Fotografía: ©Isabel Wagemann |
de Navidad’ (Páginas de Espuma); después, de los relatos y la prosa de su autor, Pablo Andrés Escapa (Villaseca de Laciana, León, 1964). Más tarde comprendí que tenía entre mis manos un singular libro de cuentos. De la orden navideña o no. No importa, o importa poco. Son relatos excelentes en esencia, bellos, aptos para ser leídos a lo largo de los doce meses del año, sazonados con una justa dosis de inocencia. La nieve y sus huellas, silencios suspendidos, ángeles de paso, noches estrelladas, farolas de halo amarillo, trenes de vapor, el rey Baltasar en una cuenca minera, cenizas que iluminan la oscuridad, personajes de capa y chistera y pálidas sirenas… Todas estas criaturas y creaciones, y aún otras, pululan por las fábulas del escritor leonés, iluminadas por los dibujos, blanco y azul, negro y dorado de Lucie Duboeuf, que las ilustran con trazo sencillo, pero sugerente, efectivo, verosímil. Evocador. Pablo Andrés Escapa tuvo la amabilidad de responder a mis preguntas, con esmero y paciencia, igual que intuyo que compone sus cuentos. No hay más preámbulos. Dejo paso a esta conversación escrita en el último tercio del mes de marzo, cuando ya el sol y las flores han espantado a los copos más pertinaces y al frío. O, al menos, están en ello.
Pablo, si me permite jugar con su apellido, mi
primera cuestión es esta: ¿hacia dónde
se escapa Pablo Andrés con la escritura, con la literatura?
Pues valiéndome solo de Escapa huiría dejando
atrás a Andrés, que también es apellido, aunque pasa por nombre en casi todas
las listas y estanterías donde me veo alfabetizado. La verdad es que nunca he
sentido que escribir -voy a decir mejor fabular- sea una vía de escape.
Sujetarse a un texto, aceptar sus exigencias de verosimilitud y de ritmo
narrativo, encontrar el sentido de la fábula, administrar la invención, seguir
las intuiciones que la redacción sugiere cuando son significativas y renunciar
a caminos tentadores pero que se sospechan artificiales, son ejercicios que
afianzan el pensamiento lógico, no los intentos de fuga. Por otra parte,
siempre me ha parecido que el compromiso con la escritura es también un deber
con la vida, al menos para los que creemos que la fábula y la existencia van de
la mano y que imaginar es también una condición de vivir.
Usted es de León, ¿qué les dan de comer a los
leoneses para que tengan tan buenos escritores en su nómina: Luis Mateo Díez,
Andrés Trapiello, Julio Llamazares, Noemí Sabugal, César Gavela, usted mismo… y
muchos otros?
En León ha pervivido, quizá más que en otros sitios,
el gusto por contar de viva voz, por narrar viejas historias y por mezclarlas
en los acontecimientos de la vida, todo ello sin descuidar el manejo de
elementos maravillosos en el cuento con una naturalidad que no reclama
explicaciones. Una especie de versión mítica de lo evocado, un enredo solvente
entre lo legendario y lo cotidiano. Y a fuerza de ejercitarse así, creo
reconocer incluso una consciencia de esos modales imaginativos tanto en los que
cuentan como en los que escuchan. Esta última frase debiera enunciarla en
pasado para hacerla más justa, ya que la tradición oral ha ido decayendo
generación tras generación. Pero para su rescate o para su recreo nos queda la
literatura. Y esa literatura va creando una escuela. De manera que el caso
leonés se explicaría, primero, por la pervivencia de una costumbre que ha
permitido nutrir la imaginación de un modo particular -los filandones antiguos
con su patrimonio de recursos orales, su complicidad con lo fantástico, su
desenvoltura y su humor-, y después por el traslado al papel de aquellas
maneras aprendidas inicialmente de oídas. Los escritores de León -aquí me
parece más honesto extender la geografía a un Noroeste particularmente pródigo
en fábulas orales que acoge a Galicia, Asturias y el norte de Portugal-,
tenemos, así, una escuela que ha obrado, diríamos, por decantación al sublimar una
herencia cultural colectiva que hoy se va debilitando, pero que ha sabido
preservarse y rehacerse con recursos más sofisticados -más literarios- en la
escritura de cuentos y novelas. Entre los narradores leoneses yo creo
reconocer, así, una tendencia deliberada hacia el puro oficio de contar y a
hacerlo sin prescindir de un patrimonio heredado de recursos orales que orienta
con su magisterio esa voluntad narrativa.
Ha trabajado la novela, pero parece decantarse
preferentemente por el cuento, ¿qué le atrae de este género en particular?
Crecí oyendo cuentos de labios de mi padre, de
manera que saber eso evita muchas dudas sobre el origen de mi inclinación. Y
pronto fui también un lector que prefirió el género breve. No recuerdo que el
deslumbramiento tras la lectura de una novela fuera nunca mayor que el que me producía
un cuento que me hubiese gustado especialmente. Cuando empecé a escribir tendí
de manera natural a la brevedad y, por ese camino, a ir descubriendo un estilo
propio en el que la fascinación mediante el uso preciso y evocador de las
palabras fuese la principal voluntad ejercida sobre el texto. Más cerca, pues,
del efecto del poema que del de la novela, donde me parece que la intensidad de
lo narrado y la concisión para contar son menos urgentes.
¿Cómo surge un cuento en su mente? ¿Es un
chispazo? ¿Un cúmulo de sucesos? ¿Deja lo que está haciendo y se sienta a
escribir? ¿Lo hace del tirón y luego lo pule o lo escribe en varias jornadas?
Explíquenos un poco su proceso creativo.
Muchas veces la impronta es meramente verbal, una
frase que, en el mejor de los casos, lleva inserta ya una semilla narrativa. Le
pongo un ejemplo: yo escribí “Pájaro de barbería” -en realidad una novela
corta- porque se me ocurrió la frase inicial: “Pasan las generaciones y sigue
inmóvil el pájaro”. En estas pocas palabras yo preveía un relato algo enigmático
tras un inicio prometedor para los lectores, que querrían saber -o en eso confiaba
yo- por qué el pájaro no se movía. Generalmente obro así: unas palabras o una
imagen, a veces un objeto presumiblemente decisivo, que luego van derivando en
una trama que se alimenta del propio proceso de la escritura. Muy pocas veces
he escrito con un plan previo, sabiendo adónde debía desembocar el cuento. Pero
suele haber un momento, a cierta altura de lo escrito, en el que esa revelación
llega. El trabajo se centra entonces en no perder el pulso hasta alcanzar el
final y en no desatender a lo ya redactado, porque en lo hecho, si ha ido bien,
están ya sembradas las instrucciones del camino. Esta manera de escribir es
necesariamente lenta y reflexiva. Que el texto final no dé esa impresión porque
su lectura resulte ágil, será la constatación del oficio y, cómo no, de las
horas de trabajo hasta eliminar todo lo accesorio o hasta haber dado con un
tono -que es la relación que el escritor establece con su tema- que puede muy
bien ser el contrario, es decir, el de hacer valioso lo que se preveía
prescindible. Las digresiones, traídas a cuento, son también parte
irrenunciable del relato y de cierta manera de contar deudora, nuevamente, de
la oralidad.
«Por eso lees, lector incrédulo, que no hay tiempo
cabal para estas fábulas…», encontramos al final del volumen. ¿Estas ‘Herencias
del invierno. Cuentos de Navidad’ son buenas para ser leídas en cualquier
estación del año, tal y como afirma esa frase suya?
Mi intención es siempre que la fábula esté fuera
del tiempo de suerte que todo tiempo pueda ser el de la fábula. La frase que
menciona pertenece al colofón, es decir, a un espacio ajeno al cuento y es una
manera de reclamar que el territorio de lo ficticio viene a desbordar el
territorio de la narración para alcanzar la realidad y, si no es demasiado
pretender, transformarla. Digamos más modestamente desfigurarla.
Imagino que no puede usted explicar cómo surgen en
su cabeza esas construcciones, esas mezclas tan sabrosas de adjetivos y
nombres, comunes y propios, pero sí que nos puede decir ¿qué lecturas alimentan
su imaginación o, dicho de otro modo, cuáles son sus autores de cabecera?
Soy un lector plural pero también es cierto que
tengo cada vez más tendencia a releer. Y en esos regresos nunca me arrepiento
de reencontrarme con páginas de Cervantes y de Rafael Dieste, de Baroja y Juan
Ramón, de Borges y de Arreola, de Luis Mateo y de Landero, de Cunqueiro y de
Rulfo -tan dispares y tan imprescindibles en mis horas felices de lector-, de
Conrad y de Stevenson, de Cartarescu, de Juan Eduardo Zúñiga, de Chéjov, de
Cheever, de Marsé, de Torga… La nómina podría seguir alargándose pero el
criterio sería siempre el mismo: en la escritura de todos los autores que admiro
he encontrado siempre una exigencia que me comprometía como escritor. Una
exigencia ética que pasa por el respeto a la lengua como instrumento de
trabajo.
Su manera de escribir le aporta al lector giros,
usos y significados perdidos de algunas palabras que hemos ido abandonando,
¿existe por su parte un intento de reivindicarlas, de rescatarlas del olvido?
Escribir es un ejercicio de rescate, aunque no sea
más que por la deuda que la ficción tiene contraída con la memoria. Pero
también hay una voluntad de estilo en esas recuperaciones y hasta de decoro,
porque ciertas palabras, puestas en boca de un personaje, lo definen y lo
establecen con más crédito en el imaginario del lector. Recuerdo algo que
escribió Piglia que tendría que ver -o así me lo parece- con la voluntad de
recuperar palabras. Lo digo por lo que esos rescates hacen a la hora de distanciar
al escritor de los usos oficiales del lenguaje: “la literatura está siempre
fuera de contexto y siempre es inactual”. Es cierto. Esa es, precisamente, su defensa
contra la caducidad.
¿Cómo surgió la idea de escribir un libro de relatos
navideños?
El origen estuvo en un encargo que a veces temo
haber prolongado más de lo razonable. Hace veinticinco años, María Luisa
López-Vidriero, directora entonces de la Real Biblioteca, me pidió que escribiera
un cuento de Navidad para Avisos, un boletín con noticias, reseñas y
artículos vinculado a los fondos de la Biblioteca. Lo cierto es que aquel
intento inicial me abrió un camino narrativo que no previa tan pródigo. El
compromiso navideño con la revista fue derivando también en una manera de
probarme como narrador al tener que escribir sujeto a las exigencias de un
género. Y pronto descubrí que aquel compromiso personal con la fábula iba
creciendo además con la expectativa de los lectores, un grupo de amigos que
leían aquellos cuentos de invierno al parecer con gusto, que incluso los
esperaban cada diciembre y me preguntaban por la nueva entrega cada vez con más
antelación. De manera que la escritura de estos relatos, que empezó siendo,
como le decía, un encargo, derivó en un modo de honrar la amistad de un puñado
de lectores sujeto a un calendario invernal.
La presentación de estas ‘Herencias del invierno’
es preciosa. Tengo entendido que la ilustradora de los cuentos, Lucie Duboeuf,
y usted no se conocían de antemano y han trabajado por separado. ¿Qué tal ha
resultado la experiencia? ¿Qué le parecen sus ilustraciones, construidas en
tonos dorados, blancos, negros y grises? ¿Reflejan bien el espíritu de sus
cuentos?
Lucie y yo nos comunicábamos cuando hacía falta, a
partir de los primeros bocetos que ella hizo. De entrada, no le di ninguna
indicación -temática, quiero decir, nunca se me habría ocurrido meterme en
cuestiones técnicas de un oficio que jamás dudé que ella supiera dominar-
porque mi deseo era que primero fuese lectora. Con las primeras pruebas ya hubo
posibilidad de entrar en detalles, pero fueron por mi parte meras orientaciones
sobre la posibilidad de ilustrar un determinado aspecto o de recrear una escena
o un personaje. Fue sencillo. Lucie ya había coincidido varias veces en la
selección de lo que iba a dibujar con lo que yo le habría propuesto. Y cuando
no fue así, el resultado me gustó tanto o más. La preferencia por los dorados
me parece un acierto absoluto porque el resultado es sutil, cálido y elegante.
No hay estridencias en la ilustración y sí una especie de reposo que se
concilia muy bien con la atmósfera y los ánimos que predominan en
los cuentos: mucho silencio expectante para escuchar, la nieve cayendo sin prisas, los
cielos estrellados, un hombre que atiende a una lejanía. Yo encuentro una
especie de suspensión en los dibujos, de voluntaria abstinencia por reflejar
demasiadas cosas.
¿Hemos perdido la magia de la Navidad, que reflejan
tan bien sus cuentos? ¿Qué nos queda de la Navidad que vivimos cuando éramos
pequeños?
No creo que haya una Navidad canónica. Cada uno
lleva la suya en su memoria, de manera que siempre es propia y distinta a la de
otro. La Navidad es un estado de ánimo y allá cada uno con la conformidad de
esa impresión, que será mágica en algunos casos y terrible o desventurada en
otros. Pero sí diría que hay algunas actitudes vinculadas a la percepción de la
Navidad que parecen alcanzar un grado de acuerdo colectivo poco común. Para mí
la más universal de esas experiencias es una propensión franca hacia la
ingenuidad y el candor. Una disposición a aceptar lo extraordinario sin
resabios.
¿Esa magia debería acompañarnos durante los doce
meses del año?
No estaría mal. De algún modo nos consolaría de
ciertas carencias de la vida como también lo hace un buen libro, una buena
partitura, un buen cuadro… Lo de la magia -una palabra siempre asociada a la
Navidad- es una manera de apelar a la suspensión de los ánimos necesaria para
acceder a formas menos vulgares de la realidad.
La nostalgia está presente en sus cuentos. La
verdad es que no sabría diferenciar muy bien si es nostalgia o melancolía, o
ambas cosas. En cualquier caso, ¿qué significan para usted estos términos?
Yo diría que esos sentimientos son indisociables
de la edad, de la conciencia del paso del tiempo. A lo mejor la melancolía no
es más que un ajuste de cuentas, una manera de atender al pasado que en el caso
de la escritura implica un compromiso con la memoria, con hacerla significativa
mediante la emoción. Sin ese tránsito, la melancolía se quedaría en acta
notarial, no en fábula.
Ilustración de Lucie Duboeuf |
atrevería Vd a etiquetarlas de alguna manera?
El realismo mágico es un marchamo demasiado
artificioso -su fabricación fue en realidad una estrategia editorial muy bien
administrada para promocionar un tipo de escritura y sus réditos comerciales-
que traiciona un poco lo más elemental: la deuda con lo maravilloso, que es
universal y anterior al realismo mágico. ‘Herencias del invierno’ es un título
más en esa larga tradición.
Al leer el libro vemos la nieve, la pisamos, la
escuchamos. Suena ineludible. ¿Como escritor, necesita la nieve para dar una
mayor credibilidad a estas historias? ¿Escribe Vd más cómodo con frío, nieve,
que con calor, sol?
Dado el título del libro y su materia es evidente
que la nieve y el frío han de hallar mejor acomodo que el sol y el calor entre
sus páginas. Pintar el invierno haciendo de él otro personaje es una manera de
dotar de verosimilitud a los argumentos de estos relatos mediante el recurso a
una ambientación precisa. Luego está mi deuda personal con los recuerdos: crecí
en un pueblo de la montaña leonesa y en evocar la nieve no hay impostura, ni
siquiera comodidad para aceptar una versión tópica de las navidades, que entre
nosotros es prioritariamente nórdica y blanca. Hay, en mi caso, una voluntad
testimonial al invocar la nieve, quizá un asomo de nostalgia por su asociación
con mi infancia. En mi pueblo nevaba mucho, tanto que no ha dejado de nevar en
mi memoria desde entonces. Debió de advertirlo también Lucie, que ha llenado de
nieve este libro. Antes de abrirlo ya estamos viendo caer los copos en la cubierta.
Pero creo que es justo añadir algo más: la nieve es poética y su presencia
invita al recogimiento. Muchos de los cuentos de ‘Herencias del invierno’
arrancan con la pintura de un estado anímico, el de unos personajes entregados
a la contemplación de la nevada y propensos a admitir que tras ese prodigio
bien pueden llegar otros, como si fuera la nieve la que convoca un estado de
milagro.
Por estas páginas desfila la figura de los Reyes
Magos, otro elemento consustancial a la Navidad. ¿Los cuentos sobre Sus
Majestades constituyen casi un género propio dentro del mundo de los relatos
navideños?
Sí, y es el que prefiero dentro de las posibles
materias a la que uno puede recurrir cuando aborda un relato navideño. Los tres
de Oriente ya llevan implícita la capacidad de fascinar en su mera apelación:
son reyes y son magos. Con semejante bagaje es casi forzoso que un cuento que
los acoja debe ofrecer elementos vinculados al prodigio. Y a mí siempre me
gustó la crónica de lo prodigioso a la hora de fabular.
En algunas latitudes Sus Majestades viajan por
barco o por globo. Aquí el rey Baltasar llega en un tren minero. ¿Realmente
Baltasar es experto en carbones o, simplemente, se trata de una asociación de
ideas?
Se trata, de nuevo, de ser fiel a la memoria, ese
depósito que, fermentado -esto lo dice Lobo Antunes- es el alma de la
imaginación. Crecí en un pueblo minero del valle de Laciana y aunque nunca vi
que se recreara la visita de los Reyes recurriendo al tren de vapor que llegaba
hasta allí, nada más natural que ofrecer ese transporte a Sus Majestades si el
cuento ocurre en ese espacio. Mejor, desde luego, un tren antiguo que uno de
esos helicópteros que a veces se ven en la televisión vomitando a los tres
reyes, comprometiendo su compostura, pendientes señores tan principales de que
no se les vuelen las coronas. Por otra parte, está esa sorprendente querencia
popular en la tradición española de hacer de don Baltasar un repartidor de
carbones. ¿No iba a ser, pues, un tren minero el mejor vehículo para que se
apeara de él un rey con tal encomienda?
¿Es verdad que la Noche de Reyes es tan mágica,
tan especial, que hasta las olas se aquietan para no molestar?
Es verdad en la fábula, por tanto, ha de hacerse
cierto para el lector, o mal fabulador sería quien alumbró esa imagen sin
saberla luego defender.
En el cuento ‘Nudos’ encontramos la descripción de
la sensación/frustración que nos embarga cuando alguien nos desvela la verdad
sobre los Magos de Oriente. ¿Si exceptuamos enfermedades o fallecimientos, la
constatación de esa verdad es el «primer palo» importante que nos llevamos en
esta vida? ¿Significa la pérdida de nuestra inocencia?
El rescate de la inocencia
es, posiblemente, el gran tema de la literatura navideña. Y tanto como el
rescate su vacilación o su amenaza. La Navidad, con su caudal de magias
renovadas y asumidas, con sus ceremonias y su exaltación de ilusiones, es una
experiencia sujeta a plazo de caducidad. Llegará un día en el que la fábula heredada
durante años sin dudar acabará suscitando dudas. El tránsito de la infancia a
la adolescencia a través de un desengaño es uno de los ingresos más precoces
que puede haber en la edad adulta y pocos hechos lo ilustran de manera más
ejemplar que el descrédito de los Reyes Magos. Tres figuras míticas, tres reyes
eternos, tres encarnaciones del misterio y la bondad, de pronto se reducen a un
puro engaño. Y es tanta la desilusión que da paso al desconcierto, a una ira
confusa, porque apunta hacia los padres y los señala en una situación en la que
mentían por piedad. Por eso, a diferencia de otras mentiras, en el caso de los
Reyes descubrir el embuste trae aparejada una oportunidad de redención. Y es
una redención magnífica porque valida el ingreso pleno en la madurez sin
renunciar a seguir sosteniendo un sueño exclusivo de la infancia. Una de las
mejores herencias del invierno.
Igual que la nieve, las estrellas brillan también
en estas páginas con frecuencia. ¿Qué papel juegan en su literatura? ¿Le sirven
de inspiración?
Las estrellas, igual que la nieve, la escarcha, el
vaho que un aliento deja en el cristal o una lumbre en medio de la noche, son
recursos que contribuyen a crear una ambientación. Pero yo creo que también una
suspensión de los ánimos. Las estrellas nos levantan del suelo, nos elevan la
mirada, nos predisponen, pues, a atender a una realidad lejana con una vocación
soñadora. También pueden inspirar soledades y vacilaciones. Una estrella
orientó los pasos de los Reyes Magos, cuyo viaje es el ejercicio de una fe en
algo que solo se intuye, una esperanza de reconocer en algún momento del camino
lo que no se acaba de descifrar cuando se emprende, algo que, una vez
contemplado, puede transformar la existencia. Todos esos afanes gravitan sobre cualquier
personaje que deambule bajo el brillo de las estrellas en busca de hacer cierta
una ilusión.
Y la última por hoy: ¿dónde queda Pablo Andrés
Escapa dentro de ‘Herencias del invierno. Cuentos de Navidad’?
Creo que he sido el prolongador de una hermosa
herencia que recibí de mi padre: entre los muchos cuentos que le oí de niño,
recuerdo con especial emoción los que se le ocurrían vinculados a la Navidad.
Los míos no se parecen a los suyos pero a su voz debo el aprendizaje más
temprano y más perenne que puedo recordar de lo maravilloso. Será por eso que
aceptar el milagro es la condición que mejor redime la existencia de los
personajes que van y vienen por las páginas de estas ‘Herencias del invierno’.
Herme Cerezo – Diario SIGLO XXI/27/03/2023