Pasó por València Gustavo Rodríguez, para hablar de su libro ‘Cien cuyes’, galardonado con el Premio Alfaguara de Novela 2023.
Nº 657.- Con la tarde empezando a caer, acudí a la Estación del AVE de Pintor Sorolla. Allí estaba citado con Gustavo Rodríguez (Lima, 1968), antiguo publicista y ahora escritor, ganador del Premio Alfaguara 2023 con su novela ‘Cien cuyes’. Tras una jornada intensa de entrevistas en València, Gustavo llegaba un poco cansado, pero tuvo fuerzas para charlar un buen rato sobre su libro. Dos cortados nos acompañaron en nuestro recorrido por su obra galardonada, en la que nos habla de Eufrasia, una cuidadora de ancianos de la ciudad de Lima, cuya peripecia con doña Carmen, el doctor Harrison y Los Siete Magníficos −poco que ver con los personajes de la película excepto en su número−, la conducirá a una encrucijada existencial insospechada para ella. Los temas de la ancianidad, la muerte y la dignidad humana se dan cita en las páginas de ‘Cien cuyes’, novela tragicómica en definición acertada, creo, del jurado que le otorgó el premio. Sin más preámbulos, el piloto rojo de la grabadora otorgó su placet para comenzar.
Gustavo, ¿por qué ha
sido importante para ti ganar el Premio Alfaguara 2023?
Ganar el Premio Alfaguara ha significado para mí el
sello de confirmación de que hice bien al dedicarme a escribir por fin, dejando
de lado un oficio que me daba de comer, pero que no me terminaba de llenar.
Esta que viene es una
pregunta recurrente en mis entrevistas: ¿qué significa para ti escribir?
Cualquier escritor te
responderá a esto de formas muy diversas. La manera poética es decir que me
gustaría vivir mi velorio en vida. Así que recoger abrazos y manifestaciones de
cariño relacionados con mi escritura sería mi forma de hacerlo. Dicho de una manera
quizá más profunda, la escritura para mí significa rendirle tributo al niño que
siempre fui. Desde pequeño, yo sentía que me comunicaba mejor con los demás a
través de la escritura que con la oralidad. Era muy tímido, no me abría a los
demás. Si tenía que pedirle perdón a mi abuela se lo decía a través de una nota
escrita y si había que enamorar a una chica, prefería deslizarle una carta por
debajo de su puerta. Por lo tanto,
significa seguir por esa misma senda, compartir lo que me sale de las
tripas a través de la escritura.
En mis recuerdos de la
literatura peruana, Vargas Llosa hablaba de colegios militares y dictadores;
Roncagliolo de terrorismo; y ahora tú de ancianos, residencias para mayores y
de la dignidad de la vida humana. ¿Que tienen en común vuestras respectivas
literaturas?
Bueno, fuera del hecho
de que pretendemos retratar nuestras problemáticas particulares en un intento
de entender la realidad, no sé si tenemos muchos puntos en común.
Como escritores, ¿representáis
tres modelos de Perú diferentes?
Me será más fácil
responder esta pregunta pensando en Vargas Llosa. El Perú y, más
específicamente, la Lima que se conoce en otros países, descrita por Vargas
Llosa es muy distinta de la que me tocó retratar a mí. La sociedad peruana que
yo presento ahora es obviamente más contemporánea y contiene los conflictos
propios de una megalópolis, que muestran dos visiones de la civilización: la
autóctona o mestiza, ligada a lo indígena, y la occidentalizada de las clases
pudientes.
¿En qué lugar te
cruzaste con la historia que dio pie a escribir ‘Cien cuyes’?
Yo hablaría mejor de
una absorción permanente, que nació en tres capas. En primer lugar, pasar la
cincuentena implica ver en qué kilómetro de la carretera estás e intuir qué es
lo que se viene por delante, después de comprobar que tus padres empiezan a morir
y a tus mentores los ves más achacosos y envejecidos. En segundo lugar, hemos
pasado una pandemia que fue especialmente atroz con los ancianos en soledad. Y,
por último, el gran gatillador de todo fue el fallecimiento de mi suegro, que
hace año y medio tuvo una muerte dignísima, a la altura de su también dignísima
vida. Regresando a mis tiempos de niño, no quería dejar de compartir la visión
privilegiada que fue ese momento. Tanto es así que hay un personaje de la
novela, el doctor Jack Harrison, que está parcialmente basado en su persona. Pienso
que la mezcla de estos factores fue la que me llevó a escribir esta novela
febrilmente, como no había escrito otra antes.
Creo que se da una
combinación de estrategias al escribir mis novelas. Cuando se dice que hay
escritores brújula y escritores mapa, creo que yo soy ambas cosas. Antes de
sentarme a escribir, hago un diagrama, que, de hecho, compartí en mis redes.
Con ello quiero decir que no me pongo a escribir sin saber cómo va a terminar
la novela y con los personajes más o menos bosquejados. Sin embargo, me vuelvo
escritor brújula cuando trato de darle piel, nervio y sangre a esta escaleta. Es
justo ahí, en esa especie de trance que es la escritura, donde te agarra la
sorpresa y te ves arrastrado por tu propia prosa y secuestrado y sorprendido
por los personajes. En esta ocasión, me ocurrió que cada mañana, cuando me enfrentaba
a la estructura de la novela, me sentía contento de volver a encontrarme con Los
Siete Magníficos, ese grupo de ancianos disímiles, que están en el libro. Y
cuando gané el Premio, me dio mucho gusto saber que iba a verme de nuevo con
ellos, ahora a través de los lectores.
Has escogido como voz
narrativa la tercera persona, ¿por qué?
Yo quería que no se
percibiera ningún tipo de compromiso entre la voz narrativa y los personajes. En
esta novela he puesto en juego una estrategia, que me fue útil en el pasado, donde
el narrador trata de enseñar de la manera más elegante y sencilla posible −cosa
que no se consigue siempre−, el entorno y los personajes, para que después sean
ellos mismos quienes, a través de sus acciones, pensamientos y diálogos,
transmitan al lector sus intensidades y locuras. La voz solo los presenta y
ellos hacen lo suyo. Creo que es una manera más eficaz de mostrarle al lector
el truco de la ilusión, sin pontificar, sin poner adjetivos.
¿Te preocupa
especialmente la vejez?
Esta pregunta ya la
respondí hace veinte años en uno de esos test de Proust que hacen los medios de
comunicación. A mí me preocupa la soledad de la vejez. Envejecer lo tengo ya
asumido, pero uno de mis mayores temores en la vida siempre fue vivir una vejez
solitaria. Creo que me he asegurado de que no sea así. En la vida real me he rodeado
de afectos. Mi relación con mis tres hijas es muy armoniosa y creo que estoy un
poquito curado. Sin embargo, no dejo de admitir que suelo inventar personajes en los cuales
deposito varios de mis temores. Es una manera de curarme en salud, de ponerme
en su lugar y establecer empatía con quien voy a ser dentro de un tiempo.
Vivimos más, pero a los
viejos los tratamos cada vez peor, una paradoja, ¿qué sentido tiene entonces
prolongar nuestras vidas?
Sí, es una paradoja.
Somos sociedades más longevas y a la vez negamos la vejez mediante la
publicidad, las películas y los filtros que la esconden en nuestros celulares.
Es una tensión que hay ahora y que, en cualquier momento, va a explotar. Creo
que es mejor que comencemos a hablar de ello antes de que sea tarde. Si esta
novela sirve para aportar algo en esta discusión, pues me sentiré muy satisfecho.
Morirse es tan natural
como nacer, pero no hablamos igual del inicio y del final de la vida, obviamos nombrar
a la muerte.
Esa es una frase del
personaje Jack Harrison y yo la refrendo totalmente. Cuidamos mucho el momento
del nacimiento. Tratamos de aprender sobre él, pero no le ponemos el mismo
cuidado a la muerte. No tenemos la suerte de decidir las circunstancias en las
que vamos a nacer, pero podríamos tener el consuelo de elegir cómo queremos
morir. Por otro lado, creo que en las sociedades occidentales no se nombra a la
muerte por una especie de superstición, como si hablar de ella equivaliera a
convocarla. Y pienso que no, que es al contrario, y que cuanto menos hablemos de
ella más daño nos va a hacer cuando ocurra. Por ello me interesa naturalizar
este asunto y, si se puede hablar de una muerte digna, pues, mejor.
Uno de los escenarios
de ‘Cien cuyes’ es una residencia geriátrica. Un lugar complejo. Los internos
saben que aquella es su última morada y que de allí saldrán con los pies por
delante, listos para papeles.
Totalmente de acuerdo
con eso. A mí me gusta mucho el ambiente que creé para esos personajes en la
residencia, porque posiblemente sea lo que yo quisiera para mi vejez: disponer
de un grupo unido de amigos, indestructible, con los que afrontar ese tiempo.
El problema empieza a darse cuando uno a uno va cayendo y el último que se
queda debe sufrir demasiado. Digamos que parte de mi decisión para escribir
sobre este grupo tiene que ver con ese pensamiento.
Hay bastante música en la novela, especialmente de jazz. ¿Te interesa el jazz por algún
motivo especial?
Sí, he aprendido a
apreciarlo. Me gusta mucho ahora, pero lo utilicé por un tema de ritmo. Escribí
esta novela con música de jazz en los auriculares, a pesar de que hay otros
géneros en sus páginas, como el pop de ABBA, Doménico Modugno y el huaino
andino. Pero es verdad que el jazz estuvo presente todo el tiempo y no sé si
contribuyó a la cadencia de la novela. Además, me ayudaba a entrar en tono,
porque a mi suegro le encantaba y decidí que uno de los personajes iba a tener
los mismos gustos que él. Fue como una manera de ponerme una banda sonora, para
ver si afloraban los sentimientos correctos cuando creaba las distintas
situaciones.
¿Dónde quedas tú en ‘Cien
cuyes’?
Creo que estoy
básicamente en la voz narrativa, pero también descubro destellos de mi humor
negro particular y de mi escatología en el personaje de Tío Miguelito.
La última por hoy: si
le dijera que, tras leer ‘Cien cuyes’, he tenido la sensación no de leer una
novela, sino un cuento largo, conmovedor, en el que has tratado temas delicados
con una enorme sensibilidad y dulzura, ¿qué pensarías?
No me lo había planteado… Mira, creo que quizá sea el
mayor halago que me puedan decir sobre la novela, porque yo intenté introducir
al lector en una aventura sin pensar necesariamente en el género, claro. Por su
longitud, el libro es una novela, pero pienso que lo que más he buscado últimamente
es presentar al lector una historia sin hacerle sentir que se la estoy
mostrando. Quiero alejarme lo máximo posible de la solemnidad con la que se
presentan los temas más profundos, porque cuando uno reflexiona sobre sus
propias miserias, sus temores a la muerte, no lo piensa solemnemente. Uno se
queja, piensa en guarradas y tiene arranques de humor negro, pero no se pone en
plan académico, sobre un pedestal, para hablar de estos grandes asuntos. Prefiero
utilizar la manera más humana posible, entendiendo por humana algo cotidiano y
pedestre, como es la vida.
HermeCerezo, Diario SIGLO XXI/31/03/2023