Madrid en dos
partes: la de los ricos y la de los pobres. ¿Dónde confluyen esos estamentos
sociales?
Damaris es la que cruza el Manzanares
y vive esta situación, pero hay que dejar claro que, desde que hicieron Madrid
Río, se suavizó la otra ribera y la cosa ha cambiado un poco, aunque Carabanchel
sigue siendo Carabanchel. Allí la realidad es muy diferente. La gente se junta
en el centro, donde trabaja. Pero es una mezcla por cuestiones laborales. La
zona de la Puerta del Ángel y la que termina donde está el puente de Segovia es
un espacio mucho más gentrificado y con mayor diversidad. Pero si sigues
subiendo y pasas a Extremadura, la situación cambia otra vez.
El escenario más significativo
de ‘La ciudad’, aunque no el único, es la plaza de la Paja. ¿Qué significa este
territorio para ti?
Me parece la plaza más bonita
de Madrid, el símbolo de su cara más amable, el lugar en el que habita la parte
de la ciudad que más me gusta, la que parece un pueblo y la que está llena de
amigos que te tienden la mano en cualquier momento. Es verdad que también se
puede sufrir allí, pero yo la quiero mucho.
Max, la pareja de Oliva, es un
maltratador de manual. Su forma de maltrato es psicológica: desplantes,
silencios, negar ayuda, WhatsApps controladores… Es un poco como esos
interrogatorios que vemos en las películas, en las que los interrogadores
golpean al interrogado con toallas mojadas para no dejar huella en la
superficie. El daño va por dentro.
Sí, es un maltratador psicológico y eso es importante resaltarlo, aunque la paliza también puede suceder. Las relaciones de maltrato son siempre iguales y tienen doce o quince capítulos y, a lo peor, al último llegas muerta. Empieza ya desde el primer o segundo día, porque al principio han de preparar bien la cama, como se suele decir. Y esta situación no se ve desde fuera porque, además, la sociedad aún está muy poco preparada para detectarla. Por otro lado, la víctima siente vergüenza y culpa y es incapaz de contarle a nadie que sufre maltrato por parte de su pareja o abusos sexuales o bullying, porque tenemos un bloqueo social muy importante que nos impide denunciar. Cuando nos dan un tirón al bolso gritamos, resistimos y denunciamos sin vergüenza ninguna, pero cuando hay maltrato no lo hacemos. La consecuencia de todo esto es que el personaje de Oliva termina en un estado de nervios permanente y triste, tomando antidepresivos.
Leyendo el libro, he tenido la impresión de que todos, aunque sea de manera involuntaria, maltratamos a los demás con nuestros comportamientos y nuestras palabras. La violencia se ha integrado en nuestras vidas de modo silencioso y sin avisar.
Ese tipo de
violencia al que te refieres que, efectivamente, también quería retratar, se produce
porque la debilidad de la víctima es tan grande que le puede ocurrir cualquier
cosa, si no posee los recursos necesarios para salir de esa situación. Sin
embargo, lo que me interesaba más era contar que todos y todas podemos vivir un
diez por ciento de esa relación en muchísimas ocasiones, porque tenemos una
mala educación emocional y sexoafectiva, que procede de una cultura basada en
unos principios erróneos. No nos han enseñado a tratarnos desde la igualdad en
todos los sentidos. Debajo de esa dichosa frase que dice «quien bien te quiere
te hará llorar», que llevamos comprando tanto tiempo, ¿qué es lo que hay? Es
algo fortísimo y peligrosísimo. Tenemos naturalizados unos comportamientos que son
muy perversos y que hemos de cambiar. Están tan asumidos que, en algunos
momentos, las cosas se nos van de las manos y nos encontramos encerrados en un contexto
horrible, porque nos parecía que eso es lo normal, cuando no lo es.
Acabamos con la portada de la
novela: un rostro sin facciones, ¿ahí caben todas las mujeres?
Hay caben todas, sí. La
portada es una fotografía analógica. No es una ilustración, aunque a veces
puede parecerlo. Su autora es una artista madrileña, Irene Zottola, que lo hace
todo en analógico. Emulsiona el papel en sitios inverosímiles e interviene en
los negativos, como en este caso. Ha cortado el centro de la imagen y ha
pintado encima. Me parecía necesario que, si salía una imagen de mujer en la
portada, fuera capaz de aunar a las tres protagonistas, que son tan diferentes
entre sí. A las tres las une esa falta de rostro, esa mirada vigilante y esa
mano cogida en el pecho, y también la inquietud y una amenaza más que otra
cosa.
Herme Cerezo, Diario SIGLOXXI, 19/12/2022.