«Desde su agujero de arcilla escuchó el eco de las voces que lo llamaban y, como si de grillos se tratara, intentó ubicar a cada hombre dentro de los límites del olivar» (Jesús Carrasco, Intemperie)

lunes, 27 de marzo de 2023

Pablo Andrés Escapa: «Escribir es un ejercicio de rescate, aunque no sea más que por la deuda que la ficción tiene contraída con la memoria»

Fotografía: ©Isabel Wagemann
Nº 656.- En primer lugar, me prendé de la portada de ‘Herencias de invierno. Cuentos
de Navidad’ (Páginas de Espuma); después, de los relatos y la prosa de su autor, Pablo Andrés Escapa (Villaseca de Laciana, León, 1964). Más tarde comprendí que tenía entre mis manos un singular libro de cuentos. De la orden navideña o no. No importa, o importa poco. Son relatos excelentes en esencia, bellos, aptos para ser leídos a lo largo de los doce meses del año, sazonados con una justa dosis de inocencia. La nieve y sus huellas, silencios suspendidos, ángeles de paso, noches estrelladas, farolas de halo amarillo, trenes de vapor, el rey Baltasar en una cuenca minera, cenizas que iluminan la oscuridad, personajes de capa y chistera y pálidas sirenas… Todas estas criaturas y creaciones, y aún otras, pululan por las fábulas del escritor leonés, iluminadas por los dibujos, blanco y azul, negro y dorado de Lucie Duboeuf, que las ilustran con trazo sencillo, pero sugerente, efectivo, verosímil. Evocador. Pablo Andrés Escapa tuvo la amabilidad de responder a mis preguntas, con esmero y paciencia, igual que intuyo que compone sus cuentos. No hay más preámbulos. Dejo paso a esta conversación escrita en el último tercio del mes de marzo, cuando ya el sol y las flores han espantado a los copos más pertinaces y al frío. O, al menos, están en ello.

Pablo, si me permite jugar con su apellido, mi primera cuestión es  esta: ¿hacia dónde se escapa Pablo Andrés con la escritura, con la literatura?

Pues valiéndome solo de Escapa huiría dejando atrás a Andrés, que también es apellido, aunque pasa por nombre en casi todas las listas y estanterías donde me veo alfabetizado. La verdad es que nunca he sentido que escribir -voy a decir mejor fabular- sea una vía de escape. Sujetarse a un texto, aceptar sus exigencias de verosimilitud y de ritmo narrativo, encontrar el sentido de la fábula, administrar la invención, seguir las intuiciones que la redacción sugiere cuando son significativas y renunciar a caminos tentadores pero que se sospechan artificiales, son ejercicios que afianzan el pensamiento lógico, no los intentos de fuga. Por otra parte, siempre me ha parecido que el compromiso con la escritura es también un deber con la vida, al menos para los que creemos que la fábula y la existencia van de la mano y que imaginar es también una condición de vivir.

Usted es de León, ¿qué les dan de comer a los leoneses para que tengan tan buenos escritores en su nómina: Luis Mateo Díez, Andrés Trapiello, Julio Llamazares, Noemí Sabugal, César Gavela, usted mismo… y muchos otros?

En León ha pervivido, quizá más que en otros sitios, el gusto por contar de viva voz, por narrar viejas historias y por mezclarlas en los acontecimientos de la vida, todo ello sin descuidar el manejo de elementos maravillosos en el cuento con una naturalidad que no reclama explicaciones. Una especie de versión mítica de lo evocado, un enredo solvente entre lo legendario y lo cotidiano. Y a fuerza de ejercitarse así, creo reconocer incluso una consciencia de esos modales imaginativos tanto en los que cuentan como en los que escuchan. Esta última frase debiera enunciarla en pasado para hacerla más justa, ya que la tradición oral ha ido decayendo generación tras generación. Pero para su rescate o para su recreo nos queda la literatura. Y esa literatura va creando una escuela. De manera que el caso leonés se explicaría, primero, por la pervivencia de una costumbre que ha permitido nutrir la imaginación de un modo particular -los filandones antiguos con su patrimonio de recursos orales, su complicidad con lo fantástico, su desenvoltura y su humor-, y después por el traslado al papel de aquellas maneras aprendidas inicialmente de oídas. Los escritores de León -aquí me parece más honesto extender la geografía a un Noroeste particularmente pródigo en fábulas orales que acoge a Galicia, Asturias y el norte de Portugal-, tenemos, así, una escuela que ha obrado, diríamos, por decantación al sublimar una herencia cultural colectiva que hoy se va debilitando, pero que ha sabido preservarse y rehacerse con recursos más sofisticados -más literarios- en la escritura de cuentos y novelas. Entre los narradores leoneses yo creo reconocer, así, una tendencia deliberada hacia el puro oficio de contar y a hacerlo sin prescindir de un patrimonio heredado de recursos orales que orienta con su magisterio esa voluntad narrativa.

Ha trabajado la novela, pero parece decantarse preferentemente por el cuento, ¿qué le atrae de este género en particular?

Crecí oyendo cuentos de labios de mi padre, de manera que saber eso evita muchas dudas sobre el origen de mi inclinación. Y pronto fui también un lector que prefirió el género breve. No recuerdo que el deslumbramiento tras la lectura de una novela fuera nunca mayor que el que me producía un cuento que me hubiese gustado especialmente. Cuando empecé a escribir tendí de manera natural a la brevedad y, por ese camino, a ir descubriendo un estilo propio en el que la fascinación mediante el uso preciso y evocador de las palabras fuese la principal voluntad ejercida sobre el texto. Más cerca, pues, del efecto del poema que del de la novela, donde me parece que la intensidad de lo narrado y la concisión para contar son menos urgentes.  

¿Cómo surge un cuento en su mente? ¿Es un chispazo? ¿Un cúmulo de sucesos? ¿Deja lo que está haciendo y se sienta a escribir? ¿Lo hace del tirón y luego lo pule o lo escribe en varias jornadas? Explíquenos un poco su proceso creativo.

Muchas veces la impronta es meramente verbal, una frase que, en el mejor de los casos, lleva inserta ya una semilla narrativa. Le pongo un ejemplo: yo escribí “Pájaro de barbería” -en realidad una novela corta- porque se me ocurrió la frase inicial: “Pasan las generaciones y sigue inmóvil el pájaro”. En estas pocas palabras yo preveía un relato algo enigmático tras un inicio prometedor para los lectores, que querrían saber -o en eso confiaba yo- por qué el pájaro no se movía. Generalmente obro así: unas palabras o una imagen, a veces un objeto presumiblemente decisivo, que luego van derivando en una trama que se alimenta del propio proceso de la escritura. Muy pocas veces he escrito con un plan previo, sabiendo adónde debía desembocar el cuento. Pero suele haber un momento, a cierta altura de lo escrito, en el que esa revelación llega. El trabajo se centra entonces en no perder el pulso hasta alcanzar el final y en no desatender a lo ya redactado, porque en lo hecho, si ha ido bien, están ya sembradas las instrucciones del camino. Esta manera de escribir es necesariamente lenta y reflexiva. Que el texto final no dé esa impresión porque su lectura resulte ágil, será la constatación del oficio y, cómo no, de las horas de trabajo hasta eliminar todo lo accesorio o hasta haber dado con un tono -que es la relación que el escritor establece con su tema- que puede muy bien ser el contrario, es decir, el de hacer valioso lo que se preveía prescindible. Las digresiones, traídas a cuento, son también parte irrenunciable del relato y de cierta manera de contar deudora, nuevamente, de la oralidad.



«Por eso lees, lector incrédulo, que no hay tiempo cabal para estas fábulas…», encontramos al final del volumen. ¿Estas ‘Herencias del invierno. Cuentos de Navidad’ son buenas para ser leídas en cualquier estación del año, tal y como afirma esa frase suya?

Mi intención es siempre que la fábula esté fuera del tiempo de suerte que todo tiempo pueda ser el de la fábula. La frase que menciona pertenece al colofón, es decir, a un espacio ajeno al cuento y es una manera de reclamar que el territorio de lo ficticio viene a desbordar el territorio de la narración para alcanzar la realidad y, si no es demasiado pretender, transformarla. Digamos más modestamente desfigurarla.

Imagino que no puede usted explicar cómo surgen en su cabeza esas construcciones, esas mezclas tan sabrosas de adjetivos y nombres, comunes y propios, pero sí que nos puede decir ¿qué lecturas alimentan su imaginación o, dicho de otro modo, cuáles son sus autores de cabecera?

Soy un lector plural pero también es cierto que tengo cada vez más tendencia a releer. Y en esos regresos nunca me arrepiento de reencontrarme con páginas de Cervantes y de Rafael Dieste, de Baroja y Juan Ramón, de Borges y de Arreola, de Luis Mateo y de Landero, de Cunqueiro y de Rulfo -tan dispares y tan imprescindibles en mis horas felices de lector-, de Conrad y de Stevenson, de Cartarescu, de Juan Eduardo Zúñiga, de Chéjov, de Cheever, de Marsé, de Torga… La nómina podría seguir alargándose pero el criterio sería siempre el mismo: en la escritura de todos los autores que admiro he encontrado siempre una exigencia que me comprometía como escritor. Una exigencia ética que pasa por el respeto a la lengua como instrumento de trabajo.

Su manera de escribir le aporta al lector giros, usos y significados perdidos de algunas palabras que hemos ido abandonando, ¿existe por su parte un intento de reivindicarlas, de rescatarlas del olvido?

Escribir es un ejercicio de rescate, aunque no sea más que por la deuda que la ficción tiene contraída con la memoria. Pero también hay una voluntad de estilo en esas recuperaciones y hasta de decoro, porque ciertas palabras, puestas en boca de un personaje, lo definen y lo establecen con más crédito en el imaginario del lector. Recuerdo algo que escribió Piglia que tendría que ver -o así me lo parece- con la voluntad de recuperar palabras. Lo digo por lo que esos rescates hacen a la hora de distanciar al escritor de los usos oficiales del lenguaje: “la literatura está siempre fuera de contexto y siempre es inactual”. Es cierto. Esa es, precisamente, su defensa contra la caducidad.

¿Cómo surgió la idea de escribir un libro de relatos navideños?

El origen estuvo en un encargo que a veces temo haber prolongado más de lo razonable. Hace veinticinco años, María Luisa López-Vidriero, directora entonces de la Real Biblioteca, me pidió que escribiera un cuento de Navidad para Avisos, un boletín con noticias, reseñas y artículos vinculado a los fondos de la Biblioteca. Lo cierto es que aquel intento inicial me abrió un camino narrativo que no previa tan pródigo. El compromiso navideño con la revista fue derivando también en una manera de probarme como narrador al tener que escribir sujeto a las exigencias de un género. Y pronto descubrí que aquel compromiso personal con la fábula iba creciendo además con la expectativa de los lectores, un grupo de amigos que leían aquellos cuentos de invierno al parecer con gusto, que incluso los esperaban cada diciembre y me preguntaban por la nueva entrega cada vez con más antelación. De manera que la escritura de estos relatos, que empezó siendo, como le decía, un encargo, derivó en un modo de honrar la amistad de un puñado de lectores sujeto a un calendario invernal.

La presentación de estas ‘Herencias del invierno’ es preciosa. Tengo entendido que la ilustradora de los cuentos, Lucie Duboeuf, y usted no se conocían de antemano y han trabajado por separado. ¿Qué tal ha resultado la experiencia? ¿Qué le parecen sus ilustraciones, construidas en tonos dorados, blancos, negros y grises? ¿Reflejan bien el espíritu de sus cuentos?

Lucie y yo nos comunicábamos cuando hacía falta, a partir de los primeros bocetos que ella hizo. De entrada, no le di ninguna indicación -temática, quiero decir, nunca se me habría ocurrido meterme en cuestiones técnicas de un oficio que jamás dudé que ella supiera dominar- porque mi deseo era que primero fuese lectora. Con las primeras pruebas ya hubo posibilidad de entrar en detalles, pero fueron por mi parte meras orientaciones sobre la posibilidad de ilustrar un determinado aspecto o de recrear una escena o un personaje. Fue sencillo. Lucie ya había coincidido varias veces en la selección de lo que iba a dibujar con lo que yo le habría propuesto. Y cuando no fue así, el resultado me gustó tanto o más. La preferencia por los dorados me parece un acierto absoluto porque el resultado es sutil, cálido y elegante. No hay estridencias en la ilustración y sí una especie de reposo que se concilia muy bien con   la atmósfera y los ánimos que predominan en los cuentos: mucho silencio expectante para escuchar, la nieve cayendo sin prisas, los cielos estrellados, un hombre que atiende a una lejanía. Yo encuentro una especie de suspensión en los dibujos, de voluntaria abstinencia por reflejar demasiadas cosas.

¿Hemos perdido la magia de la Navidad, que reflejan tan bien sus cuentos? ¿Qué nos queda de la Navidad que vivimos cuando éramos pequeños?

No creo que haya una Navidad canónica. Cada uno lleva la suya en su memoria, de manera que siempre es propia y distinta a la de otro. La Navidad es un estado de ánimo y allá cada uno con la conformidad de esa impresión, que será mágica en algunos casos y terrible o desventurada en otros. Pero sí diría que hay algunas actitudes vinculadas a la percepción de la Navidad que parecen alcanzar un grado de acuerdo colectivo poco común. Para mí la más universal de esas experiencias es una propensión franca hacia la ingenuidad y el candor. Una disposición a aceptar lo extraordinario sin resabios.

¿Esa magia debería acompañarnos durante los doce meses del año?

No estaría mal. De algún modo nos consolaría de ciertas carencias de la vida como también lo hace un buen libro, una buena partitura, un buen cuadro… Lo de la magia -una palabra siempre asociada a la Navidad- es una manera de apelar a la suspensión de los ánimos necesaria para acceder a formas menos vulgares de la realidad.

La nostalgia está presente en sus cuentos. La verdad es que no sabría diferenciar muy bien si es nostalgia o melancolía, o ambas cosas. En cualquier caso, ¿qué significan para usted estos términos?

Yo diría que esos sentimientos son indisociables de la edad, de la conciencia del paso del tiempo. A lo mejor la melancolía no es más que un ajuste de cuentas, una manera de atender al pasado que en el caso de la escritura implica un compromiso con la memoria, con hacerla significativa mediante la emoción. Sin ese tránsito, la melancolía se quedaría en acta notarial, no en fábula.

Ilustración de Lucie Duboeuf
Hablamos de magia, ¿cuánto de realismo mágico hay en estas fábulas? ¿Se
atrevería Vd a etiquetarlas de alguna manera?

El realismo mágico es un marchamo demasiado artificioso -su fabricación fue en realidad una estrategia editorial muy bien administrada para promocionar un tipo de escritura y sus réditos comerciales- que traiciona un poco lo más elemental: la deuda con lo maravilloso, que es universal y anterior al realismo mágico. ‘Herencias del invierno’ es un título más en esa larga tradición.

Al leer el libro vemos la nieve, la pisamos, la escuchamos. Suena ineludible. ¿Como escritor, necesita la nieve para dar una mayor credibilidad a estas historias? ¿Escribe Vd más cómodo con frío, nieve, que con calor, sol?

Dado el título del libro y su materia es evidente que la nieve y el frío han de hallar mejor acomodo que el sol y el calor entre sus páginas. Pintar el invierno haciendo de él otro personaje es una manera de dotar de verosimilitud a los argumentos de estos relatos mediante el recurso a una ambientación precisa. Luego está mi deuda personal con los recuerdos: crecí en un pueblo de la montaña leonesa y en evocar la nieve no hay impostura, ni siquiera comodidad para aceptar una versión tópica de las navidades, que entre nosotros es prioritariamente nórdica y blanca. Hay, en mi caso, una voluntad testimonial al invocar la nieve, quizá un asomo de nostalgia por su asociación con mi infancia. En mi pueblo nevaba mucho, tanto que no ha dejado de nevar en mi memoria desde entonces. Debió de advertirlo también Lucie, que ha llenado de nieve este libro. Antes de abrirlo ya estamos viendo caer los copos en la cubierta. Pero creo que es justo añadir algo más: la nieve es poética y su presencia invita al recogimiento. Muchos de los cuentos de ‘Herencias del invierno’ arrancan con la pintura de un estado anímico, el de unos personajes entregados a la contemplación de la nevada y propensos a admitir que tras ese prodigio bien pueden llegar otros, como si fuera la nieve la que convoca un estado de milagro.

Por estas páginas desfila la figura de los Reyes Magos, otro elemento consustancial a la Navidad. ¿Los cuentos sobre Sus Majestades constituyen casi un género propio dentro del mundo de los relatos navideños?

Sí, y es el que prefiero dentro de las posibles materias a la que uno puede recurrir cuando aborda un relato navideño. Los tres de Oriente ya llevan implícita la capacidad de fascinar en su mera apelación: son reyes y son magos. Con semejante bagaje es casi forzoso que un cuento que los acoja debe ofrecer elementos vinculados al prodigio. Y a mí siempre me gustó la crónica de lo prodigioso a la hora de fabular.

En algunas latitudes Sus Majestades viajan por barco o por globo. Aquí el rey Baltasar llega en un tren minero. ¿Realmente Baltasar es experto en carbones o, simplemente, se trata de una asociación de ideas?

Se trata, de nuevo, de ser fiel a la memoria, ese depósito que, fermentado -esto lo dice Lobo Antunes- es el alma de la imaginación. Crecí en un pueblo minero del valle de Laciana y aunque nunca vi que se recreara la visita de los Reyes recurriendo al tren de vapor que llegaba hasta allí, nada más natural que ofrecer ese transporte a Sus Majestades si el cuento ocurre en ese espacio. Mejor, desde luego, un tren antiguo que uno de esos helicópteros que a veces se ven en la televisión vomitando a los tres reyes, comprometiendo su compostura, pendientes señores tan principales de que no se les vuelen las coronas. Por otra parte, está esa sorprendente querencia popular en la tradición española de hacer de don Baltasar un repartidor de carbones. ¿No iba a ser, pues, un tren minero el mejor vehículo para que se apeara de él un rey con tal encomienda?

¿Es verdad que la Noche de Reyes es tan mágica, tan especial, que hasta las olas se aquietan para no molestar?

Es verdad en la fábula, por tanto, ha de hacerse cierto para el lector, o mal fabulador sería quien alumbró esa imagen sin saberla luego defender.

En el cuento ‘Nudos’ encontramos la descripción de la sensación/frustración que nos embarga cuando alguien nos desvela la verdad sobre los Magos de Oriente. ¿Si exceptuamos enfermedades o fallecimientos, la constatación de esa verdad es el «primer palo» importante que nos llevamos en esta vida? ¿Significa la pérdida de nuestra inocencia?

El rescate de la inocencia es, posiblemente, el gran tema de la literatura navideña. Y tanto como el rescate su vacilación o su amenaza. La Navidad, con su caudal de magias renovadas y asumidas, con sus ceremonias y su exaltación de ilusiones, es una experiencia sujeta a plazo de caducidad. Llegará un día en el que la fábula heredada durante años sin dudar acabará suscitando dudas. El tránsito de la infancia a la adolescencia a través de un desengaño es uno de los ingresos más precoces que puede haber en la edad adulta y pocos hechos lo ilustran de manera más ejemplar que el descrédito de los Reyes Magos. Tres figuras míticas, tres reyes eternos, tres encarnaciones del misterio y la bondad, de pronto se reducen a un puro engaño. Y es tanta la desilusión que da paso al desconcierto, a una ira confusa, porque apunta hacia los padres y los señala en una situación en la que mentían por piedad. Por eso, a diferencia de otras mentiras, en el caso de los Reyes descubrir el embuste trae aparejada una oportunidad de redención. Y es una redención magnífica porque valida el ingreso pleno en la madurez sin renunciar a seguir sosteniendo un sueño exclusivo de la infancia. Una de las mejores herencias del invierno.

Igual que la nieve, las estrellas brillan también en estas páginas con frecuencia. ¿Qué papel juegan en su literatura? ¿Le sirven de inspiración?

Las estrellas, igual que la nieve, la escarcha, el vaho que un aliento deja en el cristal o una lumbre en medio de la noche, son recursos que contribuyen a crear una ambientación. Pero yo creo que también una suspensión de los ánimos. Las estrellas nos levantan del suelo, nos elevan la mirada, nos predisponen, pues, a atender a una realidad lejana con una vocación soñadora. También pueden inspirar soledades y vacilaciones. Una estrella orientó los pasos de los Reyes Magos, cuyo viaje es el ejercicio de una fe en algo que solo se intuye, una esperanza de reconocer en algún momento del camino lo que no se acaba de descifrar cuando se emprende, algo que, una vez contemplado, puede transformar la existencia. Todos esos afanes gravitan sobre cualquier personaje que deambule bajo el brillo de las estrellas en busca de hacer cierta una ilusión.

Y la última por hoy: ¿dónde queda Pablo Andrés Escapa dentro de ‘Herencias del invierno. Cuentos de Navidad’?

Creo que he sido el prolongador de una hermosa herencia que recibí de mi padre: entre los muchos cuentos que le oí de niño, recuerdo con especial emoción los que se le ocurrían vinculados a la Navidad. Los míos no se parecen a los suyos pero a su voz debo el aprendizaje más temprano y más perenne que puedo recordar de lo maravilloso. Será por eso que aceptar el milagro es la condición que mejor redime la existencia de los personajes que van y vienen por las páginas de estas ‘Herencias del invierno’.

Herme Cerezo – Diario SIGLO XXI/27/03/2023