Nº 556.- Elga
Reátegui, periodista y escritora, es una mujer que conserva muy viva la memoria
del Perú actual, de su infancia y de su juventud limeña. Desde hace unos años
reside en València, ciudad que le encanta por la luz y el cielo que la cobija.
Recientemente, ha publicado el volumen de relatos titulado ‘La fugacidad del
color’, editado por Lastura, con el que ha debutado en el género de la
literatura breve. Con anterioridad ya tenía en el mercado varias novelas y
poemarios. En el Prólogo del volumen, el escritor César Gavela habla del estilo
de la escritora peruana: «los relatos de Elga Reátegui caminan por la siempre
fecunda senda de la sugerencia. De esbozar un mundo en muy pocas frases,
creando así un contar diverso y atractivo, que en parte se deja suspendido en
el aire, a la espera de que el lector lo interprete. Lo haga suyo. Lo reviva».
Sobre ‘La fugacidad del color’, su nueva experiencia literaria, conversé con
Elga a comienzos de diciembre. Era una mañana tardía de otoño, más bien fría, teñida
con esa luz que tanto le gusta.
Elga, eres peruana pero desde hace un
tiempo resides en València, ¿cómo viniste a parar aquí?
Hace
muchos años tuve la oportunidad de presentarme para estudiar en la Universidad
de Navarra, pero estalló la crisis y no se dio. Un tiempo después, con mi
carrera ya acabada, mi jefe me encargó un trabajo sobre chats entre hombres y
mujeres. Le gustó y me pidió que hiciera otro igual, pero sólo con hombres
mayores de cuarenta años. Allí conocí a un señor con quien, a pesar, de que lo
teníamos prohibido, intercambié mi dirección de correo electrónico y comenzamos
a charlar de la vida y de otras cosas, hasta que un día me propuso salir a
cenar y yo acepté. Ninguno de los dos pretendíamos nada, pero salió así y este señor
hoy es mi esposo. En mi familia fue una sorpresa grande, tanto que mucha gente
asistió a mi boda por curiosidad. Y como él era valenciano y resultaba todo más
sencillo, nos vinimos a vivir aquí.
Conocidos los motivos de tu llegada,
ahora toca preguntar sobre la creación literaria: ¿qué significa escribir para
Elga Reátegui?
Creo
que he buscado siempre la escritura de una manera u otra, porque ha sido mi
mejor manera de expresarme. Estudiar periodismo fue un pretexto para entrar a la
escritura profesional. El periodismo me lo ha dado todo: la técnica de
escritura, aprender un oficio, conocer gente… Y si te fijas, tanto en mi
trabajo como en la literatura estás muy vinculada con las palabras. Una vez, un
chamán me dijo que lo mío era tender puentes, unir a unos con otros y eso es lo
que he hecho tanto con el periodismo como con la escritura. Cuando escribo intento
entretener, pero induciendo a la gente a la reflexión.
El periodismo trabaja la realidad, la
literatura la ficción.
La
realidad me ha servido de mucho para ficcionar. Con otros ingredientes, muchos
relatos proceden de allí. Ya dicen que la realidad supera siempre a la ficción.
Además procedo de una familia que vivía en la selva amazónica, que está llena
de mitos y leyendas. Mi casa era un lugar riquísimo, sustancioso, para recrear.
He escuchado muchas historias que al final han resultado ser pura ficción.
Parece que en Sudamérica hay espacio
para todo, lo del realismo mágico es una prueba evidente de ello, ¿no?
Sí,
en Sudamérica hay de todo y cabe de todo. A mi padre, que era policía, le
regalaron un cráneo que él velaba. Decía que pertenecía a un hombrecito llamado
Panchito, al que había conocido en sueños. Lo puso en la cocina con una vela
encendida y le dejaba un cigarrito y una copita de pisco para que cuidase de
nuestra casa. Tal vez sugestionado por todo esto, un vecino le dijo que, cuando no estábamos, se escuchaba bulla
en la casa y que una vez llamó al timbre y le abrió la puerta un espectro, que
le respondió que allí no había nadie. Yo he convivido con cosas como esta.
‘La fugacidad del color’, ¿de dónde arranca el título?
Mis
relatos y poemas los guardaba en una carpeta titulada Cosas mías. De alguna
manera yo quería rendir homenaje a Valencia, una ciudad que me ha acogido muy
bien, aunque al principio me costó acostumbrarme un poco. Me gusta su luz y su
cielo me da abrigo, confianza… En un momento pensé que aquellos textos podían
ser mi homenaje. Una amiga mía, que es editora, me dijo que iba a inaugurar una
colección de relatos y que si tenía algunos que se los enviara. Pasó el tiempo
y cuando creía que ya no se publicarían, me llegó el contrato, al tiempo que me
pedía que le cambiase el título que les había puesto, ‘Cosas mías’. Una mañana acompañé
a mi hijo al odontólogo, en la sala de espera vi un cuadro pintado con trazos
largos y comprobé que me transmitía una sensación de fugacidad, de desgaste, de
cambio… En ese momento surgió el título: ‘La fugacidad del color’.
‘La fugacidad del color’ es un libro de
microrrelatos y hasta ahora tú habías publicado poesía y novela, ¿por qué ese
salto?
Era
algo pendiente. A los diecinueve años, cuando trabajaba en el Expreso, me
gustaba leer los escritos que Eugenio Buona publicaba en su columna Trazos. Los
leía mucha gente y no podíamos saber exactamente qué era aquello: si relatos
policiales, apuntes, cuentos cortos… Buona contaba aspectos de su familia y de
su sentir y a mí me dio por escribir lo mismo, pero no me salía, así que lo
dejé y seguí con la poesía. Más adelante sí me vi capaz y retomé el proyecto.
Anduve dos veranos tomando notas en cualquier parte y cuando terminé la novela
que llevaba entre manos, me puse a desarrollarlos.
El microrrelato impone unas normas estrictas,
muy rígidas, contar mucho, o todo, en poco espacio, ¿te sientes cómoda en este
territorio?
Es
verdad que es un género riguroso. Cuando estaba en periodismo y por falta de
sitio, a veces tenía que comprimir el espacio de los textos y esa exigencia me
ha servido para escribir estos relatos, que he reducido al máximo hasta
dejarlos en la sustancia. Hay que pulirlos mucho porque hay riesgo de
repeticiones y, si no cuidas estos detalles, quedas en evidencia con facilidad.
En la Introducción del libro, César
Gavela afirma que un microrrelato no es espacio para la reflexión, ¿estás de
acuerdo con eso?
Yo
creo que sí es posible reflexionar. Mucha gente me ha comentado cosas sobre
este aspecto. En el cuento titulado ‘Esperando’, donde una quinceañera espera
su inminente maternidad, encontramos un ejemplo de ello. Esto de la reflexión
tiene mucho que ver con el lector y con lo que éste quiera creer y aceptar.
Por su corta extensión, ¿en el microrrelato
queda espacio para ensayar estructuras, para experimentar…?
Sí,
que lo hay, en ‘La fugacidad del color’ incluí un cuento donde juego con el
tiempo y lo rompo, y en algunos otros se producen cambios temporales. Eso es
algo que hago con mucha frecuencia en mis novelas, donde abundan los
flashbacks. Algunos lectores dicen que les vuelvo locos con eso [risas], pero
es que las cosas vienen de este modo. La verdad es que como escritora hay que
estar muy concentrada siempre para tenerlo todo bien controlado.
Hay relatos escritos en primera persona
y en tercera, ¿cómo determinas qué voz narrativa vas a utilizar en cada caso?
Aparece
sola, se da, no la busco, no hago las cosas planificadas a propósito. Cuando
surge una idea, percibo ciertas imágenes que a veces me indican la voz que voy
a utilizar. Es así, no hay más...
Dividiste el libro en tres partes: De
amores, Sociales y Del espíritu, ¿significa eso que no hay mestizaje entre los
cuentos?
Sí,
sí que lo hay. Establecí la división simplemente para poner un poco de orden y
orientar al lector durante su lectura.
¿Las historias te asaltan a ti o eres tú
quien las busca?
Se
presentan solas, igual que la persona. De repente estoy mirando algo y surge. Por
ejemplo, para escribir el cuento ‘La vida’ vi a un niñito y a su hermana en el
carrito esperando el bus. El niño, de repente, comenzó a decirle a la niña que todos
nos íbamos a morir. Eso me llevó a pensar en mi niñez, en una vez que estaba
con mis padres, de noche, y vi la luna. Me invadió la angustia de que iba a
morir, aunque yo temo más a la agonía que a la propia muerte. Para mí, la escena
de los dos niños fue como ver una película en la calle y decidí contarla.
Respecto al miedo a la agonía de la
muerte, ¿la escritura para ti es terapéutica?
No,
en absoluto, no pienso en la posteridad, aunque a veces digo que escribo para
que me recuerden. Creo en el más allá, pero en el fondo nadie sabe qué va a
ocurrir después. Tampoco me parece que la escritura sirva para trascender. Ha
habido muchos grandes escritores olvidados, a los que nadie se ha preocupado
por rescatar…
En los relatos los lugares se intuyen,
¿lo importante es lo que hacen o dicen los personajes?
En
general no soy muy descriptiva, en mis novelas me ocurre igual. Los escenarios
no me interesan mucho. Narro a través de los personajes, que son quienes te
cuentan lo que están viviendo y que también se describen a sí mismos a través
de sus propias palabras. Lo importante es la situación, la acción. Algunos
lectores me dicen que me paso muy rápido de un sitio a otro, pero es que la
vida es así. Ahora mismo estamos terminando el año 2018 y no he asimilado el
transcurso de los meses. Repetimos las cosas un año tras otro, pero no sabemos
si hemos avanzado como personas.
Bastantes microrrelatos encierran una
pequeña sorpresa en su desenlace, ¿te gustan más así o prefieres los finales abiertos?
No
lo hago adrede, surge sin avisar. Detrás de esos finales tampoco hay ninguna
intencionalidad. Tal vez de esta manera consiga que el lector no se quede tan
colgado, pero repito que no hay ninguna intención de que sea así.
También hay espacio para el humor en ‘La
fugacidad del color’, lo vemos en ‘Las obligaciones’.
Es
verdad. Ese relato que comentas está basado en un hecho real, sucedió. Fue una
experiencia traumática de un amigo mío, que es fotógrafo, y que nunca se lo
contó a nadie, porque la mujer era amiga de su madre.
Y para la violencia de los cascos azules
en ‘Y ellos venían a protegernos’.
No
sucedió con los cascos azules, sino con los marines durante los tiempos del
narcotráfico. Embarazaron a medio mundo, a las niñas sobre todo, muchachas que
se acercaban porque ellos eran guapos y ellas tenían la sensación de no serlo
tanto. Hay una leyenda enquistada en la realidad de que mejor cuanto más
blanquito seas, y quizá esa era una manera de perfeccionar la raza. Pero ellos
se dejaron querer, las embarazaban y luego se marchaban, claro.
En ‘La reflexión’ nos enseñas que un
santo puede perder devotos «por no conceder milagros».
En
mi casa mi padre tenía un altar inmenso, lleno de santitos. Si uno le fallaba,
discutía con él, le quitaba la velita encendida y se la ponía a otro. En las
iglesias hay santos que no tienen ninguna vela y, sin embargo, otros tienen
muchas. Quitarles la vela o no darles el donativo es una forma de castigarles.
Concluimos por hoy, dentro de todos
estos relatos ¿dónde se encuentra Elga?
Estoy
en todos y en ninguno, soy la que escribe, la responsable. Vuelvo a ser un
puente entre las voces que escucho y el lector. Mi obligación es contar lo que
me llega, hago lo mismo que yo le pedía a mi padre, que era un gran contador de
historias.